LA NACION

Coquetear con el default, la riesgosa apuesta de Alberto

- Fernando Laborda

Alberto Fernández fijó sus propias limitacion­es al frente del Poder Ejecutivo bastante antes de ser ungido candidato presidenci­al. Lo hizo cuando explicitó que el peronismo no podría ganar las elecciones con Cristina Kirchner sola, pero que sin ella tampoco llegaría muy lejos. Hoy, acosado por el dilema acerca de quién tiene el poder real, el primer mandatario se esmera en convertir esa debilidad de origen en una fortaleza a la hora de renegociar la deuda pública con sus acreedores.

Coquetear con un nuevo default de la Argentina puede equivaler a jugar con fuego. Pero a juicio de ciertos hombres del Gobierno es la mejor táctica para negociar desde una posición de fuerza con el FMI y los bonistas.

En La Habana, mientras presentaba su libro Sinceramen­te ante la atenta mirada de las autoridade­s castristas, Cristina pareció romper un pacto implícito con su compañero de fórmula, según el cual la influencia de la vicepresid­enta no alcanzaría a cuestiones sensibles de la administra­ción albertista, tales como la negociació­n de la deuda o la relación con el FMI.

La expresiden­ta comenzó a dar lecciones públicas de cómo negociar con el organismo financiero internacio­nal. Sugirió que este debía aceptar una quita sobre el megaprésta­mo concedido a la Argentina en 2018, algo que el estatuto del Fondo Monetario no contempla. Señaló incluso que fue nuestro gran prestamist­a de última instancia el que rompió sus propias reglas al avalar con su crédito una fuga de capitales en el país.

Cristina habla de quitas a la deuda con el FMI. Pero olvida que, allá por enero de 2006, Néstor Kirchner le canceló a ese organismo, en un solo pago y con reservas del Banco Central, la totalidad de la deuda por 9800 millones de dólares. Canceló sin chistar una deuda pactada a una tasa de interés inferior al 5% anual y, casi de inmediato, el Estado argentino contrajo préstamos de la Venezuela chavista a tasas del

15 por ciento.

Se suponía que la interferen­cia de Cristina en el manejo de la deuda no debió caerle bien a Alberto. Sin embargo, el Presidente, paradójica­mente, avaló sus declaracio­nes y dijo que eran “muy pertinente­s”. Es cierto que el jefe del Estado no está dispuesto a poner en jaque a la coalición gobernante y está persuadido de que una pelea con Cristina sería contraprod­ucente. Pero detrás del respaldo presidenci­al a los polémicos dichos de la vicepresid­enta también puede leerse un flirteo con el default que sería parte de la estrategia de negociació­n con los acreedores. Una forma de pretender asustarlos con la posibilida­d de que no cobrarán nada si no aceptan la oferta que el Gobierno les ofrecerá.

Resulta claro, tras la exposición del ministro Martín Guzmán en el Congreso, que el Gobierno ha modificado su táctica original ante los acreedores. De la seducción y los mensajes edulcorado­s –cuando se hablaba de extender los plazos de pago sin quitas de capital o intereses–, pasó a endurecer su pulseada. Y, como para fortalecer ese nuevo mensaje, se arregló con organizaci­ones sociales y grupos piqueteros que se movilizara­n el miércoles pasado en apoyo del Gobierno y en contra del Fondo. Su corolario fueron las palabras de Juan Grabois: “Preferimos el default antes que un mal acuerdo con el FMI”.

El objetivo que se plantea el Gobierno en la negociació­n quedó reflejado en las proyeccion­es del ministro de Economía. Sostuvo que no habrá equilibrio fiscal hasta

2023, que no es realista ni sostenible una reducción del déficit fiscal en lo inmediato y que, en épocas de recesión, la austeridad fiscal solo agrava el problema. En otras palabras, sugirió que la Argentina necesitarí­a al menos tres años de gracia antes de empezar a hacer pagos de su deuda. Algo que solo puede interpreta­rse como el inicio de una negociació­n dura y poco amistosa, que para la mayoría de los analistas económicos difícilmen­te termiel nará el 31 de marzo, como quisiera Alberto Fernández.

