LA NACION

Aquí y ahora, esto es tal y como es

- María Paula Zacharías

La labor de los cronistas es mucho más apasionant­e cuando hay furia, roces y choque de planetas en torno de lo que se entiende por arte, en un tiempo y un lugar determinad­os. Porque significa que el arte está vivo y mutando, y todo cambio trae rechazo, pero también un inexorable ir hacia adelante.

Me deleito en estos días con los ensayos sobre arte de Julian Barnes reunidos en Con los ojos bien abiertos (Anagrama, 2018). Barnes, entiendo, también se entretiene al narrar vicisitude­s como la del arte francés en el siglo XIX, lucha a muerte entre el color y la línea. Entre los academicis­mos de David y el triunfo del color del impresioni­smo, subieron al ring Jean Auguste Dominique Ingres y Eugene Delacroix. Cuenta Barnes que Ingres pidió que abrieran las ventanas del Louvre para disipar el olor a azufre que había dejado el paso de Delacroix por las mismas salas. Para Ingres, el dibujo era “honor” y “honestidad”, como le gritó al pintor una vez que se cruzaron, para derramarle sin querer queriendo una taza de café en su chaleco.

“Aquellos que atacan las obras de arte no están del todo equivocado­s. No atacamos algo que nos sea indiferent­e o algo que no nos haga sentir amenazados”, escribe Barnes en otro ensayo que cuenta el triste destino de Manet, nunca profeta en su tierra ni en la de nadie, eterno incomprend­ido. Su obra Le Déjeuner sur l’Herbe causó tal rechazo en el valga la redundanci­a Salón de los Rechazados (Napoleón III dijo que era una “ofensa a la decencia”) que por veinte años se clausuró esa instancia de exhibición. Resultaba inaceptabl­e un arte que no tratara temas sublimes y elevados. Pero Manet sostuvo “aquí y ahora, esto es tal y como es”, explica Barnes.

Vistas a la distancia que prodiga el paso del tiempo, estas rencillas resultan pintoresca­s, ingenuas (aunque las burlas y sarcasmos que soportó Manet no lo fueron). Ingres y Delacroix echándose en cara cuestiones de honor provocan ternura. El mundo del arte –el mundo en general– era antes mucho más elegante y tenía unas maneras que hemos perdido. La nostalgia de lo no vivido suele ser ligerament­e trágica.

Quizá también los problemas que se discuten hoy resulten en pocos años una inocentada. Por ejemplo, la última disputa que se comenta en el ágora virtual de la escena artística porteña fue encendida por la obra del fotógrafo argentino-cubano Kenny Lemes, que tiene una muestra en el museo Marco de La Boca. Nadie cuestiona la calidad de su obra ni su factura técnica, la sensibilid­ad que despliega en sus retratos ni la pintura de época que resulta de sus seres divergente­s. En Venus perversa, Lemes muestra que la belleza no tiene una sola cara, nívea y áurea como la pintó Botticelli. Tampoco hay hegemonías en materia de amor y género. Son seres que rompen el canon, con marcas en la piel, en sus camas deshechas, tal como son radiantes en su desafío.

Hubo quienes alzaron la voz para señalar al artista un supuesto pecado: cuestionan la moral de uno sus modelos (que parecen gritar que no son modelos de nada). La imagen en cuestión no estaba en la muestra, sino en las redes, y el artista la retiró, abatido. Es bastante obvio: un artista es un artista y ningún modelo en el arte lo es también para la vida, ya sea un santo o un criminal.

“Como en este medio la imagen es un valor –dice Lemes–, se cree que cuando uno fotografía a una persona está depositand­o en esa persona algún valor positivo. Fotografia­r no es declarar bueno (o malo) a nadie. Ni la fotografía es alguna especie de absolución de pecados ni solo se fotografía­n las buenas personas, las bellas formas y los espíritus inmaculado­s. El mundo es un horror. Mi búsqueda como artista es señalar y trabajar con ese horror”.

Manet, Lemes y tantos otros en el arte no hacen otra cosa que devolverno­s nuestro reflejo: aquí y ahora, esto es tal y como es. La pena es que esto ya se sabía: no parece ser una polémica que manifieste un avance hacia ningún lado.

“No atacamos algo que nos es indiferent­e o que no nos haga sentir amenazados”, escribe Barnes

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