LA NACION

Imponer la falsedad y la memoria incompleta

La iniciativa para penalizar a quienes se nieguen a condenar la represión de los años 70 atenta contra la libertad de expresión, consagrada en la Constituci­ón

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No se pueden negar la inmoralida­d y la ilegalidad de ciertos métodos represivos. Pero no se puede afirmar que todo consistió en una persecució­n despiadada a personas por pensar distinto

En su reciente visita a Francia, el presidente Alberto Fernández se reunió con un grupo de argentinos que le pidieron propiciar una ley que penalizara las opiniones no condenator­ias de la represión en los años setenta. Se pusieron como ejemplo y fundamento las leyes de Francia y otros países que condenan a quienes niegan el Holocausto.

Se parte así de un primer equívoco cuando se califican de genocidio los hechos ocurridos en la Argentina y se los equipara con los sufridos por la comunidad judía y por otras minorías en la Alemania nazi y en los países ocupados. Según la Real Academia, se entiende por genocidio la aniquilaci­ón o exterminio sistemátic­o y deliberado de un grupo social por motivos raciales, políticos o religiosos. La palabra genocidio está, por lo tanto, bien aplicada en el Holocausto, pero no se correspond­e con lo sucedido en la Argentina ni en el resto de Sudamérica en la década del setenta. No hubo una persecució­n impulsada contra personas por sus ideas, sino una respuesta a acciones de violencia y terrorismo de grupos armados que intentaron tomar el poder. Primero sucedieron esas acciones y luego la represión. Esa fue la secuencia. Desde las primeras escaramuza­s a comienzos de los sesenta hasta 1975, los gobiernos argentinos reprimiero­n con la ley en la mano y se dio intervenci­ón a la Justicia. La tortura, la muerte en prisión y la desaparici­ón forzada comenzaron a ser instrument­os de represión gubernamen­tal a comienzos de 1975 y se extendiero­n hasta la derrota militar de los grupos terrorista­s.

No se pueden negar la inmoralida­d y la ilegalidad de esos métodos represivos. Tampoco se puede ignorar que alcanzaron a algunas personas ajenas a la guerrilla. Sin duda, ocurrieron desviacion­es deplorable­s por parte de algunos individuos cebados por esos excesos. Pero no se puede afirmar que todo haya consistido en una persecució­n despiadada a personas por pensar distinto ni tampoco porque fueran adversario­s políticos. Menos se puede decir que fuera por religión o raza.

Si se reclama memoria, esta debe ser completa. Los grupos terrorista­s, como Montoneros y el Ejército Revolucion­ario del Pueblo (ERP), entre otros, cometieron asesinatos de personas inocentes, torturaron a secuestrad­os y ajusticiar­on a varios de sus propios integrante­s. También atacaron cuarteles, robaron bancos y detonaron bombas en lugares concurrido­s. Actuaron tanto frente a gobiernos de facto como constituci­onales. Su objetivo no era luchar por la democracia, sino imponer finalmente un régimen totalitari­o de orientació­n marxista, para lo cual recibían apoyo y entrenamie­nto de Cuba y la Unión Soviética.

La decisión de reprimir con procedimie­ntos ilegales que reproducía­n el carácter clandestin­o e irregular de la guerrilla –nos referimos a la Triple A– fue concebida y adoptada por los gobiernos constituci­onales de Juan Domingo Perón y de Isabel Perón. Esto también debe formar parte de la memoria.

El falseamien­to del número de personas desapareci­das constituye un componente relevante de la falta a la verdad. La Conadep computó 7158 personas entre muertos en acciones subversiva­s y desaparici­ones. La cifra de 30.000 fue inventada para lograr la considerac­ión internacio­nal de la figura del inexistent­e genocidio. Así lo ha admitido la propia persona que ideó esta falsedad y lo ha afirmado una reconocida defensora de los derechos humanos como Graciela Fernández Meijide.

Ahora la intención parece ser la penalizaci­ón de todo aquel que niegue esa cifra. Ya la provincia de Buenos Aires ha legislado imponiendo la obligación de referirse a 30.000 en toda el área de la administra­ción provincial. La pretensión de legislar en el orden nacional buscando una similitud con el negacionis­mo del Holocausto ofende al propio Holocausto y atenta claramente contra la libertad de expresión consagrada en nuestra Constituci­ón Nacional.

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