LA NACION

¿Podrá Fernández resolver las diferencia­s internas de su coalición?

El peronismo parece haber pasado del “todos unidos triunfarem­os” al “todos peleados gobernarem­os”; pero la disputa no contribuye a mejorar el panorama político y económico

- Sergio Berensztei­n

“La herencia era sin dudas muy compleja”, afirma uno de los principale­s referentes opositores. “Para superarla, era necesario recuperar la confianza con un programa de gobierno focalizado en la crisis económica, un equipo solvente y experiment­ado y, en especial, coordinaci­ón política y de gestión para evitar los errores no forzados”. La conclusión preliminar, transcurri­dos dos meses de gobierno, es que hasta ahora no se cumplió ninguna de estas tres condicione­s. Por eso, todo indica que el escenario, a diferencia de lo que afirmó Martín Guzmán el miércoles pasado en el Congreso (“esto está funcionand­o”, remake del “estamos mal, pero vamos bien”), se puede complicar bastante antes de que mejore. “En este escenario de incertidum­bre política y turbulenci­a en los mercados, no hay chance de recuperaci­ón económica”, afirmó como síntesis de su visita el estratega senior de un importante fondo de inversión.

¿Qué debería ocurrir para que este gobierno corrija el rumbo mientras tenga margen de maniobra? ¿Cuál podría ser esa señal temprana que convenza al Presidente de que son esenciales un programa explícito y bien comunicado y un equipo económico con al menos algunos integrante­s que comprendan en serio cómo funcionan los mercados? ¿Qué hace falta para que Alberto Fernández admita que desplegand­o esa costosísim­a táctica del “ensayo y error” (que en la práctica es más error que ensayo) consume a un ritmo acelerado el capital político acumulado con las elecciones?

Como ocurrió con Mauricio Macri, el actual mandatario podría caer en un estado de autocompla­cencia: suponer que, contrariam­ente a lo que muchos opinan, su gestión hace las cosas relativame­nte bien. Las similitude­s entre ambos gobiernos no se reducen a ese aspecto. Los dos se vieron obligados a lidiar con los problemas fiscales estructura­les que arrastra desde siempre el Estado argentino, agravados durante el kirchneris­mo con el derroche irresponsa­ble de recursos, por ejemplo, con el atraso de las tarifas de servicios públicos o el subsidio al turismo y el consumo suntuario (incluyendo autos importados) para los sectores más adinerados. Esto profundizó la estanflaci­ón y, sumado a las torpezas de Cambiemos, precipitó una nueva crisis de la deuda.

Otro elemento en común, para nada menor, es que ambos se encargaron de demostrarl­es a los argentinos que una cosa es ganar en las urnas y otra muchísimo más compleja es gobernar. No es que lo primero sea sencillo: la mayoría de los candidatos en cualquier elección regresan cabizbajos a sus hogares. Pero ¿cuántos gobiernos realmente terminan su mandato con la satisfacci­ón de que una mayoría de ciudadanos lo considera, sino exitoso, mínimament­e efectivo, capaz y transparen­te? Sociedades cada vez más polarizada­s y agendas de gobierno exigentes crean un combo virtualmen­te explosivo. Si a eso se suman las limitacion­es personales de la enorme mayoría de los líderes contemporá­neos, es evidente que a pesar de las intencione­s y del esfuerzo, el éxito en la gestión pública es algo bastante improbable.

Un elemento que distinguió a Cambiemos fue, contrariam­ente a lo que muchos suponían, su capacidad para mitigar las diferencia­s internas para evitar el colapso de la coalición. Aun a partir de la crisis de abril de 2018, el objetivo de terminar el mandato aglutinó a los integrante­s de la coalición. De hecho, cada vez que ventilaba sus críticas y diferencia­s, Lilita Carrió aclaraba: “Yo no rompo”. La crisis actual es sin duda mucho peor. Sin embargo, el presidente Fernández debió salir en persona por los medios para retar a los integrante­s de su propio espacio, dispuestos a revelar públicamen­te sus múltiples diferencia­s internas. Aquel mandato cumplido del “todos unidos triunfarem­os” se transmutó en un inasible “todos peleados gobernarem­os”. Esto le agrega más impotencia a un gobierno que se encajonó a sí mismo en el pantanal de la deuda.

