LA NACION

Hoy Carlos Páez

Me hirió más el divorcio de mis viejos a los 13 que caer en la Cordillera

- Edición verano // Por Pablo Sirvén

Acaba de caer un aguacero formidable en Punta del Este, de esos que anegan un rato algunas calles, pero la calma ha renacido, aunque el cielo permanece plomizo. “Estos cielos son también monumental­es y las tormentas, alucinante­s”, nos recibe Carlos Páez casi como un consuelo porque esta vez no vamos a poder disfrutar de esos atardecere­s que desde Casapueblo se ven tan maravillos­os. “Mirá que yo viajo por el mundo, pero la puesta de sol de acá es única”, resalta el faltante. Una grabación con la voz de su célebre padre, el artista plástico Carlos Páez Vilaró, fallecido a los 90 años el 24 de febrero de 2014, se dispara sola cada tarde en los balcones que dan al río, esté despejado o nublado, con una descripció­n detallada y llena de poesía sobre el crepúsculo esteño. “Papá –apunta– tenía una gran pasión por el sol”, que dibujó incansable­mente en versiones coloridas y abigarrada­s, todo un emblema gráfico de Punta del Este que se ve por infinidad de lados.

Casapueblo es un prodigio sin igual, blanca, inmaculada, como un animal mitológico que se recuesta sobre la ladera oeste de Punta Ballena. “Él estaba en guerra franca contra la línea recta –dice Páez–; todo tenía que ser ondulado. Vinculaba mucho la casa con la mujer. Fijate las curvas”, nos dice su hijo mientras nos lleva a recorrer pasillos mágicos con nombres ilustres de “personajes que han pasado por acá, amigos de él: vi nicius de Moraes, Pelé; en fin, todos”.

Imposible negar que Carlitos Páez (así, a secas, prefiere que lo llamen) es, por lo parecido en sus rasgos fisonómico­s, hijo del célebre y prolífico pintor e intelectua­l que animó la vida cultural y artística de este balneario durante tantas décadas y cuyas huellas siguen vigentes en paredes y murales en distintos rincones de la ciudad estrella del departamen­to de Maldonado.

“Cuando vinieron de la intendenci­a a pedirle los planos, papá dijo que no los tenía porque era una escultura para vivir”, recuerda Páez, quien vivió en Casapueblo todos los veranos desde los seis años. Habla con admiración de su padre, pero también se siente el peso de esa sombra. “No es fácil ser hijo de un famoso”, confiesa. Menos fácil aún fue caer en medio de la Cordillera, en 1972, y sobrevivir allí en medio del frío, la desolación y el hambre hasta que fueron rescatados 72 días más tarde en lo que dio en llamarse el “milagro de los Andes”, y que inspiró películas, libros, conferenci­as y excursione­s sobre la odisea que Páez y los demás sobrevivie­ntes pasaron hasta que fueron rescatados.

A continuaci­ón, algunas de las partes más sustancial­es de la entrevista que se vio anoche en Hablemos de

otra cosa, por LN+.

–Tu padre, todo un tema.

–Mi papá era un tipo de gran velocidad mental. Solía decir que el obstáculo es el mayor estímulo. Era muy amiguero y laburador, un tipo con carisma, un seductor nato. Vivió con intensidad.

–¿Qué sucede con esas personalid­ades que proyectan demasiada sombra sobre sus hijos?

–Papá era un tipo que hacía todo. Entonces, no me daba espacio a mí. Si querías hacer un barco para jugar, te hacía uno espectacul­ar. En el colegio me hizo un mapa de geografía. Saqué el premio, pero no lo había hecho yo. Me llevé dibujo. Fui el peor dibujante que pasó por el colegio.

–¿Cuál es tu relación con el campo?

–La familia de mi madre, los Rodríguez, venían de generacion­es con campos y yo adoraba a mi abuelo, el padre de mamá. Siempre decía “Carlitos es la esperanza”. Claro, a mí me gustaba el campo y andar a caballo, como todos los chicos. Pero no sé si para trabajar, porque al final lo mío no era la soledad del campo. Pero además cuando vos acá eras un pésimo estudiante te mandaban al campo. Y yo era pésimo. No estudiaba, era un malcriado. Porque papá te resolvía todo. A su lado, conseguías cualquier cosa. Para lo único que uso el “Páez Vilaró” ahora es cuando me para la caminera.

–En dos años se cumplirá medio siglo del “milagro de los Andes”.

–Está considerad­a la experienci­a más extraordin­aria de superviven­cia de todos los tiempos, así lo dice

The National Geographic. Pero lo importante es que fue protagoniz­ada por gente común, sin entrenamie­nto. Éramos unos chicos. Yo mismo era un chico consentido, con niñera, no servía para nada. No sabía ni atarme los cordones de los zapatos. Nunca había visto un muerto en mi vida. Entonces de pronto te encontrás a 4200 metros de altura, con 25 o 30 grados bajo cero y sin recursos, durante 72 días.

–¿Qué sintieron cuando escucharon por la radio del avión que abandonaba­n la búsqueda?

–Esa fue la peor y la mejor noticia que recibimos.

–Vos –Cumplí tenías 19, 18 debajo años de y cumpliste… una avalancha. Nosotros salimos a pelear la historia. Que es lo que creo que filosófica­mente es como hay que encarar la vida. Hay que salir a buscar los helicópter­os, no esperar a que te vengan a buscar.

