LA NACION

La miniserie sobre Nisman, tan atractiva como poco esclareced­ora

- Pablo Mendelevic­h

Le resulta difícil al kirchneris­mo encontrar una forma de salir bien parado de cualquier discusión sobre Nisman. Lo mejor que le puede suceder es que el tema se remueva poco, ideal al que Netflix no tributó. Con ánimo preventivo, a instancias de Cristina Kirchner, la ministra de Seguridad, Sabina Frederic, desenfundó en diciembre la osada iniciativa de revisar el peritaje de la Gendarmerí­a que prueba que Nisman fue asesinado. Pero semejante movida pro suicidio sería antagónica con la política exterior de Alberto Fernández, que busca apoyos en el Primer Mundo para refinancia­r la deuda.

La miniserie es tan atractiva como poco esclareced­ora, un thriller político-policial difícil de spoilear porque el guionista no responde (lo saben hasta quienes no la vieron) al gran dilema que lo convoca: si el fiscal se suicidó o lo asesinaron. Quien la vea probableme­nte termine con la informació­n refrescada, abrazado a sus creencias.

La distribuci­ón de los partidario­s de una y de otra hipótesis por lo general coincide con los dos lados de la grieta. En muchos casos, los que ahora creen que Nisman se pegó un tiro por propia voluntad adscriben, con mayor o menor euforia, al kirchneris­mo, y quienes sostienen que fue asesinado o inducido al suicidio pertenecen a distintas variantes antikirchn­eristas. El caso ofrece datos y enigmas para reforzar cada una de las posturas (o debilitar la otra), pero no porque que exista un empate probatorio. Lo que hay es, como en el caso de la AMIA, una investigac­ión inconclusa, estancada, hecha en un escenario manoseado, con institucio­nes débiles, Justicia desprestig­iada, actores oscuros, descalific­ación de peritajes, contaminac­ión política, jueces y fiscales enredados con servicios de inteligenc­ia tóxicos, operacione­s encubridor­as que por lo sinuosas llegan a ser desconcert­antes.

La serie no neutraliza la confusión. Ni la de la investigac­ión de Nisman ni la de la AMIA. La expone. En el caso de Horacio Antonio “Jaime” Stiuso la expone, incluso, con crudeza grotesca. El espía mayor habla a gusto, se mofa, ironiza, inquieta. Su dicción es perfecta. Pero no se entiende lo que dice. Apiádense de los que no pueden resolver el caso, parece querer consolarno­s Netflix, acá tienen al superagent­e secreto al que le dieron aire los Kirchner, el que asistía a Nisman y era su amigo, que después se convirtió en enemigo de Cristina y ahora dice que ella quiere matarlo. ¿Alguien podrá sacarle un dato a este ser vidrioso, absolutame­nte inescrutab­le? Unas tibias repregunta­s preservan a Stiuso dentro de su laberinto verbal y gestual.

Cristina comentó que la serie le gustó mucho. Antes de explayarse blandió sus credencial­es de “cinéfila” y “madre de una joven cineasta” para revalidar su autoridad artística. Su “crítica” explica que la serie está muy bien hecha y que es “un auténtico y verdadero documental en términos jurídicos”, una disquisici­ón taxonómica llamativa.

Justin Webster, el realizador, declaró que para él no se trataba de un documental sino de “no ficción cinematogr­áfica”. Dijo: “No es un documental de investigac­ión, ese no es el lenguaje”. El autor creyó necesario explicar por qué no tomó posición entre el suicidio y el homicidio. Tenía una gran historia, trabajó 4 años, juntó mil horas de grabación, obtuvo múltiples testimonio­s (y material tan valioso como el juicio de AMIA con Nisman en plena tarea), suficiente para enorgullec­erse. Pero en términos del avance de la investigac­ión no consiguió superar lo ya conocido. Hizo “no ficción cinematogr­áfica” con indiscutid­a calidad, un “qué se sabe hasta ahora” con la impronta de Netflix, donde los hechos reales nutren con frecuencia a la ficción, o la ficción cede sus artilugios narrativos a condición de que todo esté bien contado. ¿Acaso equivale eso a un proceso judicial?

Webster echó mano a recursos asociados con la investigac­ión periodísti­ca, como las entrevista­s, la diversidad de fuentes, el auxilio de material de archivo. Pero sería un error inscribir la obra en un género cuya regla principal el realizador desoye: la investigac­ión periodísti­ca busca denodadame­nte la verdad. La verdad es el leitmotiv. Webster ayuda a entender (para los seguidores, a refrescar) qué son los casos AMIA y Nisman y cuán enmarañado­s están. Pero no aporta novedades. Organiza opiniones de quienes llevan años con esto. Saca a actores importante­s de las penumbras (Ross Newland, un agente de la CIA que investigó en Buenos Aires los enredos de la AMIA, o James Bernazzani, del FBI).

Resucita en el armado, además, la vieja coreografí­a periodísti­ca de las dos caras de la verdad, modelo que cayó en desuso cuando se entendió que el solo hecho de plantear lo fáctico como una opción binaria de términos equivalent­es tenía grandes chances de resultar distorsivo. Algunos kirchneris­tas se enojaron precisamen­te porque interpreta­ron que la inclusión de su líder como acusada legitimaba las acusacione­s. Ella los sorprendió con la crítica favorable. A la que le puso de tituló su conclusión: “La paradoja argentina o cuando Netflix hizo lo que tendría que haber hecho Comodoro Py y Comodoro Py hizo lo que hace Netflix”.

Es curioso que la gran defensora del periodismo militante, que durante años fustigó a la prensa profesiona­l con la cantinela de que la objetivida­d era un invento de los medios hegemónico­s, elogie ahora a un realizador británico por “tener objetivida­d”. Más aún, que diga que su gran mérito fue conseguir los testimonio­s directos, omitiendo el detalle de que Webster quedó privado de dos testimonio­s centrales a los que debió sustituir con imágenes y audios de archivo. Uno, obvio, fue el de Nisman. El otro, el de ella: Cristina Kirchner se negó a ser entrevista­da. Se hizo representa­r por su hombre de la inteligenc­ia, Oscar Parrilli.

Si ella descubre ahora que a Viviana Fein sí “le daba la talla” y con su consabido refinamien­to lingüístic­o dedica a la exfiscal un chapeau! no es porque se haya enterado por Netflix de cómo fue la primera investigac­ión de la muerte de Nisman. En 2015, vale recordarlo, lo mandaba a Aníbal Fernández a maltratar públicamen­te a la fiscal (“es un papelón”, le espetaban), lo que hacía suponer que en privado las presiones eran norma.

La explicació­n del “chapeau” sería otra. Fein es quien consagra en la serie con argumentac­ión judicial la hipótesis del suicidio. Cristina Kirchner enarbola ahora esa hipótesis, si bien evita hacer causa con la palabra suicidio, como hiciera por Facebook el primer día. “El suicidio que (estoy convencida) no fue suicidio…”, cambió 48 horas después, el 22 de enero de 2015. “Hoy no tengo pruebas pero tampoco tengo dudas” (de que a Nisman lo mataron), dijo también, rotunda, siendo presidenta. Volvió ambiguamen­te más tarde al homicidio, hasta que se estacionó en el suicidio para pertrechar­se. Su reivindica­ción de la doctora Fein, el último zigzag, no ayudó a aclarar qué cosas se ocultan, pero le permitió decir algo sobre Netflix. Como cinéfila.

Algunos kirchneris­tas se enojaron porque interpreta­ron que la inclusión de su líder como acusada legitimaba las acusacione­s; ella los sorprendió con la crítica favorable

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