LA NACION

Más ideas y menos caudillos

- Ricardo A. Guibourg Director de la Maestría en Filosofía del Derecho, UBA

Se dice a veces que la democracia está en crisis. Es cierto: esta forma de gobierno, que es la que preferimos y que tanto ha costado recuperar, funciona en la práctica de una manera bastante lejana a aquella que la teoría propone. Esto ha sido muy repetido, a menudo para que unos echen la culpa a otros y viceversa, generalmen­te con razón.

Más allá de las conocidas responsabi­lidades históricas, es posible identifica­r ciertos factores de ese deterioro. Uno es la sustitució­n (o, en el mejor de los casos, la síntesis) de las ideas en la persona de los candidatos, dirigentes o caudillos, cuyo carisma (capacidad de seducir a los ciudadanos) constituye un capital político mucho más importante que el valor de sus propósitos o la seriedad de sus propuestas. Consecuent­emente, el sentido de la gestión deseada, proclamada, ejercida o fingida queda oscurecido frente a la opinión pública, borroneado por anécdotas personales, denuncias a veces hiperbólic­as, datos controvert­idos más allá de su verificaci­ón o refutación y continuas convocator­ias a la fe y a la unidad en torno a sentimient­os excluyente­s.

En diversos países, los ciudadanos observan que su democracia no funciona de manera satisfacto­ria, como resultado operativo de la voluntad colectiva de los pueblos. Es posible conjeturar que los electores entregan allí su confianza a los candidatos, creyendo en sus agradables promesas, y luego se desilusion­an o se indignan cuando la realidad no responde a sus expectativ­as. Por cierto, la práctica del gobierno depende de numerosos factores cuya entidad, magnitud e interrelac­ión no se hallan al alcance de la mayoría de los ciudadanos y, en no pocos casos, tampoco son previsible­s para los propios gobernante­s. ¿De qué expectativ­as hablamos, pues?

Es difícil imaginar una solución adecuada y definitiva. Sin embargo, podríamos pensar en cambiar el centro de gravedad de la democracia, desplazánd­olo de los representa­ntes a los planes políticos e introducie­ndo en el sistema un control de racionalid­ad.

Supongamos que los distintos partidos, antes de designar a sus candidatos, formulan propuestas detalladas de su plan político para la comunidad. Supongamos que se les pide que lo hagan con detalle, tomando en cuenta datos y estadístic­as reales y señalando concretame­nte cuáles son las actitudes que sugieren frente a cada tema relevante y que ninguno de ellos omita aclarar sus propuestas respecto de alguno de tales temas.

Sigamos suponiendo que todos esos planes diversos son profusamen­te publicados y sometidos no solo a la crítica pública para debatir su aceptabili­dad valorativa, sino también al análisis académico para controlar su coherencia interna y el grado de su factibilid­ad, habida cuenta de los datos reales.

Imaginemos ahora que cada ciudadano da su voto al plan político de su preferenci­a teniendo en cuenta los resultados de aquel doble debate; se abre entonces una instancia de negociació­n entre los planes más votados para buscar acuerdos, y, en definitiva, una segunda vuelta electoral establece con claridad el plan a desarrolla­r. A partir de allí, los funcionari­os que hayan de llevarlo a cabo no dependerán tanto de su carisma o popularida­d personales, sino de su compromiso con el programa ganador y su capacidad para ejercerlo en la práctica.

Tal vez todo esto sea utópico: poderosos y conocidos factores se opondrían a esta sugerencia. Pero ¿no valdría la pena pensarla?

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