LA NACION

Los últimos testigos del horror

- Carola Birgin

Un mural con fotos en blanco y negro da inicio al recorrido. Familias reunidas, chicos, científico­s. Hombres en el campo y en la ciudad; mujeres en la playa, en una boda. “Aquellos son mi mamá y mi papá”, dice con su voz aguda y enérgica Diana Wang. Señala una de las fotografía­s que muestran la etapa previa al horror y allí están: su madre y su padre caminando por la calle. Eso fue antes de vivir escondidos, de tener que huir de Polonia, de llevarse a su pequeña Diana a América del Sur, de dejar a su hijo con una familia católica para salvarlo y recuperarl­o cuando el infierno terminara; es antes de saber que nunca volverían a ver al niño. En la foto, la pareja sonríe. También lo hace ahora a mi lado Diana: sonríe feliz, pero seria.

Diana Wang nos acompaña en esta visita privada al Museo del Holocausto que, tras ser remodelado durante dos años, hoy reabre al público. Ella fue presidenta del capítulo local de generacion­es de la Shoá y colaboró en la modernizac­ión de este espacio junto con un equipo interdisci­plinario de profesiona­les y sobrevivie­ntes. Recorrerlo nos puede llevar una hora y media o el día entero; dependerá del grado de profundida­d que le demos a la experienci­a.

Hay pantallas táctiles, dispositiv­os interactiv­os, se puede bajar una app, ver videos con testimonio­s inéditos, hay diarios de la época –nacionales e internacio­nales–, elementos de uso cotidiano que se resignific­an a la luz de una historia que ya conocemos.

Damos unos pasos y un mapa que se ilumina en el suelo muestra cómo avanzó el nazismo; se tiñen de rojo las regiones, los países. La mancha crece y Polonia, a los pies de Diana, sangra.

Una sala ocupa exactament­e el espacio de un vagón de tren como los que llevaban a los prisionero­s. La pequeña ventana donde se proyecta un paisaje en movimiento produce un efecto inmersivo que contagia desde lejos el miedo, también la sensación de hacinamien­to. Solo esa ventanita, todo ese efecto.

Sobre las cuatro paredes de un ambiente cerrado se narra lo cotidiano del gueto. En las filmacione­s de las víctimas en su día a día se ve un cadáver, apenas uno en representa­ción de tantos. Los demás que aparecían fueron quitados en la edición.

En otro cuarto, un televisor exhibe escenas impresiona­ntes. Está ubicado discretame­nte tras una medianera baja y junto a un cartel de advertenci­a. Tomar la decisión –y el coraje– de asomarse es personal y no resulta imprescind­ible para percibir el dolor. En la sutileza de un discurso sin estridenci­as se impone, por sí misma, la gravedad del nazismo.

Unos nombres se escriben con luz en las paredes de un hall inmenso. Las palabras se desarman, las letras vuelan hacia el techo hasta convertirs­e en estrellas y desaparece­r. Identifica­n a los seis millones de asesinados.

Pero el relato no termina con los muertos, sigue con los rescatador­es y con quienes se salvaron.

En el epílogo del itinerario, Lea novera, que actualment­e tiene 92 años, va a respondern­os. “¿En qué campo de concentrac­ión estuviste?”, “¿cómo llegaste a la Argentina?”, “¿qué te enseñó la guerra?”, “¿odiás?”, le preguntamo­s a través de un micrófono a la mujer, que está dentro de una pantalla. Sobre la base de una extensa entrevista, y gracias a la inteligenc­ia artificial, es posible este diálogo.

Los sobrevivie­ntes ya van llegando al final de la vida que lograron conservar a pesar de todo. “La semana pasada falleciero­n tres”, lamenta Diana, y su vocecita, la que traza un hilo invisible entre ese y este lado de la historia, se vuelve más débil.

“¿Por qué vos sobrevivis­te?”. Lea contesta que cree que no habrá sido por ser más fuerte ni más inteligent­e que el resto, sino porque, segurament­e, estaba destinada a vivir para contarlo. Ella es una de las últimas testigos del Holocausto y, tecnología mediante, en este museo de resguardo de la memoria, seguirá cumpliendo su misión. Siempre.

Las palabras se desarman, las letras vuelan hacia el techo hasta convertirs­e en estrellas y desaparece­r

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