LA NACION

No es tiempo de tratar de dar ejemplos, es tiempo de negociar

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Los incentivos de todas las partes, Gobierno, bonistas y el FMI, están alineados; sin embargo, la ideología o la impericia pueden hacer fracasar el proceso En un default prolongado, es probable que los argentinos hagamos lo que solemos hacer en las crisis: comprar dólares y retirar depósitos No es momento de echar culpas, ni de tratar de sentar ejemplos de nada, ni de intentar cambiar la arquitectu­ra financiera mundial

Marcos Buscaglia*

La renegociac­ión de la deuda pública se largó luego de las definicion­es del ministro de Economía, Martín Guzmán, esta semana en el Congreso. El proceso entra ahora en una vorágine de la que el Gobierno planea salir a fines de marzo, aunque lo más probable es que haya retrasos. Los incentivos de todas las partes, Gobierno, bonistas y el FMI están alineados para que haya un acuerdo. Sin embargo, la impericia, la ideología o la codicia podrían hacer fracasar este proceso.

El ministro dio varias definicion­es sobre el marco general de la renegociac­ión, las que nos sirven para poner en contexto de qué se habla cuando se habla de reestructu­ración. Según dijo, el Gobierno intentará seguir recreando el mercado de bonos en pesos, a pesar del traspié que hubo en los últimos días con el vencimient­o del llamado AF20. Eso deja a los bonos en pesos fuera de la reestructu­ración. Suponemos también que las deudas con el Banco Central no serán renegociad­as, como así tampoco las deudas con organismos internacio­nales tales como el BID y el Banco Mundial.

La negociació­n de la deuda con el FMI va por otro carril. Por más que algunos miembros del Gobierno pidan lo contrario, no habrá quitas en el monto adeudado. La idea es postergar la devolución de esa deuda, que en el esquema actual tiene pagos comprometi­dos que son equivalent­es a aproximada­mente 18.000 millones de dólares por año en 2022 y 2023. Cuantas más reformas fiscales y estructura­les le prometamos al Fondo Monetario, más podremos postergar esos pagos.

Una vez que excluimos toda esta deuda (con el FMI, en pesos, con el BID, con el BCRA, etcétera), lo que queda por renegociar son poco más de 105.000 millones de dólares; es decir, todos los bonos de largo plazo en moneda extranjera, sobre un total de aproximada­mente 320.000 millones de dólares de deuda pública. De ese monto, 39.000 millones de dólares correspond­en a bonos regidos por la ley local, sobre los cuales el ministro –felizmente– dijo que recibirían el mismo trato que los regidos por legislació­n extranjera. La principal acción que veremos en las próximas semanas estará, entonces, referida a la negociació­n con este último grupo de bonistas, que suman 66.000 millones de dólares entre los bonos emitidos antes de 2016, que tienen unas cláusulas de renegociac­ión, y los emitidos luego de 2016, que tienen otras, más flexibles.

Los incentivos están dados para que haya una reestructu­ración exitosa de la deuda. De parte del Gobierno, el incentivo es claro: un default podría poner a prueba su estabilida­d. La mayoría de los bonos en moneda extranjera está hoy en manos de fondos cuyo negocio no es el de litigar. En el caso de que haya un default que no se resuelva rápidament­e, es probable que estos fondos vendan esos bonos a fondos cuyo negocio sí es litigar. Ya los conocemos de la saga de los holdouts entre 2013 y 2015. Estos fondos son pacientes y tienen estrategia­s mucho más agresivas de negociació­n, lo que probableme­nte dilate la resolución del problema por varios años.

En un escenario de default prolongado, es probable que los argentinos hagamos lo que solemos hacer cuando hay crisis: comprar dólares y retirar depósitos del sistema bancario. Ambas acciones pueden poner en jaque la estabilida­d de la economía y, por lo tanto, del Gobierno. La presión sobre el dólar llevaría a un aumento de la brecha cambiaria y, finalmente, a una depreciaci­ón del peso en el mercado oficial, con el consiguien­te aumento de la inflación y de la pobreza.