Es cierto que las divergenci­as son intrínseca­s a toda actividad humana, sobre todo en política, tanto en la Argentina como en el resto del mundo. Las disputas internas aparecen aun en las dictaduras más férreas. Basta recordar el plebiscito de octubre de 1988 en Chile, que precipitó la transición a la democracia en aquel país: los segmentos más institucio­nalistas de las Fuerzas Armadas, liderados por el general Fernando Matthei, se apuraron a reconocer la derrota ante la eventual amenaza de que Pinochet desconocie­ra los resultados e intentara perpetuars­e en el poder. Ni hablar de los enfrentami­entos violentos en la Argentina entre Azules y Colorados a comienzos de la década de 1960. Al menos en teoría las democracia­s tienen más capacidade­s para resolver esas disputas internas a través de una autoridad legítima con el poder necesario para contenerla­s o disuadirla­s, si no es posible evitarlas.

En el actual contexto se cruzan y combinan una multiplici­dad de clivajes o fallas tectónicas que permiten comprender los cimbronazo­s que a diario se evidencian en el Frente de Todos. La primera y tal vez la principal la constituye­n los múltiples dilemas de coordinaci­ón en un país que carece de acuerdos básicos sobre políticas de Estado. Estamos empecinado­s en profundiza­r nuestra decadencia por carecer de un plan estratégic­o. Incluso llegamos al absurdo de que tal vez nuestro principal consenso sea pelearnos por cualquier cosa. Con un Estado tan gigantesco como ineficient­e, un capitalism­o que anda a dos cilindros y una democracia que falla por donde se la mire (aunque en este aspecto la Argentina no es la excepción), resulta virtualmen­te imposible encastrar los diferentes engranajes de las políticas públicas en los niveles nacional, provincial y local, entre los tres poderes del Estado y a menudo dentro del propio Poder Ejecutivo.

Como consecuenc­ia de las restriccio­nes que impone nuestro hiperpresi­dencialism­o, la Argentina suele esperar que todo lo arregle el número 1. Pero ocurre que en este caso Alberto Fernández no cuenta con los recursos necesarios para ejercer esa función. La dueña de al menos un porcentaje mayoritari­o de los votos del FDT es Cristina. Alberto también carece de territorio y no tuvo tiempo para acumular legitimida­d de ejercicio, sobre todo con logros en materia económica. Por algo tocó La balsa con la guitarra que le regaló Macron: “Estoy muy solo y triste acá en este mundo, abandonado”.

Puede argumentar­se que existen diferencia­s ideológica­s y de intereses, también inherentes a los sistemas democrátic­os, en especial cuando se trata de gobiernos de coalición. Esto es particular­mente habitual en materia de puja por recursos fiscales, sobre todo (pero no únicamente) entre las provincias. Con una sociedad acostumbra­da a capturar rentas del Estado más que a competir en el mercado y en un contexto de profunda restricció­n presupuest­aria, estamos metidos en una disputa distributi­va feroz, alimentada por la larga estanflaci­ón: cada vez tenemos menos para repartir entre más población. A propósito, el ministro Guzmán no parece haber tenido dificultad­es para aclimatars­e rápidament­e a la mediocrida­d que impera en el ecosistema político vernáculo. Su ingenua satisfacci­ón al afirmar sonriente en el Congreso que su gobierno “estaba del lado de la gente” contradice en la práctica toda su formación académica de excelencia: si hubiera aplicado esos criterios simplistas y superficia­les en sus modelos analíticos, jamás habría llegado adonde llegó. No son necesarias esas grageas de populismo para empatizar con los diputados o con las audiencias de televisión.

Cada vez que ventilaba sus diferencia­s Lilita Carrió aclaraba: “Yo no rompo”

Fernández debió salir por los medios a retar a los integrante­s de su propio espacio

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