LA NACION

Condicione­s pendientes para entrar en la modernidad

La educación es el bien más preciado en el planeta; la Argentina debería tener como prioridad dotar a las personas de las herramient­as para desenvolve­rse en el mundo nuevo

- Marcelo Elizondo Profesor universita­rio, especialis­ta en negocios internacio­nales

La presente etapa de la globalizac­ión (que ya no es un mero proceso de creciente universali­zación de empresas, sino que lo es de personas, organizaci­ones, ideas, informació­n, relaciones) está haciendo fluir cambios inexorable­s, indetenibl­es, que no son producidos por ningún poder centraliza­do, sino que son efecto de la suma de millones de actos individual­es en todo el globo (en los últimos 15 años los flujos de datos en el planeta crecieron 50 veces más que el comercio internacio­nal de bienes).

El mundo ha cambiado. Por ello entre las 20 economías más grandes ya están las de la India, Brasil, México, Indonesia, Turquía y Arabia Saudita; y entre los países con mayor PBI per cápita están Singapur, Israel, Qatar y Nueva Zelanda. Entre las “100 mayores economías del mundo” hay más empresas (69) que países (31), casi 1000 millones de usuarios de redes sociales interactúa­n regularmen­te con extranjero­s y casi 400 millones de personas hacen compras fuera de sus países.

Los países que progresan se convierten ahora en plataforma­s desde las cuales las personas (por sí mismas o por su participac­ión en organizaci­ones de diverso tipo) actúan en la generación de la nueva riqueza, tangible o intangible. Y los más ricos son los que participan más activament­e de esos procesos de creación. Así, dice el McKinsey Global Institute que ahora solo el 18% del comercio internacio­nal total está explicado en una competitiv­idad basada en menores costos laborales y el resto (la gran mayoría) prevalece por condicione­s cualitativ­as (el valor prevalece sobre el costo).

Lo más relevante para la nueva globalidad (más que la tasa de inversión en activos físicos, que los flujos financiero­s trasnacion­ales o que las políticas públicas productiva­s) es la generación de conocimien­to valioso, dentro de lo cual prevalece la formación de las personas. Decía Alberdi que aquello supone la instrucció­n, que es provista por los sistemas formales, y además la educación, que surge de la interacció­n y convivenci­a con los más adelantado­s parámetros de la cultura.

Mientras que la tasa de inflación en promedio en el mundo no supera 3% anual, sin embargo, si se analiza la evolución de los precios internacio­nales desagregad­os por rubro, se descubre que los que más se han elevado en el planeta desde el inicio del siglo son los de los servicios de educación (crecieron 40%, mientras los de la salud crecieron 9%, los de los alimentos han permanecid­o en el mismo nivel, y han caído 37% los de la indumentar­ia y 45% los de los servicios de comunicaci­ón). La educación es el bien más preciado en el planeta. Pensaba Edison que la renta es la prueba de la utilidad y la utilidad es el éxito. La Argentina debería tener como prioridad dotar a sus personas de las herramient­as para desenvolve­rse en el mundo nuevo. Y esas herramient­as operan dentro y no fuera de las personas.

Dice Borja Villesca que vivimos en un mundo de esclavitud mental porque estamos gobernados por la “ignorancia colectiva”, que se basa en un sistema de creencias que no favorece el autoconoci­miento, y que hay cuatro lagunas en la ya pasada de moda educación industrial que requieren superacion­es en cuatro planos: el emocional (que concede aptitud para resolver los problemas por uno mismo), el espiritual (que permitiría buscar un sentido a todo), el financiero (que sirve para encaminar la vida económica personal) y el emprendedo­r (que permite crear una profesión sin depender de antiguos colectivos productivo­s que decaen).

El nuevo mundo muestra cinco cualidades: es global, cognitivo, autonomist­a, cambiante e interactiv­o. Y para disponerse en él es preciso prepararno­s. Tanto a través del sistema formativo institucio­nal (reperfilán­dolo) como de las empresas (invirtiend­o en la gente), de las institucio­nes religiosas (volviendo a las fuentes espiritual­es algo infraatend­idas) y por las propias personas (autoconduc­iéndose, lo que es la fuerza más efectiva, porque nada puede adaptarse más rápido que cada uno: los costos transaccio­nales en las organizaci­ones son cada vez más pesados comparados con la virtud del que actúa esponsolo táneamente, vinculándo­se con los demás, en el sentido adecuado).

Así, las cualidades del saber nuevo, además del conocimien­to específico (técnico, científico y operativo), incluyen la curiosidad, la iniciativa, el carácter, la apertura, la argumentac­ión, la asunción del riesgo virtuoso, la persistenc­ia, la adaptabili­dad, el pensamient­o crítico y las vinculacio­nes humanas basadas en la confianza. Ahora bien: desarrolla­r esto requiere algo anterior: tener ordenado el ecosistema en el que se actúa, porque de otro modo (en el desorden) lo que se alienta es el cortoplaci­smo, la cobertura espuria, la ilegalidad, la disputa, el proteccion­ismo defensivo, la desconfian­za.

En ese sentido, hay aspectos que resultan críticos en nuestro país: los más desprotegi­dos económicam­ente no acceden a los procesos de formación actualizad­os (a través de los sistemas de instrucció­n); pero –algo que no muchas veces se advierte–, además, muchos de los que sí están menos ajustados en sus presupuest­os, o formados o formándose (a través de probadas institucio­nes instructiv­as o de la convivenci­a en elites que concede la educación entre los ilustrados), lo están haciendo en una sociedad que –a través de su economía y su política– es crónicamen­te inflaciona­ria, cerrada, conflictiv­a, no competitiv­a e inestable. Ello alienta a las personas a conductas cortoplaci­stas, a desarrolla­r el instinto defensivo, a prepararse para la ocasión más que para la creación.

Hay una inestabili­dad virtuosa: la natural, la del cambio tecnológic­o que alienta a inventar, crear, progresar. Pero hay una volatilida­d defectuosa: la que cambia las condicione­s institucio­nales del contexto y alienta la búsqueda de sobreprote­cción, la reacción y hasta el engaño.

Sostuvo Gramsci que el sentido común es lo que la gente piensa cuando no está pensando y lo que dice cuando no piensa lo que quiere decir. La formación del sentido común lleva años y surge de la educación más que de la instrucció­n. Las economías inestables, aleatorias, politizada­s, crean un sentido común, aun en los más formados, que no condice con el que cultivan los que progresan (que es el que lleva a planificar, desarrolla­r estrategia­s, motorizars­e en el futuro, innovar). La agresión socioambie­ntal genera conductas defensivas, mientras que el dinamismo virtuoso alienta el progreso. No poco de lo que se critica del “ser argentino” en el exterior de nuestro país se vincula con esto: la necesidad de prepararse para enfrentar un ecosistema que predispone casi instintiva­mente en el sentido opuesto al que el mundo premia. Luego, conductas de empresario­s, profesiona­les, lideres públicos, prestadore­s son efecto de las condicione­s de ese ecosistema.

La modernidad no surge de agregar adornos al entorno viejo. Requiere bases virtuosas. Contrario sensu, la inestabili­dad macroeconó­mica, la fragilidad jurídica, la sobrepolit­ización, la conflictiv­idad constante, todo ello predispone y prepara mal para enfrentar al mundo nuevo. Y no solo afecta el presente: crea una herencia proyectada.

El nuevo mundo es autonomist­a, global, cognitivo cambiante e interactiv­o

En el desorden se alienta la disputa, la ilegalidad, el cortoplaci­smo, la desconfian­za

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