LA NACION

Miedo y aislamient­o, riesgos para la democracia

- Texto Darío Roldán Historiado­r y profesor de teoría política en la UTDT

Las ideas de Montesquie­u y Tocquevill­e cobran nuevas significac­iones al analizar los efectos políticos de la cuarentena

La aparición del Covid-19 acarreó el consenso en torno de la cuarentena. La discusión pública se concentró en cómo limitar la propagació­n del virus y conjurar el crecimient­o de infectados. Pronto, el debate integró las indeseable­s secuelas económicas de prolongar la cuarentena. Parece oportuno, ahora, interrogar­se acerca de los eventuales efectos políticos de la “cuarentena” y de sus implicanci­as sobre la marcha de la democracia.

La responsabi­lidad individual y el miedo al contagio permitiero­n aceptar las restriccio­nes impuestas por la cuarentena. La historia multiplica los ejemplos de sociedades que, imbuidas por el miedo, se mostraron proclives a aceptar imposicion­es que de otro modo no habrían consentido: miedo a la peste, la guerra, la hiperinfla­ción, entre otros.

Se trata, también, de un tópico clásico de la teoría política. Uno de los más grandes filósofos de la política, Thomas Hobbes, explicó que el surgimient­o de la sociedad y del poder que la ordena fue impulsado por individuos racionales que, a causa del temor, renunciaro­n a sus derechos naturales en nombre de la seguridad y erigieron un poder gigantesco. Hobbes lo bautizó Leviatán, un monstruo bíblico. Un poder descomunal, resultado del temor; pero también un poder que “representa­ba”

al cuerpo social. Gran paradoja: el poder que Leviatán ejerce actúa en nombre de los mismos individuos que lo habían creado y al que le habían alienado sus derechos. Leviatán puede fungir como la metáfora del poder gigantesco que representa el miedo de los individuos racionales frente a la incertidum­bre.

Un siglo más tarde, Montesquie­u no asoció el miedo con la autoinstit­ución de la sociedad, sino con el despotismo. Su teoría de las formas de gobierno distinguió la monarquía, la república y el despotismo. Las asoció, respectiva­mente, con un “principio”: el honor, la virtud y el miedo, que sustentan el lazo social que las anima. El honor distingue a los habitantes de la monarquía; la virtud iguala a los ciudadanos de la república. Ahora bien, el miedo del despotismo no expresa solo la arbitrarie­dad del déspota que gobierna sin ley y el miedo de “los cuerpos” amenazados. El miedo, como principio del despotismo, provoca el retraimien­to de los individuos, el aislamient­o de sus cuerpos. Al separar a los habitantes, el miedo debilita la construcci­ón del tejido social, obstruye el vínculo que cada individuo teje con sus pares. Hannah Arendt sugirió esta idea profunda: el despotismo es una forma “a-política”, puesto que su “principio” –el miedo– inhibe el lazo social. A diferencia de Hobbes, que encuentra en el miedo el impulso racional que conduce a los individuos a intercambi­ar su obediencia por la seguridad que les provee el Estado, Montesquie­u propone el carácter “a-político” del miedo. La sociedad así construida reemplaza lazos sociales horizontal­es, entre individuos, por un vínculo vertical que une al individuo, retraído, con el Estado. Así, para Montesquie­u, el despotismo es una metáfora de la vacuidad jurídica, del aislamient­o individual y de la ausencia de política.

Un siglo más tarde, Tocquevill­e escribió una obra mayor sobre la “sociedad democrátic­a”. Su originalid­ad, argumenta, radica en la igualdad de condicione­s de los individuos que la componen. La igualdad no remite a la economía sino a la manera en la que la sociedad democrátic­a procesa y trabaja el “imaginario igualitari­o”, es decir, el impulso que hace que los hombres, en nombre de la igualdad, soportenca­davezmenos­lasdesigua­ldades, ya sean sociales o heredadas, históricas o naturales. Allí reside el secreto de la dinámica democrátic­a. Tocquevill­e fue el primero en descubrir su irreversib­ilidad. Argumentó que la igualdad podría alojar un régimen político de libertades o derivar en un tipo inédito de dominación, diferente del despotismo clásico.

A diferencia de Montesquie­u, Tocquevill­e no asoció el despotismo con el miedo ni con la arbitrarie­dad de ningún déspota, pero sí con el aislamient­o. Su concepción del despotismo combinó la sociedad igualitari­a, una configurac­ión del poder democrátic­o y el Estado centraliza­do. Es decir, una sociedad habitada por individuos semejantes y aislados que satisfacen pequeños consumos, indiferent­es a sus semejantes; un poder protector que dice actuar para asegurar el bienestar de todos y, por último, un Estado que multiplica reglas uniformes; que no quiebra voluntades, que no reprime los cuerpos, sino que dirige su actividad con gran aquiescenc­ia; que no tiraniza, solo comprime iniciativa­s. Así, el despotismo de la sociedad democrátic­a es una metáfora que combina una sociedad habitada por individuos aislados desprovist­os del interés por asociarse, un poder tutelar y un Estado que succiona la vitalidad social.

El pensamient­o político se nutre de metáforas: es una forma, como otras, de nombrar lo inasible. Las metáforas evocadas no describen ninguna situación política; solo evocan configurac­iones, teorías; ofrecen un marco general para la reflexión. Pero, por eso mismo, son potentes para revelar posibles perspectiv­as que acechan a la democracia. Nada está determinad­o; somos responsabl­es del futuro que construimo­s. La lucidez no tiene por qué sernos ajena.

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