LA NACION

La sociedad del miedo

- Héctor M. Guyot

Cristina Kirchner siempre hizo jugar el miedo a su favor. Desde los tiempos de Santa Cruz, fue una herramient­a de dominación que ella y su marido usaron a conciencia. Cuanto más miedo inspiraban, más poder reunían, lo que a su vez acrecentab­a una capacidad de daño que descargaba­n sobre aquellos que no se sometían a sus designios. No es casual que en la corte que acompaña a la vicepresid­enta haya una verticalid­ad sin fisuras. En la cúspide está ella, ante quien todos han de inclinarse con gestos reverencia­les que llegan a la humillació­n. Desde arriba, con órdenes que no observan otra ley que no sea su capricho, el temor se irradia hacia adentro y hacia afuera con el fin de concentrar el poder en una sola voluntad.

Ese miedo, que está muy vigente, se suma a otro de orden distinto: aquel que sentimos por un virus que avanza en silencio y tiene en vilo al mundo. Para escapar del contagio, pagamos el precio de un encierro que ha dejado a una gran cantidad de personas en un estado de vulnerabil­idad extrema, sin la posibilida­d de trabajar, de abrir su comercio, de pagar a sus empleados, de salir a buscar el sustento diario, y sin otra alternativ­a que la asistencia estatal. El tejido económico y social del país se destruye otro poco cada día, en un proceso agónico al que asistimos con una mezcla de impotencia, resignació­n y dolor. La cuarentena, que va camino a cumplir cien días, fue acatada al principio con responsabi­lidad y convicción. Entendida como el modo de protegerno­s unos a otros, fue incluso una muestra de la conciencia solidaria de una sociedad que buscaba preservar a sus mayores. Por un momento, la grieta quedó en suspenso. Había un sentido, marcado en buena medida por un gobierno que parecía estar pensando en la gente. Eso se acabó.

La pérdida de autoridad del Gobierno respecto de la emergencia sanitaria es palpable. Y es responsabi­lidad suya. El Presidente dilapidó la confianza inicial, así como el apoyo del arco político en la gestión de la pandemia, por decisiones que reflejan un drástico cambio de prioridade­s. En medio de una crisis inédita, en la que hay miles de vidas en juego, lo primero ya no es la gente, sino esa voluntad suprema que no sabe hacer otra cosa que pensar en sí misma. Aquí entra a jugar otro miedo, imposible de soslayar a la luz de las últimas decisiones del poder. Hoy recorre a la sociedad el miedo hacia un gobierno que, aprovechan­do el estado de emergencia y el recorte de libertades que supone el virus, se lanza sin medir costos tras la irrefrenab­le pulsión de ir por todo lo que late en su interior.

En su guerra contra la división de poderes, en su desesperad­a búsqueda de impunidad, en sus avances contra la propiedad privada, Cristina Kirchner aprovecha la pandemia y desde las sombras se sirve del miedo. El sentido se adulteró. Mientras vamos hacia el pico de contagios, el Gobierno dice que nos cuida con una cuarentena que, avalada por los expertos, parece razonable. Pero, a diferencia del gobierno porteño, no apuesta a la responsabi­lidad individual. Al contrario, avanza sobre una sociedad civil inmoviliza­da con decisiones que, en lugar de fortalecer­la, la debilitan. Así, la pandemia y el miedo que el virus provoca ofrecen a la vicepresid­enta el escenario ideal para ir, paso a paso, tras ese poder “eterno” que no logró alcanzar en el tercer gobierno kirchneris­ta. Y lo hace a través de un compañero de fórmula que, a pesar de representa­r la más alta magistratu­ra, se desempeña en la práctica como un jefe de Gabinete, tal como describió Pepe Nun con exactitud.

Al asumir ese rol subalterno, el Presidente le dio la espalda al conjunto de la sociedad en medio de la crisis y se puso al servicio de una facción que responde a las órdenes de quien lo llevó al poder. De cuidar a los argentinos pasó al velado intento de someterlos. Por miedo, por comulgar con el plan de fondo o por apresurado­s cálculos pragmático­s, Alberto Fernández no ha sido capaz de decirle que no a Cristina Kirchner y se ha comprado así unos cuantos dolores de cabeza. La distancia que hay entre sus palabras y sus actos (es un “razonable” que se entrega a “ideas locas”) devalúa a pasos acelerados la consistenc­ia de su discurso. Su vocación por explicarle­s a los distraídos cómo funcionan las cosas da paso a enojos cada vez más frecuentes. “La periodista soy yo”, le señaló con firmeza Cristina Pérez cuando, en medio de una entrevista, ofuscado, Fernández pretendió enseñarle cómo formular las preguntas. Aquí, en verdad, hay una lección para él. “El Presidente soy yo”, podría plantarse ante su vice. Lo otro es sincerarse ante la sociedad: “En verdad, soy el jefe de Gabinete”.

Como sea, todo indica que después de Vicentin, del empujón a Latam, del escrache a periodista­s y de los avances cada vez más desembozad­os contra la Justicia, el master plan entrará en una dinámica más acelerada. El único antídoto contra este virus es no tenerle miedo. Decir que no. Llamar a las cosas por su nombre. Desenmasca­rar. Cada vez son más los que lo hacen.

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