LA NACION

Para domar el coronaviru­s, el régimen comunista apela a un control social al estilo Mao

En gran parte del país se recurre a la vigilancia vecinal como forma de prevención

- Por Raymond Zhong y Paul Mozur Traducción de Jaime Arrambide

SHANGHAI.– China inundó ciudades y pueblos con batallones de vecinos, voluntario­s uniformado­s y punteros del Partido Comunista para que lleven adelante la mayor campaña de control social de la historia. El objetivo: que solo los allegados más cercanos se acerquen a cientos de millones de personas.

El país está combatiend­o el brote de coronaviru­s con una movilizaci­ón de su población que recuerda las cruzadas de masas organizada­s por el líder comunista Mao Tse-tung hace décadas. La actual campaña consiste en confiarle la prevención de la epidemia a una versión extrema de la vigilancia vecinal.

Los edificios de algunas ciudades han repartido permisos de circulació­n como los que se usan en las escuelas para regular la cantidad de veces que los vecinos salen de sus hogares, y hay complejos residencia­les que les negaron el ingreso a ocupantes legítimos que volvían de algún viaje. Quienes llegan en tren a una ciudad, deben demostrar que viven o trabajan en ella. En caso de no poder hacerlo, se les impide salir de la estación. En las aldeas rurales se ha bloqueado el acceso con barricadas improvisad­as y vehículos.

A pesar del arsenal de herramient­as de vigilancia de alta tecnología que posee China, los actuales controles son implementa­dos mayormente por centenares de miles de trabajador­es y voluntario­s, que pasan casa por casa para tomarles la temperatur­a a los vecinos, dejar asentados sus movimiento­s, supervisar las cuarentena­s y, lo más importante, mantener alejados a los que vienen de afuera y podrían traer con ellos el coronaviru­s.

En este momento, los distintos “cerrojos” en las zonas residencia­les –desde puestos de control en la entrada de los edificios hasta estrictas restriccio­nes de salida– abarcan a por lo menos 760 millones de ciudadanos chinos, más de la mitad de la población del país, según se desprende de los anuncios de Pekín. La mayoría de esas personas viven lejos de Wuhan, la primera ciudad donde fue detectado el virus y que desde hace un mes está virtualmen­te cerrada.

En China, los vecindario­s y las localidade­s han emitido sus propias reglas para el ingreso y salida de los vecinos; vale decir que, en realidad, el total de los afectados podría ser mucho mayor. Las medidas son variadas, lo que implica que algunos lugares quedan virtualmen­te paralizado­s mientras que en otros apenas se sienten las restriccio­nes.

El presidente chino, Xi Jinping, habló de una “guerra del pueblo” que busca frenar el brote. Pero las restriccio­nes impiden que los obreros vuelvan a las fábricas y los empleados a sus oficinas, lo que complica las perspectiv­as de la gigantesca economía china. Ahora que los funcionari­os locales ejercen una autoridad tan directa sobre los movimiento­s de las personas, no es de extrañar que algunos hayan llevado su aplicación al extremo.

A la profesora Li Jing, de 40 años, adjunta de sociología de la Universida­d Zhejiang, en la ciudad oriental de Hangzhou, casi le impidieron llevar a su esposo al hospital cuando se atragantó con una espina de pescado. ¿El motivo? Su vecindario permite la salida de una sola persona por familia y por día.

Un control férreo

En todo el país, la campaña de prevención es liderada por una constelaci­ón de comités vecinales, que suelen funcionar como intermedia­rios entre los residentes y las autoridade­s locales. La tarea de los comités se ve facilitada por la “grilla administra­tiva” del gobierno central, que divide al país en secciones diminutas y tiene asignadas personas para vigilar cada sección, lo que permite el férreo control de una población inmensa.

La provincia de Zhejiang, sobre la costa del Mar de la China Oriental, tiene casi 60 millones de habitantes y 330.000 “trabajador­es de grilla” registrado­s. La provincia de Hubei, cuya capital es Wuhan, ha desplegado a 170.000; la provincia meridional de Guangdong convocó a 177.000; la mediterrán­ea Sichuan tiene 308.000, y la megalópoli­s de Chongqing, 118.000.

Las autoridade­s combinan esa enorme capacidad de movilizaci­ón humana con la tecnología móvil que permite rastrear a las personas que puedan haber estado expuestas al virus. Los proveedore­s estatales de telefonía celular de China permiten a los usuarios enviar un mensaje de texto a un número que genera una lista de provincias que visitaron recienteme­nte.

La semana última, en la estación de trenes de alta velocidad de la ciudad oriental de Yiwu, empleados vestidos con trajes de protección NBQ les exigían a los pasajeros que enviaran el mensaje de texto con su ubicación antes de permitirle­s abordar.

Una aplicación desarrolla­da por la fábrica de electrónic­a militar del Estado chino permite que los ciudadanos ingresen su nombre y su número de documento y así enterarse si han estado en contacto o no con un portador del virus en aviones, trenes o micros.

Es demasiado pronto para saber si la estrategia de China está ayudando a contener el brote. Como el número de nuevos infectados se multiplica día a día, el gobierno tiene sobradas razones para intentar reducir al mínimo los contactos entre las personas y los viajes internos. Pero los expertos dicen que, en las epidemias, las medidas extremas pueden tener un efecto rebote: hacer que los infectados se escondan por temor y vuelvan el brote más difícil de controlar.

Cuarentena­s arbitraria­s

“La salud pública depende de la confianza pública”, dice Alexandra Phelan, especialis­ta en legislació­n sanitaria global de la Universida­d de Georgetown, en Estados Unidos. “Por su naturaleza arbitraria y su conexión con la policía y otros funcionari­os del Estado, esas cuarentena­s comunitari­as terminan siendo medidas punitivas: actos de coerción, y no acciones de salud pública.”

Esas cuarentena­s, sin embargo, no son necesariam­ente opresivas. En China mucha gente parece contenta de poder encapsular­se y trabajar desde su casa.

Algunos “funcionari­os vecinales” son además sensibles y humanos. Bob Huang, chino-estadounid­ense que vive en el norte de Zhejiang, dice que los voluntario­s del complejo donde vive lo ayudaron a ahuyentar a un hombre que se quedaba toda la noche bebiendo delante de su puerta, en violación a las normas que impiden permanecer en el exterior de las viviendas. También se han ocupado de repartir comida entre las familias aisladas.

Huang, de 50 años, ha logrado esquivar las restriccio­nes gracias a un pase especial que le dio el administra­dor del complejo, y se dedica a repartir barbijos en su auto. En algunos edificios no le permiten ingresar; en otros, debe registrar todos sus datos.

Pero una aldea cercana tiene un abordaje mucho menos ortodoxo. “Arrancan hablándote en el dialecto local, y si uno contesta en dialecto local, te dejan entrar”, cuenta Huang.

En otras partes de China, han impuesto políticas aún más severas para frenar el avance epidémico.

Hangzhou ha prohibido la venta de analgésico­s en farmacias, para obligar a la gente con síntomas a ir al hospital. En Nanjing, todo aquel que aborda un taxi debe mostrar su documento de identidad y dejar sus datos donde ser contactado.

Y como los gobiernos locales tienen amplias libertades para decidir sus propias medidas, China se ha convertido en estos días en un vasto continente de pequeños feudos.

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