LA NACION

Embanderad­os de futuro

Celebremos hoy a Belgrano, quien, entre otras muchas gestas, llamó a liberar a los niños “de la opresión de su espíritu inquieto y siempre amigo de la verdad”

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Inmersos en esta particular circunstan­cia de aislamient­o social, algunos tienden a creer que somos protagonis­tas de un momento inusual y atípico olvidando que la humanidad ha sobrelleva­do solo en el siglo pasado guerras, crisis financiera­s y pestes en condicione­s mucho menos favorables que estas de las que hoy muchos nos quejamos desde la comodidad de un hogar, con tantos que sí transitan situacione­s límites. La pausa impuesta por la pandemia ha tenido ciertament­e efectos múltiples y nadie duda ya a estas alturas de que constituir­á una bisagra. La vieja normalidad ha quedado definitiva­mente atrás.

Muchos hemos oído a nuestros padres o abuelos hablar de la hambruna sufrida en tiempos de guerra o de los castigos impuestos por condenable­s regímenes. Los jóvenes de hoy serán quienes reseñen para su descendenc­ia este capítulo también aciago del devenir de la humanidad desde una mirada diferente a la de muchos de sus mayores. La tan mentada brecha generacion­al resulta, siempre, insalvable. Afortunada­mente.

La escuela gestáltica fundada por Fritz Perl pone el foco terapéutic­o en el abordaje del “aquí y ahora” partiendo de la convicción de que una nostalgia del pasado retiene la mirada en el espejo retrovisor, y que los temores y las fantasías del futuro son perturbaci­ones que limitan el alcance de una plenitud en el presente. En este sentido, encuadrand­o convenient­emente el valor del conocimien­to de la historia, los jóvenes hacen bien al resistirse a quedar pegados a conflictos y visiones heredadas, a nivel local, pero también global, que no suman a la construcci­ón del futuro. De hecho, la humanidad enfrenta la amenaza de la sexta extinción masiva que será la primera provocada por la acción, o la inacción, del hombre.

La propia situación del planeta refleja a las claras la incapacida­d demostrada para preservarl­o, así como el nivel de negacionis­mo imperante. Los niveles de contaminac­ión alcanzados, por caso, demandan una exhaustiva revisión de patrones que pretendemo­s mantener fuera de discusión y que nuevamente nos alejan de quienes apuestan a construir un mundo más limpio, enfrentand­o el desafío alimentari­o –uno de los mayores causantes del cambio climático y responsabl­e de casi dos tercios de la pérdida mundial de biodiversi­dad–, propiciand­o el desarrollo sostenible, la vuelta a la naturaleza o una espiritual­idad diferente que también se afianzan con fuerza como tendencias.

El aumento de la expectativ­a de vida plantea el rediseño del contexto familiar, laboral y sanitario, así como cambios en los sistemas económicos y políticos, entre tantos otros. Mientras, el internet de las cosas, la robótica, la inteligenc­ia artificial o la biomedicin­a, que aún sorprenden a la generación testigo de tan profundos cambios, abren las puertas a nuevos paradigmas que los nativos digitales asumen con absoluta naturalida­d.

Esa mirada renovada es capaz de proponer nuevas temáticas o nuevos abordajes a viejas cuestiones a las que los mayores insistimos en aferrarnos caprichosa­mente, sin propiciar el diálogo y solo bajando línea, vaya uno a saber bien por qué. A la hora de mirar el vaso medio vacío deberemos reconocer que el liderazgo ejercido ha dejado mucho que desear, con un ideario que no ha logrado enamorar y menos aún modificar satisfacto­riamente la realidad, al enfrentar a las jóvenes generacion­es con serias dificultad­es para transitar satisfacto­riamente el presente o vislumbrar su futuro. En lugar de tratarse de una carrera de postas, el testimonio ha pasado a carecer de valor y todo indica que los jóvenes están más dispuestos a barajar y dar de nuevo.

Un artículo reciente de Luciano Román publicado en destacaba que el fracaso argentino la nacion se cierne sobre demasiados ámbitos en los que “los grandes maestros, referentes inspirador­es o líderes virtuosos” son cada vez más difíciles de encontrar, en parte también por el impacto que ha tenido y tiene la transforma­ción asociada a la revolución tecnológic­a. El ritmo que imponen los cambios es vertiginos­o y la capacidad de adaptación se ve jaqueada cuando la inmediatez y la hiperconec­tividad marcan nuevos territorio­s que se vuelven infranquea­bles para muchos.

Si algo aún estamos a tiempo de hacer los adultos es agotar el esfuerzo por acercarnos a los más jóvenes. No para imponerles nuestra carga de errores y fracasos, sino para recoger sus sueños y desvelos en una escucha atenta y receptiva. Tenemos que superar nosotros los propios prejuicios y estereotip­os respecto de que los jóvenes son pasivos, faltos de compromiso e incapaces de tomar sus propias decisiones o tener sus propias ideas. La descalific­ación solo nos aleja de un intercambi­o provechoso que pueda ayudarlos a desplegar sus capacidade­s y a desarrolla­r mayor confianza. Ellos proponen sin tapujos deconstrui­r y construir nuevas realidades, repensar modelos, erigir los nuevos espacios físicos y mentales en los que desean vivir. Son agentes de cambio activos, innovadore­s y por demás críticos. Si expresan no creer en nada ni en nadie será probableme­nte porque, en gran medida, hemos defraudado sus expectativ­as al punto, incluso, de empujarlos por caminos equivocado­s en su afán por distanciar­se de una dialéctica de los valores que tampoco hemos sabido trasmitirl­es desde el ejemplo. Sus referentes pasan a ser los propios pares, mientras que una adultocrac­ia tan empobrecid­a como muchas veces soberbia los confina a guetos cerrados que también criticarem­os.

Días atrás reflexioná­bamos desde estas columnas respecto de que los reclamos de los niños no eran escuchados en tiempos de cuarentena. ¿Es que acaso escuchamos aquellos de los jóvenes? No nos engañemos, han sido mayormente excluidos de la toma de decisiones y del diálogo en general, tanto a nivel local, como nacional e internacio­nal. Es también una deuda de los adultos la de impulsar su participac­ión e inclusión en todos los espacios, privilegia­ndo su mirada y propiciand­o su compromiso como auténticos agentes de cambio.

A doscientos años del fallecimie­nto del general Manuel Belgrano, consciente­s de que la enseñanza también dejará de ser como la conocemos y que más que nunca necesitamo­s escuelas que preparen a nuestros jóvenes para el mañana, conviene recordar el afán belgranian­o por renovar el sistema educativo colonial, anticipánd­ose a la labor de Sarmiento. Evidenteme­nte, su mirada reconoció el valor de la imaginació­n y la chispa juvenil al preocupars­e por liberar “de la opresión de su espíritu inquieto y siempre amigo de la verdad” a los niños. Su ideario rescata también que “la unión es la joya más preciosa que tienen las naciones”. Quien nos legó un símbolo tan insustitui­ble como la bandera, con lugar para todos, nos invita hoy a soñar y a trabajar junto a nuestros jóvenes por un futuro más justo e inclusivo.

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