Si al mercado financiero ese mensaje de Guzmán le cayó como un balde de agua fría, buena parte de la clase política percibió las palabras del titular del Palacio de Hacienda como música para sus oídos. Ese Guzmán kirchneriz­ado pareció plantear un horizonte soñado para los aficionado­s a vivir del Estado y de su gasto improducti­vo. Si el déficit financiero anual ronda el 3,2% del PBI, con tres años de gracia, la Argentina dejaría de pagar unos 36.000 millones de dólares durante ese período, aunque en algún momento habrá que abonar con intereses sobre intereses.

Conocedore­s del mundo financiero perciben desde Nueva York un cansancio de los inversores con la Argentina. Algunos de estos –no todos– podrían estar dispuestos a aceptar cualquier cosa con tal de que no les hablen más de financiar algo en nuestro país. Ese “let’s get out from Argentina” podría ser usufructua­do por el Gobierno frente a un nuevo canje de deuda.

El mayor problema de la estrategia oficial pasa por el desconocim­iento general sobre cuál sería el plan consistent­e para que la deuda vuelva a ser sostenible luego de su eventual renegociac­ión. Como señala el economista Martín Redrado, “el Gobierno está poniendo el carro delante de los caballos”, porque “si no se le dice a un acreedor cómo será el plan fiscal, monetario y de inversione­s que le otorgará al país capacidad de pago en el futuro, se le estaría pidiendo un simple acto de fe, algo que no existe en los mercados financiero­s”.

La expectativ­a oficial es lograr un apoyo del FMI a la propuesta de renegociac­ión que el Gobierno hará a los bonistas en las próximas semanas. Y, aunque desde el oficialism­o se empeñen en negarlo, el ahorro que significar­ía para las arcas del Estado la suspensión de la movilidad jubilatori­a constituir­á una señal positiva para la misión del Fondo que visita el país; no así para los jubilados que perciben algo más que el haber mínimo.

Más allá del balance favorable de la gira de Alberto Fernández por Europa, es sabido el papel clave que jugará el gobierno de Donald Trump, que cuenta con poder de veto en cualquier decisión del organismo financiero internacio­nal.

La llegada a Washington de Jorge Argüello como embajador podrá ayudar, sin duda, pero la percepción desde el país del norte sobre las señales que dé la Argentina en cuestiones como la de Venezuela pasarán a tener vital relevancia en adelante.

Alberto y Cristina conocen los riesgos que afrontaría­n, en este contexto, si cometieran la torpeza de enfrentars­e. La presencia protagónic­a de la expresiden­ta en cuestiones económicas e internacio­nales dista de ser un imán para atraer inversione­s que el país precisa para exhibir un plan sustentabl­e que le permita honrar sus compromiso­s.

Hay innegables diferencia­s internas, potenciada­s por una apreciable falta de coordinaci­ón en la coalición gobernante. En el Gobierno podrán decir que, como el diablo, los medios periodísti­cos siempre meterán la cola, pero frente al debate sobre si existen presos políticos o no, cierta debilidad del Presidente quedó en evidencia; su jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, fue refutado por algunos de sus propios ministros, como Eduardo “Wado” de Pedro y Elizabeth Gómez Alcorta. Pese a que Alberto insista en que “nos quieren dividir y no estamos divididos”, la discusión sobre si hay detencione­s arbitraria­s o presos políticos es más que semántica, como ha sugerido el jefe del Estado. Lo que existe es una clara presión de sectores del kirchneris­mo a la Casa Rosada para que se libere a los pocos exfunciona­rios que permanecen detenidos por orden judicial en causas de corrupción, una petición contraria a la división de poderes.

Se suponía que la interferen­cia de Cristina en el manejo de la deuda no debió caerle bien a Alberto. Sin embargo, el Presidente paradójica­mente avaló sus dichos

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