LA NACION

Que siga el baile

- Nora Bär

Hace dos o tres años, durante un viaje de trabajo a Alemania para aprender sobre los “programas de estudio dual”, que permiten formarse en una de las 350 profesione­s oficialmen­te reconocida­s en ese país combinando la tarea laboral con cursos universita­rios, tuve una dicha inesperada: como parte de la visita, durante algunas horas recorrimos la ciudad de Colonia (en alemán, köln), donde muchos años antes había nacido mi papá y que nunca había tenido la oportunida­d de conocer.

Fue un paseo a vuelo de pájaro, ya que solo pudimos atisbarla desde un micro. Poco queda de la historia milenaria de esta urbe que fue colonia romana y cuya fundación data del 50 d.C. De la destrucció­n causada por los constantes bombardeos de la Segunda Guerra Mundial solo se preservaro­n la Catedral, que por su altura (157 metros) era utilizada como punto de referencia de los aviones aliados, y un par de sus antiguas puertas de piedra.

Fue en ese paseo, al que asistí conmociona­da por las vivencias que despertaba, donde me enteré de que allí se celebra el Carnaval más largo del mundo: lo llaman “la quinta estación” y dura desde el 11 de noviembre, día en que comienza con un pistoletaz­o a las 11.11, hasta el miércoles de ceniza que marca el inicio de la Cuaresma, a fines de febrero o principios de marzo.

El Carnaval de Colonia es casi tan antiguo como la ciudad, cuando se danzaba y se bebía en honor a Dioniso y Saturno. Al parecer, las celebracio­nes eran bastante salvajes. En el siglo XVIII se impusieron las máscaras y los disfraces, inicialmen­te para preservar de la exposición pública a la aristocrac­ia y las familias adineradas. Ya en las últimas épocas se fue institucio­nalizando y hoy existen unas 160 sociedades abocadas a organizar las festividad­es.

Una tradición singular es que hay una jornada en la que las mujeres toman el poder y se convierten en protagonis­tas, salen a la calle con tijeras en mano, cortan corbatas como símbolo de igualdad y dan un beso a cambio.

En Carnavales y fiestas de locos (Librairie Arthème Fayard, 1983), Jacques Heers cuenta que “al principio, el Carnaval no es más que una procesión como tantas otras”, una danza que recobra recuerdos muy antiguos vinculados con los dioses silvestres y las fuerzas de la naturaleza. Ciertos autores siguen la huella de esta tradición hasta las bacanales, las fiestas de la tierra, del vino, de los bosques. Es, dice Heers, “una ceremonia que exalta la alegría de vivir y la prosperida­d”, un festín de la abundancia en el que las personas, a la hora de beber, comer y divertirse, no se preocupan de las prohibicio­nes. Y más adelante agrega que “el Carnaval lanza y despliega por la ciudad una cabalgata desenfrena­da, una de esas alegres procesione­s que puntúan la estación de las fiestas, divierten a los curiosos y mezclan a las multitudes”.

En esta parte del mapa, también hay ciudades en las que las comparsas, las murgas y el frenesí visual convocan anualmente a divertirse como si el mundo se terminara mañana.

En el siglo XX, el ícono porteño de esas fiestas era Alberto Castillo, que había sido ginecólogo antes de convertirs­e en cantante. Tal vez su mayor éxito fuera precisamen­te “Siga el baile”, el candombe que cierra el film Luna de Avellaneda y cuya letra resume el espíritu de la celebració­n: “Ven a bailar,/Te llevaré en las alas/De mi loca fantasía,/ Quiero olvidar/Con besos nuestras penas,/Torbellino de alegría”.

Por alguna razón (¿la crisis económica?, ¿los cambios de hábitos?), nuestros carnavales apenas se mantienen en pie gracias a los heroicos cultores de una estética que fue erosionánd­ose poco a poco en el último cuarto de siglo. En San Juan y Boedo, por ejemplo, acaba de cerrar Sur, el tradiciona­l bar que tantas comparsas debe de haber visto pasar. Acaso por última vez recibe, mudo, el eco de los tambores que nos remontan a 1940.

En San Juan y Boedo acaba de cerrar Sur, el tradiciona­l bar que tantas comparsas debe de haber visto pasar

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