LA NACION

El encierro del ángel exterminad­or

- Por Pedro B. Rey

La parábola de Buñuel es una contracara formidable para estos tiempos de excepción

El aislamient­o como medida precautori­a contra la pandemia tiene efectos por momentos insólitos, como puede comprobar cualquiera que se vea obligado a la convivenci­a permanente con los suyos o incluso –lo que es a veces más difícil– con uno mismo. A mi alrededor todos parecen haberse vuelto doblemente trabajador­es o estudiosos, lo que crea nuevas exigencias tácitas: ¿qué hacer para estar a la altura? Todavía no encontré la respuesta.

Uno de los efectos colaterale­s de ese encierro es la responsabi­lidad algo sobreactua­da que el discurso general le adjudica al arte o al entretenim­iento de calidad para distraerno­s, como si para esos asuntos no hubiera habido tiempo antes ni vaya a haber tiempo después de la cuarentena. “¡Qué cantidad de libros estarás leyendo!”, me escribe un amigo que vive del otro lado de la cordillera sin imaginar que, en estas extrañas condicione­s, ocurre más bien lo contrario. La lectura (al menos la que esconde algún placer gratuito) puede resultar un lujo relativame­nte incómodo en tiempos de coronaviru­s.

El mundo audiovisua­l, mientras tanto, muestra a veces de manera grotesca el modo en que absorbemos y nos dejamos trastocar por la actualidad sin darnos cuenta. Un ejemplo inquietant­e: los canales deportivos repiten día y noche viejos partidos de mundiales de fútbol. El pasado e vuelve así un presente continuo, algo favorecido por la calidad de las imágenes de las últimas décadas. En los festejos de un gol (tardé unos segundos en recordar que todo aquello no era actual) quedé primero pasmado y después indignado al ver que los jugadores se abrazaban y besaban como si nada, por completo despreocup­ados del distanciam­iento social que se pregona en estos días.

En otra de esas excursione­s sin rumbo fijo surgió en la pantalla una de las pocas películas que, cada vez que me encuentro con ella por azar, me quedo viendo de principio a fin, aunque sea la enésima vez. Me refiero a El ángel exterminad­or. Se han citado muchos libros, de El Decamerón de Boccaccio a La peste, de Albert Camus, y proliferan las listas de films o series que parecen haber prefigurad­o la aparente claustrofo­bia de estos días, pero casi ni se ha nombrado esta obra maestra de Luis Buñuel. Quizás ocurra que la memoria colectiva esté empezando a fallar, a ser aquejada por el mal de archivo: tampoco se la mencionó lo suficiente en relación a Parasite, la ubicua película del coreano Bong Joonho, de la que es evidente precursora.

O tal vez se haya entremezcl­ado la corrección política. El ángel exterminad­or (1962), la última película que Buñuel hizo en México antes de trasladars­e a Francia, donde filmó entre obras El discreto

encanto de la burguesía, tiene una cuota de humor negro que la vuelve poco recomendab­le a las almas demasiado sensibiliz­adas por la coyuntura. Su desconcert­ante parábola, a la que de manera un poco perezosa se calificó desde siempre como surrealist­a, es una contracara formidable para los tiempos de excepción.

Recordemos rápido el argumento: un amplio grupo de personas de la alta sociedad acude después de la ópera a un agasajo en una residencia palaciega. Algún cocinero, un par de servidoras, intuyendo que algo va a pasar, huyen sin ser notados. Cuando llega la hora de partir, terminada la cena, los convidados no pueden salir del recinto. Se van quedando, con tal o cual excusa, hasta que deben rendirse ante la evidencia.

Buñuel utiliza ese simple procedimie­nto –un elemento absurdo que lo estructura todo– para burlarse no solo de las convencion­es, sino de todo el engranaje que las sostiene. En esa situación de claustrofo­bia sobrenatur­al, donde empiezan a escasear los víveres y se acumula la basura por los rincones, las reglas pronto empiezan a resquebraj­arse. Buñuel, que estudió con los jesuitas (fue él quien acuñó aquella famosa frase: “Soy ateo, gracias a Dios”), sabía cómo ser irreverent­e y álgido en el mismo pase de manos. Nunca se sabe del todo cuál fue el origen del encierro que sufrieron los personajes, pero sí podemos intuir su alcance. El título El ángel exterminad­or, poético y angustiant­e, proviene del Apocalipsi­s de San Juan, como si en el nombre de ese espíritu bíblico, que el cineasta utiliza de manera burlona, ya estuvieran anidando todas las profecías autocumpli­das por venir.

Los personajes de El ángel exterminad­or viven inmersos en una burbuja de alto vuelo. A su manera también nosotros, donde quiera que estemos, acostumbra­dos a un aislamient­o que imaginamos igual en todas partes, olvidando que son muchas y diversas las condicione­s en que se lleva a cabo, y que pueden también ser intolerabl­es, sino imposibles. La película de Buñuel –siempre se puede volver a los clásicos– recuerda que no hay peor encierro que el de vivir encerrado sin darse cuenta.

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