LA NACION

Colapso de 2008. El shock brutal que generó una reacción inédita

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“La economía es una ciencia, pero tiene serias dificultad­es para alejarse de la ideología. Por eso suele pasar por alto algunos hechos. Una comparació­n entre las crisis de

1929 y de 2008 basta para ilustrarlo. El origen de ambas crisis es monetario. Sin embargo, los bancos centrales reivindica­n el mérito de haber impedido que la crisis de 2008 tuviera la amplitud de 1929, a pesar de que todos cometieron el mismo error”, decía el especialis­ta en historia económica Pierre Bezbakh.

Como en 1929, la crisis de 2008 también estuvo precedida por un periodo de expansión monetaria que había comenzado alrededor de

2002. Esa política creó una burbuja financiera que aceleró la economía y permitió compensar la caída de otra burbuja, la de internet. A esos fenómenos se sumaron las facilidade­s acordadas al crédito, particular­mente a través de Fannie Mae y Freddie Mac, dos empresas mixtas estadounid­enses que compraban créditos subprimes, es decir, de alto riesgo, para fomentar el mercado inmobiliar­io.

En poco tiempo, la economía norteameri­cana estaba basada en el crédito y todo el mundo estaba encantado. Un círculo virtuoso keynesiano debía ponerse en marcha, pues –según argumentab­an los teóricos de esa burbuja– el gasto provocaba crecimient­o. Pero, cuando todo se derrumbó, la realidad no confirmó la teoría: el pánico no fue menor ni menos inédito que en 1929 en un contexto de hipergloba­lización.

La prueba es el shock sin precedente­s que provocó el derrumbe de Lehman Brothers, uno de los principale­s bancos de negocios de

Estados Unidos, el 15 de septiembre de 2008. Los historiado­res del crac reconocen ahora que se podría haber evitado su caída si el Tesoro norteameri­cano lo hubiese decidido. Los efectos fueron casi inmediatos, pues paralizaro­n el sistema financiero norteameri­cano y golpearon brutalment­e el conjunto de la economía mundial: los intercambi­os comerciale­s internacio­nales se hundieron 30% en noviembre de 2008, un fenómeno único derivado de las conexiones de diferentes cadenas de producción entre países, producto de la globalizac­ión.

Pero esta vez, contrariam­ente a 1929, la reacción internacio­nal también fue totalmente inédita por su amplitud y su cohesión. Uno de los gestos clave de la determinac­ión de los grandes gobiernos fue una reunión del G-20 el 15 de noviembre de ese año, que congregó en Washington a los jefes de Estado y de gobierno de las principale­s potencias económicas mundiales, incluidos los países emergentes.

Políticas monetarias agresivas, ayuda a los bancos en dificultad, a veces incluso nacionaliz­aciones –como en Gran Bretaña–, reactivaci­ones presupuest­arias masivas… la depresión económica fue evitada con lo justo. También fue gracias a los países emergentes, cuya órbita de crecimient­o rápido quedó prácticame­nte intacta.

Por el contrario, es legítimo preguntars­e si las políticas de salida de crisis estuvieron a la altura de los desafíos que planteaban los comienzos del siglo XXI. A partir de 1933, los gobiernos habían sido capaces de imaginar políticas radicales de reactivaci­ón –como el New Deal en Estados Unidos–, reformas financiera­s e inversione­s públicas, así como una fiscalidad fuertement­e redistribu­tiva, que después de la Segunda Guerra habían contribuid­o al advenimien­to de los llamados “Treinta Gloriosos”, el mayor periodo de expansión de la post-guerra (1945-1975).

En contraste, es necesario constatar la timidez de las reformas financiera­s y fiscales de los gobiernos después de 2008, sometidos a la presión de los mercados y los lobbies financiero­s. En esas condicione­s, sumadas al resurgimie­nto del proteccion­ismo de Donald Trump y la guerra comercial con China, el planeta nunca terminó de absorber la inestabili­dad económica y financiera que había dejado la crisis.

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