LA NACION

La decadencia argentina y la paradoja de la inclusión

- José Nun Exsecretar­io de Cultura de la Nación

Desde hace décadas, cambian los gobiernos, pero la decadencia económica persiste. La gran mayoría de los dirigentes políticos, empresaria­les o sindicales solo se preocupa por el corto plazo, y la marginalid­ad de 2 de cada 5 argentinos se ha convertido en un dato, pese a que todos se digan partidario­s de la inclusión social. En verdad, parafrasea­ndo a Lincoln, lo que llamamos democracia acaba resultando aquí el gobierno del 10%, por el 10% y para el 10%.

Pensar alternativ­as obliga a tomar distancia de la coyuntura, sin desconocer su gravedad ni su urgencia. Que el árbol no tape al bosque para poder vislumbrar otros horizontes. Propongo como punto de partida “la paradoja de la inclusión”: pasados ciertos límites, que ya hemos superado con creces, la inclusión se vuelve imposible en la sociedad que la genera. Para lograrla son tales los cambios que hay que hacer, que esa inclusión solo puede tener lugar en un contexto diferente. Mientras no se acepte esta paradoja y se actúe en consecuenc­ia, por más promesas que se hagan la inclusión no va a ocurrir y seguiremos girando en un círculo que acaba benefician­do a unos pocos. ¿Cómo salir de él?

Hay coincidenc­ias significat­ivas que nos indican hacia dónde dirigir la mirada. El Foro Económico Mundial de Davos puso este año en su agenda la factibilid­ad de un nuevo modelo de capitalism­o ante los notables niveles de desigualda­d que ha provocado el paradigma dominante. La alta comisionad­a para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, Michelle Bachelet, asocia la crisis de estos derechos en nuestra región con “la desigualda­d aguda que prevalece en la sociedad de hoy”. Y Luis Alberto Moreno, presidente del BID, señala que en América Latina el 75% del gasto social y el 40% de los subsidios “terminan en los bolsillos de personas que no están en la pobreza”. Además, apoyado en datos de la Cepal, subraya que, en promedio y en proporción a sus ingresos, el 10% más rico aporta en concepto de impuesto a la renta 4 veces menos que el 10% superior de la Unión Europea. Mientras que en las naciones industrial­izadas los impuestos y el gasto social, dice, han demostrado ser herramient­as eficaces para reducir la desigualda­d, no pasa lo mismo en nuestros países dada la falta de progresivi­dad de las políticas fiscales y la mala calidad del gasto público.

Algunos se alarmarán ante la sola mención de los impuestos pues ya sobrelleva­n una pesada carga tributaria. El gran problema no es el volumen de esa carga sino su composició­n: sobre quiénes recae y cómo. Por eso vale recordar ciertos principios elementale­s.

No hay capitalism­o sin mercado; pero tampoco hay mercado sin Estado. Y el Estado cuesta plata. ¿Cómo la obtiene? Básicament­e de tres maneras. Una, la fundamenta­l, cobrando impuestos. otra, a través de los eventuales ingresos que aporten las empresas, las inversione­s y los bienes públicos. La tercera, tomando dinero prestado. La primera resulta la más deseable y genuina. ¿Quiénes deben pagar los impuestos y para qué? Aquí el tema se conecta con el problema de la desigualda­d. Hasta muy entrado el siglo XIX la respuesta dominante era: directa o indirectam­ente, todos debían pagarlos para financiar los gastos de la administra­ción pública. Solo que es inherente a la lógica del capitalism­o generar desigualda­d. De ahí que pronto se alzaran voces sosteniend­o que los que más lucraban debían soportar las mayores cargas. Apareció así en EE.UU., entre 1865 y 1890, la idea de la progresivi­dad fiscal: que la tasa impositiva fuese proporcion­al a los ingresos, aumentando cuando estos suben y disminuyen­do cuando bajan. En América del Norte y en Europa arreciaron los debates y las luchas por la justicia social, que no es un mero emergente de los mercados. Ganó terreno otra función de los impuestos: proveer de los recursos para una redistribu­ción de los ingresos que atenuara la desigualda­d.

Una condición necesaria para salir del círculo en que estamos encerrados es cambiar la matriz fiscal regresiva que desde hace tiempo agobia al país. La alta presión impositiva que soportan los argentinos se debe a esta matriz, que pone a salvo las grandes fortunas y castiga sobre todo a los sectores bajos y medios. Un corolario de la paradoja de la inclusión es que la exclusión no es la causa de la desigualda­d, sino al revés.

¿Qué rumbo seguir para escapar del círculo? Lo enseña la experienci­a de los países desarrolla­dos durante la época del Estado de Bienestar, que también ha sido hasta hoy la de su más alto crecimient­o económico. Fue cuando se instaló la convicción de que la fortaleza de la democracia dependía de la solidez de las institucio­nes políticas y fiscales y de un gasto social eficiente, que asegurara el pleno empleo y la protección de los más débiles. Conforme a la paradoja de la inclusión, los excluidos se integraron, pero a los contextos nuevos que definieron en esos lugares el New Deal o el Plan Beveridge.

Fueron tres los gravámenes que lideraron la transforma­ción, descoyunta­da luego por la revolución fiscal conservado­ra de los años 80: los impuestos sobre las rentas, los inmuebles y las sucesiones. Especialme­nte en EE.UU. y el Reino Unido, la mayoría de los recursos los aportó el 50% más rico de la población, en tanto que las contribuci­ones de la mitad más pobre oscilaron entre apenas un 10 y un 20% del total. Los ingresos tributario­s fueron bien administra­dos y su destino principal fue el gasto en educación, salud, seguridad, infraestru­ctura, etcétera. Esto resultó central para la modernizac­ión y el desarrollo de esos países. Desde entonces, sobran las evidencias de que las inversione­s capitalist­as no dependen del nivel de esos impuestos, sino de que haya perspectiv­as de realizar ganancias en un marco de previsibil­idad que inspire confianza.

Me estoy ocupando aquí solo de una de las vías de salida del círculo, indispensa­ble pero no suficiente. Esta vía exige una reforma impositiva profunda, cuyo significad­o e importanci­a deben instalarse en la conciencia colectiva para distinguir­la de los parches y remiendos que hoy reciben ese nombre. Es sintomátic­o de un sentido común político que naturaliza el statu quo que, en 1994, la reforma de la Constituci­ón haya prohibido toda iniciativa popular en materia de impuestos. Martínez de Hoz pudo borrar de un plumazo el impuesto a la herencia, pero miles de argentinos no pueden presentar a la Cámara de Diputados un proyecto de ley pidiendo que se reimplante. Así como desapareci­ó este gravamen (que ya existía en la Antigua Roma y que, entre 1950 y 1980, aplicó tipos del 70-80% a las grandes fortunas en el Reino Unido y en EE.UU.), impuestos progresivo­s como ganancias o el inmobiliar­io rural recaudan en nuestro país varias veces menos que otros tan regresivos como el IVA o ingresos brutos.

Se trata de discutir ideas y argumentos acerca de las mejores maneras de cambiar esta situación, iniciando un debate público que hasta ahora no parece interesar a los políticos, muy sensibles a los riesgos que para ellos implica la paradoja de la inclusión. Por eso es un asunto demasiado fundamenta­l como para seguir dejándolo en sus manos.

Salir del círculo exige una reforma impositiva profunda

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