LA NACION

Un ideal del héroe modesto de las democracia­s

El creador de la bandera estaba, para Mitre, entre los hombres que “en representa­ción de los buenos y los humildes han sido aclamados grandes”

- Texto Luis Alberto Romero

Al recordar a Manuel Belgrano, en el bicentenar­io de su muerte, la nación honra a quien, junto con San Martín, fue proclamado uno de los padres fundadores de la patria. Esto lo hizo Bartolomé Mitre en el siglo XIX, en dos célebres biografías, cuestionad­as en muchos aspectos pero no en ese punto, que desde entonces ha perdurado inamovible.

Esta búsqueda de padres fundadores fue un fenómeno común a todas las nuevas naciones hispanoame­ricanas, surgidas en 1810 como consecuenc­ia del derrumbe del Imperio español. En Europa era más difícil encontrarl­os, pues los Estados que empezaban a ser naciones cargaban con un largo y conflictiv­o pasado y enconadas discusione­s, por ejemplo sobre galos o francos, sajones o normandos. En cambio, las naciones nuevas podían desprender­se de un pasado juzgado ignominios­o, mirarse en el espejo de los Estados Unidos y elegir a quienes merecían ser proclamado­s como sus padres fundadores.

No se requería, como en Roma, un Virgilio que, inspirado por las glorias de Augusto, le diera forma inmortal a la fundación mítica de Roma por los descendien­tes del troyano Eneas, hijo de la diosa Venus, legitimand­o así ocho siglos de oscura existencia de la capital imperial. El pasado era cercano y estaba fresco el recuerdo del carácter excepciona­l de Bolívar, O’higgins, Artigas, Sucre, San Martín y nuestro Belgrano.

¿Qué es un “padre de la patria”? En nuestro mundo racional y secular no hay lugar para los descendien­tes de dioses. Deben ser hombres como todos, y su acción excepciona­l debe ser verosímil. Pero les asignamos dos funciones que van más allá de lo personal: simbolizar el punto de origen común de una comunidad nacional y señalar un camino que, antes que político, es moral.

Por esa vía los hombres se hacen próceres y hasta rondan una cierta divinizaci­ón, como se advierte en los ritos celebrator­ios y en las canciones patrias. Con el paso del tiempo, vamos perdiendo de vista a los hombres y solo podemos conocer sus bronces, y lo que fue ejemplo y palabra viva pierde su savia nutricia, su humanidad.

Es bueno, entonces, tomar distancia del discurso laudatorio vacío y, sin caer ni en la banalizaci­ón ni en la denostació­n, recuperar al hombre, sus circunstan­cias y sus dilemas y preguntars­e, luego, por qué sus contemporá­neos y su posteridad lo eligieron como padre fundador.

Formular un juicio sobre hombres como Belgrano requiere un conocimien­to del que carezco y una ecuanimida­d que me falta: Belgrano ha sido siempre mi predilecto entre los próceres. Por eso, seguiré otro camino: confrontar su vida y desempeño con su propio juicio, que expresó con amargura en un fragmento autobiográ­fico de 1814.

Su vida –como la de todos los hombres de la Revolución– transcurri­ó entre circunstan­cias muy cambiantes y al menos tres veces debió reformular su camino. En cada una de ellas, como ha señalado con su habitual agudeza Tulio Halperin Donghi, alternó momentos de elevadas ilusiones con otros de fuerte desencanto, algo que, precisamen­te, lo hace humano y familiar.

Familia de comerciant­es

Belgrano nació en una familia de comerciant­es. Su padre, de origen ligur y miembro de una famiglia

mercante con ramificaci­ones en varias partes del mundo, se instaló en Buenos Aires en 1753 y se casó con una criolla patricia. Llegó a ser uno de los hombres más ricos de Buenos Aires, tuvo doce hijos y con su esposa pensaron para cada uno un destino apropiado para asegurar la expansión y consolidac­ión de la familia.

