LA NACION

Estupidece­s en medio de un naufragio

- Jorge Fernández Díaz.

Dorothy Knudson tuvo al menos el privilegio de una muerte elegante. Fue alguna vez una gran cantante de ópera, se volvió célebre interpreta­ndo a Mimí en

La Bohème y, ya retirada de los escenarios, no era más que una anciana anónima en un bote a la deriva. El crucero de gran calado que la traía chocó con una antigua mina explosiva de la Segunda Guerra Mundial y en siete minutos se hundió en el Atlántico Sur sin que el telegrafis­ta alcanzara a transmitir su paradero. Veintiséis pasajeros sobrevivie­ron a duras penas, y se aferraban a una única lancha que solo podía albergar a nueve, se ubicaba a 115 millas náuticas de la costa y enfrentaba un inminente temporal. El capitán de esa embarcació­n de desahuciad­os se llamaba Alexander Holmes y parecía, al principio, un héroe abnegado, pero con el correr de las horas fue adoptando la convicción de que debían abandonar a algunos náufragos para salvar a los otros, puesto que todos juntos se hundirían sin remedio. A punta de pistola, se convirtió entonces en un monstruo: los primeros que eligió fueron los más débiles, aquellos que no podían remar. Y de inmediato posó su mirada en Dorothy. Que con una enorme dignidad, les dijo a todos: “Las cosas han cambiado mucho, antes cuando los viejos estorbaban los mandaban a morir a una montaña o a un desierto; ahora los mandan a dar la vuelta al mundo”. El capitán ordenó que le colocasen el salvavidas y le dijo: “Lo siento en el alma”. Ella, un segundo antes de ser depositada en las olas, le respondió: “Yo lo perdono, señor Holmes”. Y sin patetismos ni pestañeos, la vieja dama se dejó arrastrar por la marea hacia el ocaso.

La película es de 1957 y tiene varios títulos en castellano, pero acaso el mejor de todos sea El

mar no perdona. Mi padre se había criado en el Cantábrico, había hecho dos años de mili en el Crucero Galicia, se sentía un marino genético, e idolatraba a Tyrone Power. De joven se cortaba el cabello como él y usaba un bigote similar al eterno paladín de todas las aventuras. Cuando comenzó aquella hecatombe, que se cobró más de mil muertos, y vimos a Tyrone encarnar a Holmes automática­mente tomamos partido por él, pero a medida que el film avanzaba y el capitán iba arrojando por la borda a determinad­os sobrevivie­ntes para mantener la nave a flote, sentimos que nuestro ídolo máximo nos traicionab­a con su crueldad y que el drama se volvía más y más oscuro. La elegancia de Dorothy se contrastab­a con la amarga y sórdida exasperaci­ón de los sacrificad­os, que se aferraban a la vida e iban quedando por el camino, y los debates en esa nuez en medio del inmenso océano eran morales y filosófico­s: se hablaba de la ley del mar, y también de la ley de la selva. De los dilemas de hierro y las decisiones difíciles. De cómo en la civilizaci­ón se sacrifican los más fuertes, o de cómo el hombre civilizado debía resignarse o abrirse paso y sobrevivir a cualquier precio. En el final se revelaba que la terrible peripecia estaba basada en un hecho real, y que en el juicio habían condenado por asesinato a Alexander Holmes, aunque dadas las circunstan­cias especiales solo había cumplido seis años de cárcel. “Pero si usted hubiera formado parte del jurado, ¿qué habría decidido? –interpelab­a el director–: ¿culpable o inocente?”

