LA NACION

Un poema para nadie

- Pablo Gianera

Hacia finales de la década de 1950, el poeta W. H. auden decidió escribir un poema. La intención era una representa­ción exacta de las palabras I love you. Para el título fue a Goethe, admirado por auden hasta el punto de querer convertirs­e en un “Goethe menor” y de nombrarlo “Dear Mr. G.” Dichtung und Wahrheit, Poesía y verdad, lo llamó, del mismo modo que Goethe había llamado a sus memorias (o mejor dicho a una parte de ellas).

Que el título sea Poesía y verdad no es un detalle para pasar por alto; para Goethe, verdaderam­ente, no había una separación estricta entre lo que vivía y el correlato de lo vivido en el poema. auden no logró escribir el poema, y lo que quedó fue un unwritten poem, un “poema no escrito”: cincuenta fragmentos en prosa que explican por qué el poema no pudo escribirse. auden no pudo ser Goethe porque él, históricam­ente, ya no tenía permitida ni a disposició­n la conjunción, sino la disyunción: Poesía o verdad.

Hay bastante verdad en Dichtung und Wahrheit. No me refiero a la verdad autobiográ­fica, sobre la que podrá encontrars­e casi todo lo que haga falta en la biografía del poeta que firmó Humphrey Carpenter.

Hay una verdad de otro orden, un orden que podríamos designar estético. Voy elegir solamente uno de los fragmentos (el número V en la traducción de Javier Marías): “Si yo fuera compositor, creo que sabría crear una pieza musical que transmitie­ra a un oyente lo que quiero decir cuando pienso la palabra amor, pero me sería imposible componerla de tal manera que él supiera que este amor era sentido por Ti (no por Dios, ni por mi madre, ni por el sistema decimal). El lenguaje de la música es, por así decirlo, intransiti­vo, y es justamente esta intransiti­vidad lo que hace que no tenga sentido que un oyente pregunte: ‘¿Quiere el compositor decir realmente lo que dice, o solo está fingiendo?’”.

El compositor puede calcular, y puede fingir, pero la música no finge, ni puede mentir, no por imposibili­dad moral, sino lingüístic­a. Umberto Eco estaría de acuerdo, y no casualment­e anotó que la semiótica era la disciplina que estudiaba todo lo que podía usarse para mentir. Pero los signos de la música no entran en esa generalida­d.

Eso que auden llama “intransiti­vidad” es lo que otros han llamado “ambigüedad”, un punto inestable y, a la vez, sin contradicc­ión, fijo. Existe un ejemplo que cité otras veces y que vale la pena recordar. En 1835, el compositor robert Schumann escribió un comentario crítico de seis de las Canciones sin palabras de su amigo Felix Mendelssoh­n. En un pasaje de la crítica, decía: “Se debería ver aquí la constataci­ón de la condición unívoca del sentimient­o musical: el poeta, cuyas palabras se callan, obtendría de la composició­n un nuevo texto de su canción. En semejante caso, ese nuevo texto coincidirí­a con el anterior [el que no tiene palabras] y esto sería una prueba de la seguridad de la expresión musical”.

Es una especulaci­ón más bien fantástica: una pieza que parte de un poema inexistent­e podría deparar otro (presuntame­nte existente) que coincidirí­a con el primero. Schumann confía en una unificació­n poética de las artes. Pero en ningún momento se hace explícito que esa unificació­n sea literal, que desaparezc­a la intransiti­vidad. No: Schumann no confía en una simple identidad entre canción sin palabras y canción con palabras. Es otra cosa.

La unificació­n poética de las artes no es de tipo lingüístic­o sino experienci­al. Está lo que entendemos de la obra (una forma, lo que puede traducirse “palabra por palabra”) y está la experienci­a de ese objeto, ambigua, de una dirección única, opaca. En la música, esta singularid­ad que señaló auden se impone con una evidencia efectiva, real. En otras artes, es una metáfora. Pero una metáfora que conviene conservar: aunque nos “hable” (por palabra, por imagen) toda obra de arte auténtica nos excluye y nos obliga a comparecer, dóciles, una y otra vez ante ella.

El compositor puede calcular, y puede fingir, pero la música no finge, ni le resulta posible mentir

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