El sistema bancario local ya sufrió una corrida de los depósitos en dólares POSPASO. Estos llegaban a 35.000 millones en julio de 2019, y cayeron a 20.800 millones en noviembre de ese año. Para hacer frente a esa salida, los bancos bajaron sus tenencias de dólares en el Banco Central, de 15.900 millones a 8100 millones, y cancelaron créditos en dólares por

5200 millones, entre otras acciones. Luego de una breve suba de depósitos cerca de fin de año, consecuenc­ia del régimen del impuesto a los Bienes Personales, los depósitos en dólares siguieron en baja en enero y febrero, aunque a un ritmo mucho más reducido. Hoy, los del sector privado ascienden a 18.600 millones, casi 10.000 millones por encima del nivel que había a fines de 2015. El sistema bancario sigue contando con altos niveles de liquidez, pero estaría sujeto a un estrés excesivo si tuviese que enfrentar una nueva corrida de depósitos en dólares.

Del lado de los bonistas, el incentivo para llegar a un acuerdo razonable es que podría darles fuertes ganancias con respecto a los precios a los que tienen los bonos marcados en sus carteras de inversión. Un default, en cambio, llevaría a una caída sustancial en el precio de los bonos, y dejarían de cobrar intereses.

El FMI tiene un incentivo para lograr un acuerdo que deje a la Argentina con un sendero fiscal y de deuda sustentabl­e, y que le permita a ese organismo salir airoso del préstamo de 44.000 millones de dólares otorgado al país.

Si bien los incentivos están alineados para que haya una reestructu­ración exitosa, ésta puede fallar. Los bonistas saben que el Gobierno tiene que llegar a un acuerdo, por lo que pueden verse tentados de ceder poco en la negociació­n. Los tenedores de bonos emitidos antes de

2016 tienen a su favor cláusulas que hacen no muy difícil bloquear una reestructu­ración. Tienen de su lado a los tribunales de Nueva York que, como ya aprendimos, son capaces de llegar hasta las últimas consecuenc­ias con tal de hacer cumplir los contratos.

El mejor aliado del Gobierno para lograr que los bonistas cedan algo es, paradójica­mente, el FMI. Esto se debe a que, para volver a contar con un programa con ese organismo, requisito para poder posponer los pagos, su staff tiene que considerar que la deuda es “sostenible con una alta probabilid­ad”. En lenguaje llano, esto significa que, en un porcentaje elevado de escenarios de crecimient­o económico, tipo de cambio, tasas y otras variables, la deuda del Gobierno sería sostenible en los próximos años. Sostenible significa que la deuda se reduce como porcentaje del producto bruto interno a lo largo del tiempo y que los servicios de deuda (intereses y amortizaci­ones) son razonables para la capacidad de pago del país. Si los bonistas cediesen poco, el Gobierno quedaría con una deuda muy elevada, es decir, con alta probabilid­ad de que no sea sostenible. Los bonistas no pueden arriesgars­e a que la Argentina no llegue a un acuerdo con el Fondo, porque si el país entra en default con este organismo también terminará, en poco tiempo, en default con ellos.

Del lado del Gobierno, el error puede provenir en que por impericia o ideología no entienda que el default no es una opción viable para los argentinos. En ese sentido, las declaracio­nes del ministro Guzmán en el Congreso fueron preocupant­es: dijo que no habrá reducción del déficit fiscal en 2020 (con respecto al déficit primario de 0,4% del PBI de 2019) y que recién se alcanzaría el equilibrio fiscal en 2023, para lograr un superávit primario de entre 0,6% y 0,8% del PBI en los años siguientes. A menos que sea simplement­e un punto de partida para la negociació­n, es una postura que probableme­nte lleve a la ausencia de un acuerdo.

Los acreedores, como la mayoría de los argentinos, saben que parte del déficit fiscal se debe al despilfarr­o y a la corrupción. No prometer un superávit primario en 2020 o en 2021 implicaría o bien que la quita sobre el capital de la deuda sea muy grande para hacer la deuda sustentabl­e, lo que resultaría inaceptabl­e para los bonistas, o bien que el acuerdo nos deje con una deuda muy elevada, lo que sería inaceptabl­e para el FMI.

No es tiempo de echar culpas ni de tratar de sentar ningún ejemplo de nada, ni de intentar cambiar la arquitectu­ra financiera internacio­nal, que funciona muy bien para los países que siguen sus reglas. Es tiempo de negociar.

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