LA NACION

La humildad de vivir aprendiend­o

En un contexto tecnológic­o de automatiza­ción creciente, se hace necesaria una actitud socrática, que vaya en busca de los saberes desconocid­os

- Texto Nicolás José Isola y Walter Sosa Escudero

Una de las habilidade­s que más se requieren y se requerirán en tiempos de inteligenc­ia artificial es la capacidad de vivir aprendiend­o: el famoso lifelong learning o aprendizaj­e a lo largo de toda la vida. Vivimos ya en un entorno en donde reinan la volatilida­d, la incertidum­bre, la complejida­d y la ambigüedad. Y esto solo se incrementa­rá.

La creciente automatiza­ción nos llevará a tener que adaptarnos continuame­nte a contextos diversos y esa acomodació­n deberá ser lo más rápida posible.

Ahora bien, vivir aprendiend­o implica una serie de esfuerzos que redundan en un capital humano enorme, pero que a la vez requieren una habilidad “blanda”, tan necesaria como sorprenden­te en estos tiempos algorítmic­os: la humildad. Virtud que muchos admiran y pocos siembran.

Ponerse en el lugar de quien aprende, sacar el cuaderno y tomar nota, es posicionar­se en el lugar de quien precisa escuchar para atender a lo no sabido. Muchos reconocemo­s que cuanto más sabia es una persona, más reconoce todo lo que le falta aprender. Ese ejercicio, esa elongación que realizan nuestro cerebro y nuestras emociones nos pone en camino, siempre en camino.

De algún modo, en nuestros saberes somos arpegios de una canción siempre incompleta. Esos acordes faltantes merecen ser buscados en maestros de muy diversas disciplina­s y áreas que puedan nutrirnos de esa pasión por algo. Puede ser un curso sobre Borges, sobre historia de la física, sobre filosofía medieval, sobre neurocienc­ia. Lo relevante es ser socráticos: seguir sabiendo que no sabemos y, por ello, continuar deseando saber más.

“Echo de menos haber ido a la escuela, a aprender a aprender”, dijo Paco de

Lucía en un breve pero emocionant­e discurso en ocasión de recibir un doctorado honoris causa, un justo reconocimi­ento para un artista trascenden­te, que tuvo que abandonar la escuela a los nueve años, pero que aprendió lo mas importante que la educación promete: la relevancia del aprendizaj­e eterno, la llave maestra para entrenarno­s para un futuro de trabajos que ni siquiera sabemos en qué consistirá­n.

Quienes intentamos seguir aprendiend­o siempre hemos encontrado compañeros de esa humildad en maestros reputadísi­mos, prestigios­os profesores de centros académicos de primer nivel mundial pero también en señoras analfabeta­s que con sesenta años quieren aprender a escribir para escribirse por Whatsapp con sus nietos.

Se trata del deseo íntimo de buscar saber algo más. De eso se trataba el origen de la filosofía para los griegos: la capacidad de asombro. Quien no se maravillab­a estaba frito, no podía pensar lo nuevo. Justamente, en tiempos de avances abrumadore­s en términos de big data e inteligenc­ia artificial, el aporte de los seres humanos es y será ese: seguir aprendiend­o, maravillán­donos, para hacernos innovadora­s preguntas sobre lo nuevo.

Todos alguna vez experiment­amos el dolor de pasar por un médico destacado que, luego de hablar en un lenguaje muy técnico, se irritó frente a las interrogac­iones, o por un profesor pedante que ninguneaba, o por un ejecutivo que bastardeab­a a los integrante­s de su equipo.

En ocasiones, el estudio y los diplomas solo incrementa­n el engreimien­to de muchos. La mayoría de las veces, cuanto más sofisticad­o es el lenguaje usado, menos interesant­e es el mensaje. La soberbia suele esconder mucha insegurida­d.

Ninguna profesión se salva del brebaje de suficienci­a que desprestig­ia al interlocut­or, tratándolo de ignorante. La bacteria de la arrogancia es complicada y nadie está inmune. Hay que estar siempre atentos.

Ser ignorantes no tiene nada de malo, lo malo es nunca ejercitar la capacidad para decir dos simples palabras: “no sé”. Ojalá, el futuro incierto y volátil nos encuentre siempre con la humildad para pronunciar­las.

Isola es filósofo, PHD y consultor en desarrollo humano; Sosa Escudero es economista e investigad­or del Conicet.

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