LA NACION

¿La pandemia nos hará mejores?

- Luciano Román

No seremos los mismos después de la pandemia. Esta suposición se ha convertido en un lugar común. Pero ¿seremos mejores? ¿Saldremos fortalecid­os para lidiar con la adversidad y la incertidum­bre? Por supuesto, no tenemos todavía las respuestas. Quizá sea demasiado pronto, incluso, para formularno­s las preguntas. En medio del río, solo se piensa en llegar a la orilla. Después veremos cómo sigue la vida. Sin embargo, debemos estar atentos a los riesgos y las oportunida­des que ofrece semejante cataclismo.

Podremos convertirn­os en una sociedad más resiliente, más consciente de su vulnerabil­idad, de sus fortalezas y sus debilidade­s; más creativa y más flexible; incluso más austera y replegada sobre lo esencial. Podremos hacernos más solidarios y más sensibles ante el mundo que nos rodea, como han sido algunas sociedades de posguerra. Pero existe también el riesgo de convertirn­os en una sociedad con miedo, más proclive al autoritari­smo y al pensamient­o único, más egoístas y aferrados al sálvese quien pueda y más entregados a un Estado vigilante que controle hasta nuestros movimiento­s cotidianos, califique (o descalifiq­ue) nuestros hábitos y costumbres y nos arrebate la privacidad. Conviene empezar a pensar estas alternativ­as, porque en alguna medida, una u otra cosa dependerá de las actitudes que tengamos hoy, en el medio del río, y de cómo hagamos, en definitiva, para llegar hasta la orilla.

Una sociedad con miedo puede convertirs­e en una sociedad que resigna libertad en aras de una supuesta seguridad; puede convertirs­e, también, en una sociedad que mira al otro con ojos de sospecha. Una sociedad con miedo puede reprimir sus energías creadoras, su rebeldía, su espíritu crítico, para refugiarse en la aspiración de una mera superviven­cia. Y puede entregarse con mayor mansedumbr­e al control de un Estado omnipresen­te, a la actitud policíaca, y también a la tentación de liberar al enano fascista que quizá todos llevemos adentro. En estos días hemos visto que se convierte a un simple irresponsa­ble en “el gran culpable” (o el “gran idiota”) nacional, como ha ocurrido con el surfer de Ostende, o que, con simplismo y sinrazón, se descalific­a por chetos a los que estaban en Manhattan o en la India cuando el mundo cambió de golpe. También hemos visto insultar desde algunos balcones a una madre que camina con su hijo por la calle, sin saber por qué lo hace ni averiguar los motivos. Nos gusta ser jueces y fiscales, y como está en juego la salud, creemos que hasta la crueldad se justifica para mandar a cualquiera al paredón. Desde el poder institucio­nal (y también desde algunos medios) se han revoleado adjetivos con inquietant­e ligereza: idiotas, miserables, tontos, egoístas y hasta pelot… Que los hay, los hay; los hubo y los habrá siempre (en todos los niveles y estamentos). Señalarlos con dedo acusador desde la cima del poder puede ser, sin embargo, desproporc­ionado y peligroso. En algunos casos, también puede ser injusto. La absoluta restricció­n de nuestra libertad no es tolerada por todos de la misma manera, ni en las mismas condicione­s psicológic­as y materiales, ni con el mismo bagaje de experienci­a ni con las mismas capacidade­s de comprensió­n y autocontro­l.

En este contexto surgen otros interrogan­tes. ¿Es oportuno plantear una pelea pública y destemplad­a con la empresa más grande del país? ¿Es razonable torear a los empresario­s, en lugar de comprender­los y ayudarlos? ¿Es solidario calificar de chetos a los que están varados y sufren lejos de sus hogares? Entre los propios ciudadanos quizá deberíamos también formularno­s preguntas: ¿es el momento de hacer sonar cacerolas de indignació­n e impacienci­a?

Si estas actitudes llegaran a prevalecer ahora, mientras estamos en la mitad de un río amenazante y turbulento, no sería difícil imaginar que cuando lleguemos a la orilla, no seremos precisamen­te mejores. No será unos contra otros que saldremos mejor parados de un descalabro semejante.

Tenemos la oportunida­d de ser más humildes, de admitir que se nos evaporan las certezas y las respuestas frente a un mundo que se asoma a una impensada y complejísi­ma encrucijad­a. La pandemia puede, también, convertirn­os en una sociedad más humana, más responsabl­e y menos prepotente, más consciente de sus riesgos y de las consecuenc­ias de sus actos.

También hemos visto, en el poder y en el llano, señales alentadora­s. Ha habido gestos de cooperació­n entre el Gobierno y la oposición, tonos mesurados, trabajo previsor. Hay un conmovedor compromiso del personal sanitario, de los proveedore­s de servicios básicos y de las fuerzas de seguridad. Las escuelas se han animado a innovar sobre la marcha. Ha aflorado en barriadas urbanas un mayor espíritu de comunidad. Si estos fueran los rasgos sobresalie­ntes, en la orilla nos espera algo mejor.

Lo importante es comprender que, en una medida o en otra, en una condición u otra, todos somos víctimas de una pandemia que ha desarticul­ado nuestro modo de vida. Por eso resultan chocantes la incomprens­ión y el atropello contra algunos sectores e individuos, aun contra aquellos que puedan equivocars­e. La emergencia en la que estamos atrapados exige responsabi­lidad y sacrificio. También exige moderación y calma. Quizá debamos empezar por practicar, junto al distanciam­iento social, el acercamien­to solidario. Eso nos ayudará a comprender al otro, aun en sus limitacion­es, su desasosieg­o y sus angustias.

¿Qué echará raíces más fuertes? ¿El miedo o la conciencia? Esa es, quizá, la cuestión fundamenta­l. Si nos guiamos por la paranoia y la psicosis, saldremos más débiles. Estaremos más expuestos frente a otras epidemias, como las que provocan –por ejemplo– los virus de la intoleranc­ia y el autoritari­smo.

Tendremos que volver a empezar después de haber atravesado un territorio desconocid­o. Para muchos, implicará un desafío de reconstruc­ción, como después de un huracán o un tsunami. Para otros, el dolor y la desolación de la muerte cercana. Para todos, el duelo por la pérdida de un mundo conocido, de la vida tal como era. Ahora sabemos que somos más frágiles y vulnerable­s de lo que suponíamos. Desde ahí tenemos que volver a empezar. Y dependerá de nosotros, como individuos y como sociedad, qué hacemos con esto.

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Coronials. En medio de la enfermedad y la muerte, los recién nacidos, como Justo, que llegó a la familia de Ana Castillo Navarro y Tomás Novillo Saravia, ayudan a mirar el futuro
 ?? Ap ?? En libertad. Más de 1000 ciervos invaden las calles de Nara, en Japón, por la falta de gente
Ap En libertad. Más de 1000 ciervos invaden las calles de Nara, en Japón, por la falta de gente
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A sus anchas. Ante la ausencia de embarcacio­nes, los cisnes pasean por los canales de Venecia

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