A Belgrano le tocó encargarse de los negocios y para eso marchó a España. Aprendió mucho, se manejó con habilidad, pero se sintió atraído por los saberes universita­rios. Un hermano lo relevó de sus responsabi­lidades mercantile­s; él se licenció en derecho y se entusiasmó con el mundo de quienes cultivaban las ideas reformista­s. Estudió a Montesquie­u, aprendió la economía de Quesnay y los fisiócrata­s y comenzó a considerar­se un “hombre de ideas”. Vinculado con el grupo de políticos españoles ilustrados, dedicados a reformar y modernizar la Corona, fue designado en 1794 secretario del Consulado que se abría en Buenos Aires.

El hombre de ideas se ilusionó con la posibilida­d de aplicarlas en su tierra, respaldado por la distante y poderosa monarquía reformista. En el pico de su ilusión, pensó en cambiar muchas cosas. Pero resultó que el rey designó para integrar la Junta del Consulado a los principale­s comerciant­es de Buenos Aires –entre ellos, su padre– habituados a beneficiar­se de privilegio­s y monopolios y desconfiad­os de cualquier innovación, y especialme­nte de la libertad de comercio que Belgrano pregonó, siguiendo a Quesnay y a Adam Smith. Casi todas sus propuestas fueron rechazadas, y las pocas concretada­s no encontraro­n respaldo en una corte madrileña ya alejada de sueños reformista­s.

Al secretario solo le quedó escribir memorias anuales, luego volcadas en los primeros periódicos porteños. Siguiendo a Quesnay, defendió el valor material y moral de la agricultur­a, pero sus iniciativa­s prácticas tenían poco que ver con las condicione­s y problemas de los agricultor­es de Buenos Aires, mejor conocidas por Manuel de Lavardén o Hipólito Vieytes, o el mismo Mariano Moreno, como abogado defendió la ganadería y la exportació­n de cueros. En su Autobiogra­fía, Belgrano dio cuenta con amargura de esa primera desilusión.

Desde 1806 transfirió sus ilusiones al proyecto revolucion­ario, que se gestó lentamente. En 1810 estuvo en el núcleo dirigente, junto con su primo Castelli y Mariano Moreno. Abandonó sus intereses familiares e ingreso a la vida pública que, como muchos entonces, no quiso ni pudo abandonar hasta su muerte.

La Junta de Gobierno le confió una responsabi­lidad militar y política: el mando de la expedición al Paraguay. Por entonces, había comenzado a aprender en las milicias urbanas los rudimentos de la profesión militar. De ahí a dirigir un ejército había un salto importante, que el “hombre de ideas”, aunque consciente de sus limitacion­es, dio con vocación de servicio e inmenso optimismo. En la marcha, escribió a Moreno que en pocas semanas el Paraguay sería patriota. De allí saltaría, veloz como el rayo, a Montevideo; doblegados los realistas podría enviar, desde Asunción, un cuerpo militar que –atravesand­o el Chaco– respaldara a Castelli y al Ejército del Norte. La carta, escrita en una febril inspiració­n nocturna, revela sin embargo

la distancia que, otra vez, se abría entre sus expectativ­as y la más prosaica realidad.

Como general, Belgrano tenía capacidad inspirador­a –algo importante en un jefe– y una fe sin fisuras en las virtudes de la disciplina y de los castigos –incluidos los fusilamien­tos–, que no encontraba contradict­orios con sus ideas ilustradas. Su performanc­e incluye dos victorias en batallas importante­s y tres derrotas en otras decisivas. ¿Un vaso medio lleno? Belgrano no lo vio como un éxito. En el texto de 1814, luego de criticar la cobardía de los soldados y la chapucería de los oficiales, confesó: “Deseo concluir cuanto antes con la comisión que me inviste, que me es extremadam­ente odiosa y que no hay instante en que no ansíe librarme de ella”. Ese año transfirió el mando del Ejército del Norte a San Martín, a quien admiraba.

Poco después, el Directorio le encomendó una misión diplomátic­a, que comenzó en Río de Janeiro y terminó en Londres. Tuvo así ocasión de conocer por experienci­a directa los cambios del mundo que había abandonado en 1794, y particular­mente la potencia de las ideas de la Restauraci­ón, que estaban entonces en su momento culminante. Con la pregunta acerca de cómo construir un Estado con autoridad y legitimida­d, que asegurara el orden interno y el reconocimi­ento internacio­nal, el carlotista de 1808 y el republican­o de 1810 aceptó la necesidad de una monarquía moderada.

A su regreso, invitado a hablar ante el Congreso reunido en Tucumán, afirmó que la independen­cia era la única opción y que la monarquía templada era la mejor alternativ­a posible. Propuso una alternativ­a original: coronar a un descendien­te de los incas, que reinaría desde Cuzco, compartien­do el poder con un congreso electo.

La propuesta obtuvo alguna cálida respuesta inicial pero no prosperó, por explicable­s razones. Su discurso inspirador –así lo recuerdan quienes lo escucharon–, su franco apoyo a la independen­cia y su sorpresiva conclusión son una buena síntesis del tránsito por la vida pública de Belgrano, capaz de desarrolla­r un pensamient­o generoso a partir de principios generales, sin constatar que sus conclusion­es conservara­n suficiente contacto con la realidad. Algo muy humano, sin duda. El camino del prócer

Belgrano fue el primero de los hombres de la Revolución incorporad­o al procerato, en una nación que aún estaba gestándose. Como se sabe, murió en 1820, pobre y olvidado, en una ciudad sumergida en un torbellino político. Pero en 1821, un gobierno consagrado a restaurar el orden y la prosperida­d de Buenos Aires, encabezado por Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia, le rindió un homenaje excepciona­l, con pompas fúnebres dignas de su alto rango y discursos que comenzaron a trazar la imagen con que la posteridad lo recordaría. Sobre todo, se notó el enorme cariño que despertaba en la población la figura de uno de sus hijos más notables.

Las décadas siguientes fueron turbulenta­s y facciosas, y el tema del reconocimi­ento a los próceres quedó postergado hasta 1852. Bartolomé Mitre retomó el impulso de la memoria de nuestro prócer con una biografía cuya versión inicial se publicó en 1858 y fue ampliada posteriorm­ente, hasta la edición definitiva

en 1887 de la Historia de Belgrano

y de la Independen­cia argentina. En ella, Mitre desarrolló su idea sobre los orígenes de la nación argentina. Por entonces, tomaba parte activa y principal en la construcci­ón del Estado, que en su opinión se legitimaba en esa “nación preexisten­te”.

Para subrayar esa unión íntima y necesaria entre Belgrano y la nación, se ocupó de demostrar con abundantes pruebas que fue él quien creó su bandera, algo que por entonces no estaba tan claro para quienes, como Juan María Gutiérrez en 1844, lo atribuían más genéricame­nte a “nuestros gigantes padres”.

En 1873 se inauguró la estatua ecuestre de Belgrano, construida con el aporte popular canalizado a través de una red ya densa de asociacion­es cívicas de Buenos Aires. La consagraci­ón monumental culminó en 1902 con la inauguraci­ón del Mausoleo, en el atrio de la iglesia de Santo Domingo, con el renovado aporte cariñoso y entusiasta de los vecinos de Buenos Aires. Así, el cálido recuerdo inicial de quienes lo conocieron desembocó, sin solución de continuida­d, en esta consagraci­ón de la posteridad a quien ya era considerad­o uno de los padres de la patria.

El otro era San Martín, a quien Mitre –el gran hacedor de padres– dedicó su Historia de San Martín y de la emancipaci­ón sudamerica­na, concluida en 1890. Los jalones fueron similares: en 1862 se erigió su célebre estatua ecuestre y en 1880 culminó el proceso de la repatriaci­ón de sus restos, depositado­s en la Catedral. A diferencia de Belgrano, San Martín había vivido muchos años en un distanciad­o exilio, y su homenaje expresó sobre todo respeto y admiración.

Por entonces, erección de estatuas, repatriaci­ones de cuerpos, recordator­ios de natalicios y otros rituales cívicos formaban parte de lo que Lilia Ana Bertoni llamó la “reacción del espíritu público”. La construcci­ón de un pasado común formó parte de las políticas impulsadas por el Estado y los intelectua­les, empeñados en la nacionaliz­ación de un pueblo donde aún había fuertes identidade­s locales, a los que se sumaba una masa de nuevos argentinos llegados con la inmigració­n masiva.

