LA NACION

La democracia asfixiada

- Norma Morandini

“No puedo respirar”, clama George Floyd bajo la rodilla asesina del policía que lo aplasta. Nos falta el aire si conseguimo­s mirar esos ocho minutos de súplica y dolor, del respetuoso “por favor, señor”, a la invocación final de esa palabra primera, “mamá”. Una impotencia desesperad­a convertida en consigna planetaria al mismo tiempo que millones de personas en el mundo han muerto o van a morir por no poder respirar. Dos tragedias provocadas por la falta de ese soplo vital, el oxígeno que llena los alveolos de nuestros pulmones y amenaza la existencia.

Sin embargo, unos mueren y todos estamos amenazados por un virus parásito del que tenemos mucha informació­n y escaso conocimien­to. Un veneno a la espera de curas o vacunas. En cambio, la otra asfixia es una vieja conocida y temida: la violencia explícita, brutal, la que alimenta el odio y se muestra sin pudor como insignia cuando el poder policial está al servicio del racismo. Los uniformado­s a los que se entrena para que la rodilla sirva menos para correr que para usarla como un arma.

El “no puedo respirar” se convirtió, también, en una perturbado­ra metáfora del mundo en el que vivimos, asfixiado por la contaminac­ión del planeta, ahogado por la injusticia y las mentiras, oprimido por la desconfian­za y el miedo. Hasta ahora la dificultad para respirar, los ahogos, la falta de aire, eran conocidos como un padecer individual, el asma, que en la etiología de las enfermedad­es del alma tiene una justificac­ión psicopoéti­ca: el llanto no llorado. ¿Qué llanto reprimimos? ¿Qué lágrimas nos tragamos para que acumuladas nos quiten la respiració­n?

En términos individual­es, personales, las teorías del inconspers­ona ciente indagan en nuestros reprimidos dolores de infancia, que se expresan como ahogos de mayores; pero en términos colectivos, indagan la forma como nos relacionam­os con los otros: ¿qué inhibimos, qué callamos para que la falta del aire se haya convertido en el símbolo de este tiempo? Una violencia interior, invisible, que buscamos calmar con gimnasias espiritual­es como las técnicas del yoga para aprender a respirar. El bien inhalar para eliminar la intoxicaci­ón moral que entraña vivir en sociedades contaminad­as por la ira y la desconfian­za.

Sin embargo, la filosofía del bien respirar enseña también a ir más hondo en busca de lo que perdimos, esa conciencia universal que nos vincula a los otros y en términos jurídicos configura el sistema planetario de derechos humanos, construido sobre las cenizas del nazismo. Ninguna debe ser sometida a tratos crueles, inhumanos. Una bella utopía que encadena a los Estados a la gran familia de la humanidad, en la que, al menos como compromiso, no hay lugar para el odio. El virus al que urge encontrarl­e la vacuna del entendimie­nto y el bien convivir porque, a juzgar por lo que ya se insinúa por todos lados, “los peores perdieron los temores y los mejores, las esperanzas”, como observó Hannah Arendt en el inicio del nazismo.

Terminado el estado de excepción al que obliga la pandemia, las consecuenc­ias del parate económico serán fáciles de reconocer; sin embargo, mientras que las crisis económicas se resuelven con tiempo, las del odio se comen generacion­es enteras porque destruyen la mediación y la reconcilia­ción, que es función de la política, es decir: la democracia.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina