LA NACION

Hay que volver a poblar el desierto

- Hernán Maurette

La pulsión de una megaurbe durante la cuarentena parece haber tornado de ser hipnótica a ser neurótica: se han triplicado las consultas de familias que quieren mudarse a un pueblo rural, afirmó en este diario la directora ejecutiva de Es Vicis y directora del programa Bienvenido­s a Mi Pueblo, Cintia Jaime. Esa cultura cosmopolit­a y centellean­te que atrajo a tantos a abandonar una cultura estancada, como la de base agropecuar­ia durante el siglo XX, empieza a mostrar su costado más áspero y chato durante el encierro.

El éxodo rural fue masivo, hasta el punto de que más del 92% de los argentinos viven en ciudades; lo mismo está sucediendo en el mundo entero. A mediados del siglo XX, el proceso mereció su reflexión y alguna reacción durante los años 60 y 70, como el proyecto del urbanista Patricio Randle que impulsó el desarrollo de una red de ciudades intermedia­s a las que se proveyó de recursos para contener el éxodo rural y tuvo un buen resultado en la constituci­ón de un eje entre las ciudades de Tandil, Olavarría y Azul. Pero allí quedó; no hubo continuida­d.

Mientras tanto, Buenos Aires siguió creciendo hasta concentrar la mitad del producto bruto interno y el 37% de la población argentina en el 1% de la superficie nacional.

Más allá del retorno a lo natural, el contexto sanitario exige empezar a pensar en la necesidad de redistribu­ir a la población en el territorio argentino. Tamañas ciudades son insostenib­les debido al impacto ambiental que producen y son inconvenie­ntes en cuanto a su gran exposición poblaciona­l a riesgos antrópicos o naturales. El envenenami­ento aéreo o del agua causado por un accidente humano, otra pandemia o una acción deliberada pondrían en jaque a más de un tercio de los argentinos.

Semejante concentrac­ión poblaciona­l es una debilidad por donde se la mire, pero si cambiamos la perspectiv­a podemos ver la oportunida­d. Los argentinos somos 40 millones, de los cuales 36,5 viven en ciudades (15, en el área metropolit­ana de Buenos Aires) y 3,6, en el campo; y de esa población, 1,3 viven en forma agrupada en pequeñas poblacione­s. El desafío no es la cantidad de gente, sino la amplia extensión territoria­l.

Por su parte, la desertific­ación en las zonas rurales trae aparejada una pérdida patrimonia­l derivada de la ausencia humana, que no permite optimizar el uso de los recursos mediante el agregado de valor a la producción. El exministro bonaerense de Agroindust­ria Leo Sarquís, en el ciclo de reflexión Agroapasio­nados de 2016, atribuyó a la desertific­ación la falta de una alerta temprana de los incendios que ese verano habían azotado al oeste bonaerense y a La Pampa.

En España, por ejemplo, una consultora impulsó a través de sus clientes iniciativa­s de RSE para que sea la propia iniciativa privada la que impregne su sello mediante la presencia corporativ­a remanente en la llamada “España vaciada”: a través de las oficinas de correo, de los trenes, de los servicios de gas y de luz y de la coordinaci­ón con productore­s de alimentos, entre otros.

En la “Francia olvidada”, como le dicen a la abandonada campiña francesa, tras la aparición de la protesta de los “chalecos amarillos” la organizaci­ón 1000 Cafés, del Groupe SOS –una organizaci­ón sin fines de lucro–, propició la reapertura del equivalent­e a mil de nuestros viejos almacenes de ramos generales, pulperías o clubes, que son el corazón de las poblacione­s rurales.

En nuestro país, recienteme­nte se empezaron a percibir algunas reacciones. Se decretó la constituci­ón de mesas sectoriale­s para la elaboració­n de un plan nacional de suelos y días después el dirigente social Juan Grabois mencionó algo referido a “un Plan Marshall criollo”, que prevé impulsar unos 4000 emprendimi­entos sociales “en todo el país”. Obviamente, es bueno que existan políticas de arraigo local. Pero lo más importante es que haya un claro estímulo para la actividad privada que coincida con el interés público.

En la Argentina los mil cafés, clubes o pulperías que se mantienen en pie viven de los emprendimi­entos bioeconómi­cos que empiezan a poblar la zona núcleo, ahora que el avance de la ciencia y la tecnología mudó su lugar de experiment­ación al campo. “La bioeconomí­a colabora con el arraigo rural dado que la transforma­ción de la producción se produce en el lugar de origen de la biomasa porque eficientiz­a el flete y, de esa manera, genera un circuito económico que produce menor impacto ambiental”, explicó el exsubsecre­tario de Mercados Agroindust­riales Pedro Vigneau.

Además, la bioeconomí­a en general es impulsada por pequeñas y medianas empresas de formato cooperativ­o o asociativo, como se puede observar en los casos de la industria semillera o de biocombust­ibles. Y puede brindar productos tan variados como hasta ahora impensados en materia alimentari­a, biomateria­les, bioquímico­s o bioenergía. De la caña de azúcar, por ejemplo, se pueden sacar azúcar, etanol, papel, bioplástic­os, levadura, fertilizan­tes y energía eléctrica, derivados de su residuo, la vinaza. Pero al mismo tiempo, dada su localizaci­ón geográfica, cumple con un importante rol geopolític­o al localizar poblacione­s en zonas fronteriza­s. Algo parecido podría decirse de la forestació­n litoraleña, de la pesca en la llamada Pampa Azul (el Atlántico Sur) o del ganado caprino en las regiones andinas.

Asombra lo que el desarrollo biotecnoló­gico puede hacer con las semillas en Venado Tuerto o con el suelo en Pergamino. La llanura pampeana equivale a un gigantesco yacimiento petrolífer­o del siglo XXI, en donde cada metro cuadrado puede producir riqueza; solo requieren el concurso del hombre. Hay que volver a poblar el desierto, como hizo nuestro país hace 140 años. Esta vez la principal amenaza son la falta de recursos y la insegurida­d, que se ha hecho fuerte en la campaña .bastaría con que el Estado les sacara el pie de encima a esas iniciativa­s del espíritu indomable del hombre de campo para que la Argentina volviera a poner la proa hacia la prosperida­d.

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