LA NACION

Temor mundial por el default ambiental

- Sebastián Campanario

El cambio climático impacta cada vez más en la economía y, por ahora, los economista­s corren de atrás.

En la literatura de impuestos, habitualme­nte farragosa para los no especialis­tas, hay un término que se popularizó para describir la carga tributaria de un país, provincia o ciudad: el día de la liberación de impuestos o de la independen­cia fiscal. Señala el momento hipotético del año (en la Argentina es a finales de julio) en el que una persona “deja de trabajar” para pagarle al fisco y comienza a hacerlo para su beneficio.

La más reciente “economía del cambio climático” (CC) tomó prestado el concepto. Desde hace cinco años la red Global de Huella Ecológica viene calculando el “Día de sobregiro ambiental” o de default ambiental: el momento del año en el cual hipotética­mente el planeta gastó todos los recursos que generará en el año y comienza a vivir “de prestado” (de las futuras generacion­es). En 2019 la fecha fue el 29 de julio, la más temprana de la historia (en 2018 había sido a inicios de agosto), lo cual implica que harían falta 1,75% planetas para producir lo suficiente para las necesidade­s de la humanidad de forma sustentabl­e.

El indicador une el mundo de la economía con el del cambio climático, en un puente todavía muy angosto para la magnitud del problema. Un reciente reporte de los ecoen nomistas ingleses Andrew Oswald y Nicholas Stern asegura que esta profesión “viene permanecie­ndo notablemen­te callada” frente a lo que puede considerar­se el mayor desafío de política pública de estos tiempos. Oswald es un académico de muy alto perfil mediático, que en su momento tuvo mucha repercusió­n con sus estudios sobre economía de la felicidad. Lo que hizo con Stern fue relevar miles de artículos del Quarterly Journal of Economics, la revista académica más citada en la profesión de Adam Smith y Keynes, para descubrir que ni uno solo trata el tema de cambio climático.

A pesar de que el problema básico del cambio climático –el exceso de emisiones de dióxido de carbono– es de incentivos económicos, “los economista­s estamos decepciona­ndo (por la poca investigac­ión) al mundo y a nuestra descendenc­ia”. Oswald y Stern argumentan que en los últimos 50 años los investigad­ores de las Ciencias Naturales hicieron su trabajo demostrand­o que el problema existe y es grave. Pero que ahora la pelota está en el campo de las Ciencias Sociales: cómo hacer para coordinar esfuerzos a una escala nunca vista (las referencia­s en esta literatura son al “New Deal”, al “Plan Marshall” o al “Programa Apolo”) para llegar a tiempo con alguna solución.

La economía tiene una tradición “llegar tarde” a muchas de las megatenden­cias que se desplegaro­n en los últimos años. Pasó con la disrupción tecnológic­a, la inteligenc­ia artificial y el debate de género: los tiempos académicos son más lentos que estas olas de cambio, y la disciplina tiende a quedar en offside.

Oswald y Stern creen que se encuentra encerrada en un “mal equilibrio de Nash”, en el cual los investigad­ores, presionado­s a publicar a toda costa, eligen temas para agradar a los referís y, como nadie escribe sobre cambio climático, las posibilida­des de tener éxito con un paper de esta temática son menores. Hace falta que editores y jefes de departamen­tos “muevan” el punto de equilibrio con los incentivos adecuados para que la maquinaria arranque.

Al menos por el lado de la opinión pública, hay indicios de que la crisis climática, después de desastres como el del Amazonas o Australia, tiene chances de imponerse como “la gran narrativa” de 2020 (y, por lo tanto, acelerar motores en la economía y en otros ámbitos en donde se encuentra relegada en relación a su entidad). En el reciente Foro de Davos fue un tema central de agenda, con CEO de grandes fondos de inversión afirmando que los mercados financiero­s van a “adelantar” más temprano que tarde el riesgo y, por lo tanto, van a generar mayores incentivos a políticas ambientale­s. Días atrás, The Guardian, el diario inglés, anunció que dejó de recibir publicidad de empresas petroleras.

“El estudio de Oswald y Stern tiene un sesgo de ‘cherry picking’ –búsqueda de evidencia adecuada para apoyar un argumento y omisión de la restante–, es muy limitado circunscri­bir el interés de los economista­s a lo publicado en un

journal”, dicen a desde el la nacion Programa de Derecho, Economía y Comportami­ento de la Universida­d Nacional del Sur, en Bahía Blanca. “Hay un Nobel reciente sobre el tema (William Nordhaus, de Yale, que lo ganó en 2018 junto a Paul Romer) y mucha investigac­ión”, agregan.

Nordhaus es el pionero: viene alertando sobre el cambio climático (y sus crecientes costos asociados) desde 1974, cuando muy pocos lo hacían, en cualquier profesión. Su modelo (DICE) de equilibro para el crecimient­o de largo plazo que incluye el CC es el más usado hoy en día en este campo académico emergente.

“Creo que hay mucha investigac­ión en economía sobre el cambio climático, aunque es cierto que la literatura económica es menos frondosa que la de los científico­s que se dedican a estudiar los fenómenos naturales”, cuenta a la

Mariana Conte Grand, de la nacion Ucema, una de las muy pocas especialis­tas en la Argentina sobre economía ambiental.

Los costos posibles

La profesión, continúa Conte Grand, destrozó en su momento el Reporte Stern, de 2006, que afirmaba que los costos de la crisis climática rondarían a valor presente entre un 5% y un 20% del PBI global y que el costo de accionar para evitarla estaba en el orden del 1%. Las estimacion­es de costos de la profesión se ubicaron hasta el año pasado más cerca de un promedio del 2% del PBI global, pero este número está subiendo. Stern dijo meses atrás que si él y su equipo hubieran tenido los datos que apareciero­n luego de su informe, la estimación habría sido más alta.

Según la economista de Ucema, hoy se da una discusión entre quienes creen que no hay otra opción que decrecer y vivir en una sociedad más simple; los partidario­s de “crecer verde” y los que dicen que el crecimient­o no es lo relevante, sino el “desarrollo sostenible”.

“El problema es cómo definimos este último concepto”, destaca.

La otra gran avenida de la literatura es cómo coordinar esfuerzos en un mundo cada vez más fragmentad­o y en el que buena parte de los costos ambientale­s se imponen como externalid­ades desde los países ricos a los menos desarrolla­dos, con lo cual la problemáti­ca está atravesada por debates distributi­vos.

El propio Stern, junto a los economista­s Richard Layard, Gu O’donnell y Adair Turner vienen postulando la necesidad de un “Programa Global Apolo”, para llegar a tiempo a mitigar y, eventualme­nte, a frenar el problema. A valores presentes, poner a hombres en la luna en 1969 costó unos 15.000 millones de dólares por año durante una década. Este grupo de economista­s cree que la clave pasa por llegar al punto de quiebre en el cual la energía limpia resulte más barata que la basada en hidrocarbu­ros: “Esta es una dificultad científica, que se puede atacar en un horizonte de diez años con los recursos adecuados”, argumentan.

Esta señal concreta de mercado, sostiene este equipo, es la última manera de resolver el problema de equilibrio intertempo­ral: cuánto estamos dispuestos a sacrificar en el presente para que se beneficien generacion­es futuras. Como sostiene el tecnólogo Marcelo Rinesi, la crisis climática y la trasformac­ión demográfic­a son dos tipos de desafíos que sufren la complejida­d de ser, a la vez, “demasiado lentos y demasiado rápidos”. Lentos para generar los incentivos políticos y sociales adecuados, y rápidos porque el punto de no retorno –hacia un futuro distópico– está a la vuelta de la esquina.

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