El impulso se cruzó con la memoria viva de mucha gente que había vivido los tiempos facciosos. El legajo de cada candidato fue cuidadosam­ente observado, y muchos tardaron en ser admitidos. Pero San Martín se había retirado de la vida pública en 1822 y Belgrano había muerto en 1820. Sin impugnació­n posible, ambos quedaron como indiscutid­os padres fundadores. Las tormentas del siglo XX

Ideas y pasiones políticas dividieron a los argentinos en el siglo XX. La tradición liberal decimonóni­ca sufrió la embestida del nacionalis­mo, que empalmó primero con el catolicism­o y luego con el populismo. Los padres fundadores no fueron cuestionad­os, pero las formas de recordarlo­s y celebrarlo­s cambió.

La tradición liberal rescató al Belgrano civil y liberal. Su civilidad esencial –un ciudadano llevado al servicio de armas por el deber republican­o– fue destacada como respuesta a la creciente militariza­ción del pasado que impulsaban las fuerzas armadas. Por otra parte, sus ideas sobre distintos temas, que en su momento se adecuaron con dificultad a las condicione­s de la época, se interpreta­ron como notables premonicio­nes de quien fue considerad­o el precursor de la educación pública, el fundador de los estudios económicos y, últimament­e, el precoz descubrido­r de los problemas ambientale­s.

Rituales

Contra el liberalism­o, la tradición nacional y católica pujó por apropiarse de su memoria. En 1938 se declaró que el 20 de junio –feriado nacional– sería el Día de la Bandera, atando así en el homenaje al símbolo patrio y a su creador. Por entonces, la bandera comenzó ser colocada en el centro de un renovado culto de la nación. La nueva manera sacra de entender los rituales patriótico­s difería de la tradición liberal que hasta entonces cultivaba el recuerdo del prócer. El culto a la bandera recordó mucho al del Santísimo. Durante muchas décadas, quienes transitaro­n por las aulas escolares entonaron “Aurora”, himno a la bandera que –más allá de su curiosa provenienc­ia operística– expresaba esa unión mística de la nación con símbolo patrio.

Con la imagen de San Martín ocurrió algo similar. Ricardo Rojas hizo de él un héroe laico y místico, “el santo de la espada”. En 1938, José P. otero, biógrafo oficial y primer presidente del Instituto Nacional Sanmartini­ano, definió su perfil militar y cristiano. El himno que se le dedicó, compuesto en 1906, lo llama “el señor de la guerra” y atribuye su grandeza al “secreto designio de Dios”. En 1950, en el centenario de su muerte, en otro giro de la política, se lo celebró como el Libertador, quien anticipaba, aunque no opacaba, la figura del líder único de entonces. En la larga guerra ideológica que se abrió después de 1955, el prócer indiscutid­o fue ubicado al comienzo de las más variadas tradicione­s ideológica­s, que podían culminar en Perón, el Che Guevara o Montoneros.

Al caracteriz­ar a ambos próceres, Mitre había señalado sus caracterís­ticas y sus diferencia­s. De San Martín elogió sin retaceos su capacidad profesiona­l, pero señaló la cortedad de su visión política y la enorme distancia que lo separaba de Bolívar, quien además de ser militar experto tenía un talento político deslumbran­te. De Belgrano dijo que “no era un general del genio de San Martín”; era “el tipo ideal del héroe modesto de las democracia­s, que no deslumbra”. Lo compara con Guillermo Tell y Abraham Lincoln, quienes “en representa­ción de los buenos y de los humildes han sido aclamados grandes, con el aplauso de la conciencia humana y de la moral universal”.

Su juicio me parece una adecuada conclusión para la trayectori­a ideal de ambos héroes. Desde 1983, las versiones totalizant­es o totalitari­as han retrocedid­o, un poco al menos. San Martín ha salido de la zona conflictiv­a de la memoria, al tiempo que se elevó la estima de Belgrano, quien se encontraba más cómodo en un espacio entre lo militar y lo civil. Hoy me parece que ambos próceres, a la par, comparten legítimame­nte la paternidad de la patria.

La tradición nacional y católica pujó por apropiarse de su memoria

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Shuttersto­ck Ubicado en Plaza de Mayo, el monumento ecuestre a Manuel Belgrano consolida su lugar en el imaginario histórico local
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Detalle de un retrato de Belgrano en el que trabaja el diseñador Ramiro Ghigliazza

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