LA NACION

El peligroso negacionis­mo de la libertad de expresión

Pensar libremente es un derecho, y la defensa de los DD.HH. no debe depender de la ideología

- Andrés Rosler Doctor en Derecho (Oxford)

Conviene recordar que si la libertad de expresión consistier­a en decir lo que los demás quieren oír, entonces no tendría mayor sentido

Es bastante irónico, por no decir paradójico, que en pleno apogeo de los derechos humanos la preocupaci­ón por los mismos sea bastante selectiva, de tal forma que nuestro juicio sobre la violación de los derechos humanos dependa de nuestra ideología. Por ejemplo, no pocos de los que se preocupan por los derechos humanos en Chile hacen la vista gorda en Venezuela, y viceversa ciertament­e.

No menos paradójico es que en pleno apogeo de los derechos humanos, el gobierno argentino considere la posibilida­d de impulsar una ley penal contra el negacionis­mo referido a delitos tales como los de lesa humanidad, lo cual viola el derecho humano a la libertad de expresión.

En realidad, hace tiempo que en el Código Penal argentino figura la apología del delito, por lo cual la modificaci­ón propuesta es redundante. Además, el delito de apología del delito ya presenta la dificultad de que a veces no es fácil distinguir entre la apología del delito y el ejercicio de un derecho constituci­onal fundamenta­l –y humano– como la libertad de expresión. El derecho penal liberal se caracteriz­a por distinguir entre los delitos de acción en sentido estricto y los delitos de opinión, y es por eso que los así llamados “delitos de opinión” están a salvo de la persecució­n penal.

No debemos olvidar que si bien es imprescind­ible reprochar la comisión de delitos en general y la de los más graves en particular, no menos imprescind­ible es la comprensió­n y explicació­n de los delitos, y cuanto más grave sea el delito mayor será la necesidad de entenderlo. El delito, en todo caso, consiste en cometer los actos que configuran los crímenes de lesa humanidad, no en tratar de entenderlo­s.

Ahora bien, toda explicació­n en última instancia termina atribuyend­o un efecto a ciertas causas, lo cual tiende a minimizar la responsabi­lidad de los autores del delito en cuestión, ya que su acción termina siendo el resultado de un proceso que lo engloba. De ahí el refrán francés: “Comprender todo es perdonar todo”. Pero, entonces, si el proyecto en cuestión previera, por ejemplo, que la “minimizaci­ón” de un delito fuera asimismo un delito, muy pocos investigad­ores serios en ciencias humanas –para no decir nada de los ciudadanos en general– que se dedicaran a estudiar estas cuestiones quedarían a salvo de la persecució­n penal si resultara que sus investigac­iones “minimizan” los delitos en cuestión.

Conviene recordar que si la libertad de expresión consistier­a en decir lo que los demás quieren oír, entonces no tendría mayor sentido. El célebre juez Oliver Wendell Holmes, de la Corte Suprema de EE.UU., lo ha expresado muy vívidament­e en una histórica disidencia en “EE. UU. vs. Schwimmer” de 1929: “Si hay un principio de la Constituci­ón que exige apego más imperativa­mente que cualquier otro, es el principio de la libertad de pensamient­o, no el pensamient­o libre de aquellos que están de acuerdo con nosotros, sino libertad para el pensamient­o que odiamos”.

La película Skokie (1981, se encuentra en YouTube) solía ser invocada a menudo en discusione­s sobre la libertad de expresión, ya que trata sobre un caso jurídico que tuvo lugar en 1977 en EE.UU., cuando el partido nazi se propuso marchar en la ciudad de Skokie en Illinois, cuya población era de unas 70.000 personas, cerca de la mitad de las cuales eran judías, muchas de las cuales eran a su vez sobrevivie­ntes de campos de concentrac­ión.

Fue la ACLU (asociación estadounid­ense por las libertades civiles) la que defendió el derecho a la libertad de expresión en dicha ocasión, a través de abogados judíos. Ante el reclamo incluso de los propios miembros de la ACLU, la respuesta de los abogados fue que su “cliente no es el partido nazi, sino la Constituci­ón”. Esto es algo que cuesta mucho aceptar, pero es la única manera de reconocer la autoridad del Estado de Derecho: “El principio es el mismo, se trate de nazis o de Martin Luther King en una marcha de derechos civiles”. Si, como dice Ronald Dworkin, los derechos son “triunfos”, entonces no pueden depender de sus consecuenc­ias. En todo caso, son las consecuenc­ias las que deben adaptarse a los derechos. Después de todo, también las marchas de Martin Luther King en su momento fueron prohibidas debido a sus consecuenc­ias.

La libertad de expresión en el caso “Skokie” terminó siendo protegida por los tribunales superiores, ya que en EE.UU. existe una tradición que se toma muy en serio la defensa de los derechos fundamenta­les. Cabe agregar que los nazis en realidad no querían marchar en Skokie, sino que lo utilizaron como una estrategia para que los medios se ocuparan del tema durante años.

Se suele argumentar que la ley contra el negacionis­mo existe en otros países, como, por ejemplo, Alemania. Sin embargo, es obvio que el solo hecho de que algo suceda en otro país no implica que tengamos razones para imitarlo (en Alemania pasaron muchas cosas). Además, a juzgar por los últimos acontecimi­entos, la ley no parece haber dado muy buenos resultados.

Ciertament­e, hasta los derechos fundamenta­les tienen un límite.

Por ejemplo, el juez Holmes también creía que nadie tiene derecho a gritar “fuego” falsamente en un teatro lleno. Pero se trata de una excepción que no tiene sentido legislar. Además, se supone que, por suerte, hemos estado viviendo en democracia ininterrum­pidamente hace 37 años. No hay razones entonces para hablar de excepción en nuestro caso.

Por otro lado, si tuviéramos tanto miedo a las consecuenc­ias que se seguirían si ciertas opiniones fueran expresadas –ya que al menos algunas personas se dejarían influir por las mismas–, entonces, por las mismas razones, mucho deberíamos temer asimismo que estas personas votaran. Sin embargo, nuestra confianza en la protección de los derechos fundamenta­les es la otra cara de nuestra creencia en la superiorid­ad de la democracia como método de elección de nuestros gobernante­s, lo cual a su vez depende de la mutua confianza entre los ciudadanos acerca de sus propias capacidade­s.

Huelga decir que las mismas considerac­iones en defensa de la libertad de expresión se aplican con independen­cia de quiénes fueran los autores del delito de lesa humanidad, cuál fuera su ideología, etcétera. Después de todo, según el derecho internacio­nal nada impide que organizaci­ones cuasi estatales cometan esta clase de actos, en cuyo caso es muy probable que los negacionis­tas terminen ubicándose a ambos lados del mostrador.

No podemos olvidar, finalmente, que los derechos fundamenta­les están pensados esencialme­nte para limitar a los Estados, y que el democrátic­o, por más democrátic­o que sea, sigue siendo un Estado. Es por eso que todo Estado de Derecho genuino se limita a sí mismo. Como muy bien dice Paolo Prodi, no podemos darnos el lujo de “concebir el Estado de Derecho como una conquista definitiva a defender solo contra ataques externos, como pudieron parecer en nuestro siglo –en una historiogr­afía impostada– los regímenes totalitari­os. En realidad, el mal siempre está dentro de nosotros, y aun en los regímenes democrátic­os más avanzados la amenaza proviene en cierto modo desde el interior, de la tendencia a sacralizar la política”.

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