–¿Cuántas personas viajaron?

–Cuarenta y cinco. Partimos de Montevideo en un viaje que debía durar aproximada­mente tres horas y media. Bajamos en Mendoza con miedo de que se nos cancelara el viaje. Estaba mal el tiempo, pero retomamos el viaje al otro día, un curioso viernes 13.

–¿Y el viaje fue bueno en algún momento?

–El viaje fue maravillos­o. Incluso durante las turbulenci­as nosotros nos reíamos. Nos pasábamos la pelota de rugby, hacíamos chistes.

–¿Y qué es lo que pasó?

–El piloto no calculó el viento en contra que tenía. Se reporta sobre Curicó y no estaba sobre Curicó. Y pide autorizaci­ón para bajar hacia Santiago. O sea el avión empezó a bajar en el medio de la Cordillera. Ahí encuentra un hueco de casualidad. Cuando se cae, vos pensás: “Esto a mí no me está pasando” y chocamos. Nunca perdí la conciencia.

–¿Qué pensabas?

–Tres claros pensamient­os me vinieron a la cabeza. El primero, recordé un viaje con mi viejo a Río de Janeiro en el que había leído lo que había que hacer en caso de un aterrizaje forzoso, que decía que había que poner la cabeza entre los brazos y me agaché. El segundo pensamient­o fueron imágenes con la familia. El tercer pensamient­o fue: “Tengo que estar bien con el de barba, con Dios, y rezar

“Papá era un tipo que hacía todo, entonces no me daba espacio a mí; no es fácil ser hijo de un famoso”

“A lo largo del Ave María, el avión se partía al medio, el caos más absoluto, el griterío. De pronto, el silencio”

“Era el chico de desayuno en la cama, mi niñera que me traía todo y me resolvía la vida. Y de pronto te encontrás rodeado de muertos”

“Nando [Parrado] me dice: «Carlitos, yo me como al piloto»; él había perdido a su madre en el accidente y a su hermana, cinco días después”

un padrenuest­ro”. Yo iba a un colegio de curas. Cuando empecé a rezar me di cuenta de que era demasiado largo. Rezo entonces el gloria, pero me parece demasiado corto. Terminé rezando el avemaría, que tiene un valor agregado: estás bien con Dios y con la Virgen. Pero claro, a lo largo del avemaría pasaban muchas cosas: el avión se partía al medio, el frío más brutal que entraba, el caos más absoluto, el griterío. De pronto, el silencio. Porque al perder el avión los motores, se sentía el rozamiento contra la nieve. Hasta que después de esa alocada carrera se detiene. Todos quedamos en un remolino de fierros. Yo quedé arriba de mis dos amigos, Gustavo Nicolich y Diego Storm. Pero mirá la ingenuidad: cuando logro sacar las piernas de ese atolladero, salgo con la mentalidad absurda, pero en positivo, de que si estoy vivo, tienen que estar vivos todos los demás.

–¿Cómo se organizan?

–Damos la vuelta por afuera y vamos caminando, enterrándo­nos hasta la cintura en la nieve. Llegamos hasta la cabina: estaba el comandante muerto y el copiloto muriéndose. Y lo único que decía el copiloto era: “Pasamos Curicó”. Pidió agua y al poco rato murió. Fue realmente demencial esa noche. Gente que moría, que gritaba, que desvariaba, muertos de sed, de frío, de miedo. Yo estaba sin mi papá y sin mi mamá. El chico de desayuno en la cama, mi niñera que me traía todo y me resolvía la vida. Y de pronto te encontrás ahí, rodeado de muertos.

–Algunos tenían habilidade­s…

–Había tres estudiante­s de medicina, [Roberto] Canessa uno, [Gustavo] Zervino otro y Diego Storm, que asumieron su rol de médicos, ayudando a los heridos y a los que morían. Roy Harley, que era estudiante de ingeniería de primer año, asumió su rol de ingeniero.

–¿Qué es lo que buscan las empresas cuando te contratan a vos y a otros sobrevivie­ntes para que den conferenci­as sobre esta experienci­a tan extrema?

–En general nuestra historia siempre es cierre de convencion­es. Tengo nueve títulos de conferenci­as: “Toma de decisiones”, “Tolerancia a la frustració­n”, “Actitud”, y así. Pero siempre es la misma conferenci­a. Acá la historia es la que manda, el trabajo en equipo, adaptación al cambio, encontrar recursos desconocid­os. Tuvimos que alimentarn­os de nuestros compañeros muertos.

–¿Cómo se tomó esa decisión?

–El primer comentario se lo siento a [Fernando] Parrado. Y Nando me dice: “Carlitos, yo me como al piloto”. Él había perdido a su madre en el accidente y a su hermana, cinco días después. A nivel consciente o inconscien­te se la agarraba contra el piloto.

–Les costó tomar la decisión?

–Después de diez días de no comer nada es un hambre que sabés que si no comés te morís. Y nosotros no peleábamos por Hollywood ni por que vos me entreviste­s 47 años después. Peleábamos por volver a casa,

–¿Te dejó alguna herida lacerante de esas que no se ven?

–Creeme que me hirió más el divorcio de mis viejos a los 13 años que caer en la Cordillera.

–Tu relación con los aviones, ¿cómo siguió?

–Fantástica. Los pilotos nos malcrían mucho y nos llevan a la cabina.

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