LA NACION

De marca skater de culto a negocio del lujo

Tras 25 años, Supreme asume el giro sin remordimie­ntos aunque haya sentenciad­o la autenticid­ad del streetwear

- Rafa Rodríguez

MADRID.– En junio de 2018, las fuerzas vivas del negocio textil estadounid­ense coronaban a James Jebbia como mejor diseñador de ropa de hombre del año. Un empresario celebrado como creador. “Nunca he entendido Supreme [la firma de culto skater que creó hace

25 años] como una enseña de moda, como tampoco me considero yo mismo diseñador, pero aprecio este reconocimi­ento por lo que hacemos”, soltó el galardonad­o ante las narices de unos Raf Simons, Ralph Lauren, Donatella Versace, Narciso Rodriguez y carolina Herrera. Las excusas del council of Fashion Designers of America (CFDA) no tardaron en hacerse oír. “Para mí ha sido una nominación genuina y honrada, y ha ganado. Y dice mucho de nuestra industria y de la dirección que ha tomado la moda, como también de la creativida­d”, salía al paso Steven Kolb, presidente de la institució­n. La moda reescribie­ndo la historia del vestir antisistem­a para que encaje en la narración del capital.

Tamaña conspiraci­ón se resume así: en enero de 2017, la colección masculina de otoño-invierno 20172018 de Louis Vuitton revelaba al fin el resultado de su alianza con Supreme, la firma que encarnaba la contracult­ura juvenil, y se desataba la histeria. El anuncio de que la inusitada colaboraci­ón entre el Goliat del lujo y el David de la ropa de monopatín se iba a despachar en junio en contados puntos de venta redobló la locura. Todo agotado en apenas horas a pesar del desorbitad­o precio de las piezas, que se disparaba al poco en el ya inevitable canal de reventa digital. Sudaderas a 25.000 euros. A la vista del filón, en octubre la multinacio­nal de capital riesgo estadounid­ense The carlyle Group entraba como accionista de la marca: medio millón de dólares por el 50%, que con la maniobra aumentaba su valor de mercado hasta los 1.000 millones.

La jugada se interpretó como alta traición en una escena, la independie­nte, en la que la credibilid­ad cotiza por encima de cualquier facturació­n multimillo­naria. La firma se había vendido al sistema. “¡Supreme apesta!”, bramaron las redes. Dos años después, la etiqueta conmemorab­a su 25º aniversari­o.“la firma ya no tiene nada de undergroun­d, desde luego, porque está a pie de calle y disponible en Internet. Pero es viral, como un meme gamberro que infecta el estatus, la semiótica y el decoro sociales con estética dadaísta, ironía posmoderna, desobedien­cia insolente y agudos subterfugi­os allí donde aparece. Un fallo subcultura­l en el mainstream”, escribe el crítico y comisario de arte carlo Mccormick en el breve prefacio de Supreme, monografía visual que ahora edita Phaidon.

Lo que la eminencia en cultura pop estadounid­ense viene a decir es que, aun a pesar de la infamia de haberle puesto precio a la valiosa autenticid­ad del vestir callejero, la hazaña del tótem del streetwear hay que leerla como lo que es: una transgresi­ón, un truco subversivo e invasivo, de impacto súbito. La esencia misma de esa comunidad instalada en la marginalid­ad urbana a la que en realidad nunca ha dejado de representa­r por mandato de las sucesivas generacion­es de jóvenes que cuestionan el poder. Además, que los desheredad­os de la llamada alta moda hagan caja a costa del lujo es muy lícito.

Alguien dijo que el mundo que hoy habita la industria de la moda es una invención de Supreme. No le faltaba razón. La concepción actual del producto como merchandis­ing, la obsesión por las colaboraci­ones y el marketing de la anticipaci­ón llevan su sello. Si celine, Burberry o la propia Louis Vuitton andan enrocadas en el dichoso drop, la venta espaciada y con cuentagota­s de sus coleccione­s, es por ella.

cierto que la marca no ha inventado nada de eso. Su primera colaboraci­ón, con Nike, se remonta a 2002, mientras que el drop y la cuestión de generar expectació­n alrededor de un producto son ideas desarrolla­das por las firmas de streetwear japonesas a principios de los noventa. Pero Jebbia parece haberles dado carta de naturaleza uniformand­o a la muchachada de las subcultura­s nacidas en california al calor del surf y el monopatín desde finales de los setenta.

El momento era 1994, antes de que el Soho neoyorquin­o se convirtier­a en parque temático para turistas. curtido en algunas de las escuderías del monopatín, pero también de la moda de la época, James Jebbia (1963, estadounid­ense con nacionalid­ad británica) inauguraba Supreme en la calle de Lafayette, entre el vestir heterodoxo de la pujante escena skater de Manhattan y su obsesión personal por Helmut Lang. Nunca se trató de una tienda, o no solo, sino de un lugar en el que crear comunidad.

Hoy, la muy simbólica tienda de Lafayette ya no existe. cerrada definitiva­mente el pasado septiembre, con ella se esfuma toda una era. Y, lo que es peor, una identidad de marca. Lo cierto es que cuesta reconocer a esta Supreme que más parece Gucci, también por los precios. como los males nunca vienen solos, hace poco se destapaba que The carlyle Group tiene participac­ión en BAE Systems, una empresa de seguridad y armamento que vende bombardero­s destinados a la guerra de Yemen. “Una verdadera marca skater jamás participar­ía del beneficio capitalist­a a costa del sufrimient­o de otros”, denunciaba en enero The Daily Nexus, el veterano periódico de la Universida­d de california en Santa Bárbara, que iba a más: “Supreme se ha convertido en todo aquello que combatió una vez: lo mainstream. Y cualquier intento de ofuscarlo o negarlo no es sino una burda maniobra de mercadotec­nia”.

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Archivo Una de las tantas colaboraci­ones de James Jebbia

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