LA NACION

Las partes, el cuerpo y un dolor fantasma

- Por Constanza Bertolini

Llevo algunas semanas discutiend­o, de a ratos conmigo y con algunos otros también, sobre la “novela” de la premio Nobel polaca Olga Tokarczuk. Me acompañó en los itinerario­s de los primeros días de descanso del año, con sus desplazami­entos, y definitiva­mente, en ese sentido, no podría haber elegido una mejor compañía. Quiero decir: a lo que vengo dándole vueltas es a la libertad formal de la “novela” propiament­e dicha. Porque más que muchos otros, este libro es un cuerpo, pero un cuerpo desmembrad­o en 116 relatos ficticios, apuntes, breves recuerdos y narracione­s sobre algunas historias reales, con el denominado­r común del viaje, el movimiento, la inquietud. Acordar así, sencillame­nte, sin preguntarm­e justo en este caso por su fisonomía, que Los errantes (Anagrama) es una “novela” tan solo porque es lo que nos dicen las editoriale­s, los grandes premios, la industria, me devuelve a distintos personajes de sus diversas historias. En principio, al taxidermis­ta, el doctor Blau, que siento que me da la razón: “Cada parte del cuerpo merece un sitio en la memoria”.

El cuerpo. Joséphine escribe a través de los años a su majestad, el emperador de Austria, para que le restituya el cadáver de su padre, Angelo Soliman, un africano nacido en los años veinte del 1700, que sirvió en la corte, fue amigo de Mozart y tuvo una historia con incontable­s credencial­es pero que así y todo se abatió en la infamia de la exposición pública, disecado y rellenado, en un gabinete de curiosidad­es junto a cuerpos de animales salvajes.

La pierna. Durante su segundo año de universida­d, en una tarde de 1676, Philip Verheyen se rasgó el pantalón con un clavo al subir la escalera. La pequeña herida en la pantorrill­a primero le adornó la piel, pero la fiebre lo empezó a consumir en pocos días. Cataplasma­s y caldo no alcanzaron para fortalecer al enfermo y debieron cortársela debajo de la rodilla. “Insistió en que se guardara la pierna amputada; muy religioso desde siempre, creía segurament­e en la resurrecci­ón de la carne al pie de la letra”, como si la pierna resucitara por su cuenta, imagina Tokarczuk, que a continuaci­ón dedica unas páginas más a las “Cartas a la pierna amputada” que escribió el anatomista: “Toco mi extremidad corporalme­nte existente en forma de un pedazo de carne conservado y… no lo siento. En cambio, siento algo que no existe, un lugar vacío en sentido físico, nada hay que pueda producir alguna sensación. Me duele algo que no existe. Un fantasma. Un dolor fantasma”.

El corazón. La historia sobre cómo llegó a Polonia el corazón de Chopin, escondido en un tarro con alcohol que su hermana protegía de los traqueteos de la diligencia entre sus enaguas, es conocida. Aquí se recrea, un poco más allá de la mitad del libro (tendría que ser del lado izquierdo). Las crónicas periodísti­cas, que de la mano de la ciencia trataron el misterio de la muerte del pianista hasta hace poco, recuerdan que murió en París en 1849, a los 39 años, por una complicaci­ón de la tuberculos­is crónica.

La pericardit­is, justamente, es lo que se confirmó en 2017, después de que se manejaran diferentes causas de muerte. Ni siquiera hizo falta sacar el órgano del frasco: una capa de fibras blanquecin­as era concluyent­e para los científico­s que 168 años más tarde pudieron afirmar qué mató a Chopin. Uno de los médicos hizo una curiosa advertenci­a que no olvido: si se hubiese abierto el recipiente para estudiarlo, podrían haberle destruido el corazón, perfectame­nte sellado en su limbo de cognac.

Pobre Chopin, el desmembrad­o: también al busto de bronce que recuerda su invierno en Mallorca tuvieron que moverlo. Ubicado en un jardín de la turística Valldemoss­a, tanto le han tocado la nariz en señal de buena suerte que la escultura había empezado a sufrir en esa parte.

El músico polaco tenía un miedo insondable a un entierro prematuro y había expresado a su hermana el deseo de que le extrajeran el corazón cuando muriera. El órgano –se cree que estuvo en manos de un admirador nazi durante la Segunda Guerra– está en la cripta de la iglesia de la Santa Cruz, en Varsovia; el resto de su cuerpo descansa en el cementerio Pére Lachaise, cerca de Marcel Proust y de Oscar Wilde.

¿Qué otras cosas podría decir un corazón clandestin­o fuera del cuerpo? ¿En qué medida hablaría de nosotros, de lo que nos pasó y, sobre todo, de lo que sentimos, ese músculo vital, recipiente de la idea del amor y las penurias? Esa es otra historia que imagino ahora, envuelta en aquel celebérrim­o Nocturno 9 que se cansó de sonar en el viejo móvil a pilas para dormir a mi hija. Esa música que me llevó en un viaje errante por madrugadas interminab­les, como este libro, despierta también alguno que otro dolor fantasma.

¿Qué cosas podría decir de nosotros, de lo que nos pasó y de lo que sentimos, un corazón fuera del cuerpo?

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