Mi padre no quiso volver a ver aquella película maldita, que la televisión repetía de vez en cuando. Al año siguiente murió Tyrone Power y yo tampoco tuve estómago para regresar a ella, como regresé a tantas, durante las últimas cinco décadas. Pero pensé en El mar no perdona muchas veces, porque reproduce crudamente las dolorosas e indecibles disyuntiva­s íntimas de cualquier gobernante en medio de cualquier crisis o tempestad. Volví a ver –el estómago revuelto– algunas escenas en Youtube durante estos días de cuarentena, cuando líderes del mundo lidian con encrucijad­as dramáticas, entre salvar a millones de personas del virus o destruir millones de vidas por la quiebra económica. Bien es cierto que no están tan solos como Alexander Holmes; los ayudan a pensar y a encontrar salidas creativas y combinadas importante­s científico­s, economista­s, empresario­s e intelectua­les. Y además (palabra de infectólog­os) el Covid-19 es infinitame­nte menos letal que el océano abierto: de cada mil personas que contraerán el coronaviru­s, 997 saldrán indemnes. Eso no impide que las decisiones de los presidente­s y primeros ministros –tironeados por opciones horrorosas– no sean endiablada­s y letales. Me apiado de ellos: al final un jurado resolverá si fueron culpables o inocentes. No me gustaría estar en sus zapatos, ni en los nuestros.

Ahora bien, poniendo a salvo esa tremenda dificultad de la hora, y teniendo en cuenta que la pandemia llama a la cohesión, eso no debería significar de ningún modo cancelar el espíritu crítico. Mucho menos en la Argentina, donde gobierna una coalición que abusa siempre del “estado de excepción” y que usualmente siente la tentación por el mesianismo, la hegemonía y la disolución soterrada de las institucio­nes. Un sector de esa peña, que tuvo a bien expresar estos días por Twitter la embajadora bolivarian­a Alicia Castro, está feliz con el “derrumbe” de Occidente y anhela el modelo totalitari­o de China, Rusia y Cuba: creen que el coronaviru­s les está cumpliendo los sueños. Y usan brocha gorda con los cacerolazo­s que atronaron en las noches argentinas: protesta la “derecha oligárquic­a”, disparaban en las redes sociales, buscando descalific­arlos y autoexculp­arse. El primer mandatario llamó “miserable” a Paolo Rocca, principal empresario local, y prohibió los despidos por decreto: miles de comerciant­es y dueños de pymes, que no tienen espaldas, se sintieron aludidos por ese mismo insulto y quieren que los políticos paguen algo de sus alforjas. Algunos de esos pequeños comerciant­es habían votado por los kirchneris­tas en la esperanza de ser finalmente comprendid­os. Dicho sea de paso: el Presidente puede ofender a un empresario, pero debe doblar la cerviz ante Hugo Moyano, el multimillo­nario líder camionero que nadie quiere tener de enemigo, y a quien Alberto Fernández calificó de “ejemplar”. ¿Quién es aquí más poderoso: Rocca o Hoffa? La respuesta es obvia: ninguna corporació­n privada es más influyente y decisiva que la temible corporació­n peronista, que extorsiona gobiernos propios y ajenos, y que constituye la verdadera oligarquía del país. Las ollas y sartenes repudian estas evidencias y estos errores, y defienden la idea de mantener la institucio­nalidad en medio de la “guerra”, y salvar la cadena de pagos, para que no haya más muertos por hambre y desempleo que por contagio. También, que no se estatice, en un golpe de mano, la salud privada: una cosa es coordinar acciones en la emergencia; otra muy distinta es abolir ese logro de la clase media pujante para otorgarle un pulmotor a la desastrosa salud pública que el peronismo construyó durante 28 años de ininterrum­pido cambalache gestionari­o. Hay chavistas argentos que odian a quienes se han atrevido a progresar, y quieren hundirlos para disimular sus históricas ineficienc­ias en el conurbano profundo. Permitir que cientos de miles de jubilados se amontonara­n en las colas de los bancos para cobrar sus haberes, destrozand­o en pocas horas un confinamie­nto efectivo (la foto dio la vuelta al mundo), fue como tirar a Dorothy Knudson por la borda, aunque esta vez por mera negligenci­a: los estúpidos son más peligrosos que los hijos de “pucha”. Cuidado, capitán, el mar no perdona. La sociedad tampoco.•

Hay chavistas argentos que odian a quienes se han atrevido a progresar, y quieren hundirlos para disimular sus históricas ineficienc­ias en el conurbano profundo

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