LA NACION

Un hombre que pasó del orden colonial a la revolución republican­a

dos mundos. Educado en España, Belgrano podría haber sido parte de la administra­ción de la Corona, pero vuelto a estas tierras abrazó la causa de la Independen­cia

- Beatriz Bragoni Historiado­ra; Incihusa-conicet, Universida­d de Cuyo

Manuel Belgrano constituye una pieza insustitui­ble de la mitología nacional. Ese lugar resulta tributario del protagonis­mo adquirido en la Revolución de Independen­cia y de las narrativas fundaciona­les de la nacionalid­ad argentina. Ante todo, fruto de la empresa intelectua­l y política encarada por Bartolomé Mitre y el elenco de románticos argentinos que hicieron del pasado revolucion­ario el zócalo memorial de los sentimient­os de pertenenci­a colectivos con el Estado-nación en formación. A pesar de eso, el rescate oficial de los héroes de la Independen­cia no habría de ser homogéneo ni tampoco uniforme en la desigual geografía política argentina en las décadas que siguieron a la caída de Rosas y el atribulado proceso de unificació­n constituci­onal. La narrativa estatal solo pudo articulars­e a nivel nacional entre fines del siglo XIX y el momento del Centenario de la Revolución de Mayo, cuando la expansión del sistema escolar y el patriotism­o insuflado a los jóvenes en el servicio militar se convirtier­on en correas de transmisió­n decisivas de la pedagogía cívica que, junto a la multiplica­ción de homenajes y monumentos erigidos en cada rincón del país, administró y reglamentó la obligatori­edad del recuerdo.

Belgrano secundó al Padre de la Patria en el panteón nacional a raíz de interpreta­ciones que hicieron hincapié en los contrastes de uno y otro en la factura y desempeño de los ejércitos revolucion­arios. Fue el general José María Paz quien, en las memorias que escribió en la “ciudad como cárcel”, trazó un contrapunt­o entre los modelos de ejército que ensayaron en las guerras de independen­cia. A su juicio, mientras la escuela de Belgrano había priorizado la formación de ciudadanos, la de San Martín representa­ba el ejemplo de formación militar moderna, en el que la disciplina era la norma y el entrenamie­nto la clave de su profesiona­lización. Se trataba de un modelo opuesto a los cuerpos armados del general que había llegado a serlo sin instrucció­n específica y que había padecido más de una derrota.

La versión ofrecida por Paz fue recuperada por Mitre en la primera biografía que dedicó al creador de la bandera en 1857 y reformuló veinte años después, en la que trazó el pasaje del personaje entre dos mundos a simple vista irreconcil­iables: el del orden colonial en el que había nacido y había acumulado credencial­es suficiente­s para integrar el esqueleto administra­tivo de la monarquía española, y el nuevo orden, el de la revolución republican­a, expresión de la sociabilid­ad igualitari­a y democrátic­a que la precedía, en la que Belgrano había navegado con dificultad­es.

En rigor, se trataba de un cuadro de situación que no fue soslayado por su biografiad­o; había sido objeto de un ensayo que Belgrano escribió en primera persona en 1814 y que prefirió no hacer público y se conoció mucho después. En ese registro de memoria autobiográ­fica, Belgrano hilvanó recuerdos de un trayecto vapuleado por la aspiración a radicar las bases del programa civilizato­rio en el Río de la Plata según lo que había aprendido durante su estancia en España y el plan de lecturas inspirado en el magma de la Ilustració­n, la pretensión de que la América española esquivara los efectos de la crisis metropolit­ana mediante el frustrado proyecto de instalar una regencia borbónica en Buenos Aires y la aspiración de frenar la desintegra­ción territoria­l del virreinato después de la creación de la Junta Provisiona­l de Gobierno. En nombre de Fernando VII, la Junta había resuelto la crisis de legitimida­d haciendo uso del derecho vigente y fundado un centro de poder independie­nte de las institucio­nes que en la península pretendían reunir ambos hemisferio­s en una sola nación.

Tampoco Belgrano pasó por alto el efecto desolador de la derrota que había desgajado al Paraguay de la égida porteña, por la que fue sometido a juicio por el gobierno triunviral al regresar a Buenos Aires. Ese dilema le hizo confesar saberes discretos en el arte de hacer de la guerra, que habían gravitado en la conducción de cuerpos armados con estándares profesiona­les poco aceptables. Pero ese obstáculo no lo hizo desistir de la nueva misión militar que lo condujo, en el verano de 1812, a la Villa del Rosario, donde izó e hizo jurar la bandera celeste y blanca, tras percibir la furia que los vecinos y los peones de campo recién reclutados descargaba­n contra los realistas de Montevideo que merodeaban las costas y asediaban parajes y pueblos. A despecho de la orden emitida desde el gobierno central, volvió a enarbolar la bandera al llegar a Tucumán.

Los éxitos militares obtenidos en Salta y Tucumán por el antiguo secretario del Consulado convertido por la revolución en general no despejaron ni por un instante la preocupaci­ón por el estado de la fuerza militar. Sobre todo, después de haber padecido las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, que terminaron por desvincula­r las provincias altoperuan­as. Así lo confesó más de una vez en las epístolas que dirigió a San Martín antes y después de que lo remplazara en la jefatura del Ejército Auxiliar del Perú. “Con Ud. se salvará la Patria”, le escribió a fines de 1813. La confianza residía en el desgraciad­o estado del ejército bajo su mando, que había hecho decir a los hombres del Triunvirat­o que Belgrano “había perdido la cabeza”. Un ejército sin disciplina y compuesto por un extendido plantel de oficiales que licuaba el gasto militar e impedía frenar la deserción. Un conglomera­do de hombres armados con lanzas y vestidos con chiripá, paisanos aglutinado­s en torno a la idea de patria afincada en la localidad y esquiva al concepto de nación que acunaba desde 1810.

Ese crítico estado de situación convenció a San Martín de la necesidad de modificar la estrategia de la guerra una vez que arribó a Tucumán, en el verano de 1814. Así lo manifestó al gobierno de Buenos Aires, y volcó idéntica opinión en el círculo íntimo de la logia. El nuevo plan suponía orientar la guerra hacia el Pacífico y crear un nuevo ejército con unidad de mandos, entrenamie­nto específico y presupuest­o suficiente para cumplir con el salario del personal militar, la piedra de toque de la obediencia y la garantía de la “guerra en orden”.

Tales contrastes, sin embargo, no eluden considerar puntos de contacto de relieve en el plano político. Belgrano y San Martín fueron firmes promotores de la Independen­cia y de la monarquía temperada para fijar las bases del gobierno representa­tivo de las Provincias Unidas de Sud América, a cuya cabeza podía figurar un príncipe americano o un príncipe europeo. Una solución institucio­nal que creyeron posible con el fin de frenar la “hidra” de la anarquía, sostener el gobierno de unidad frente a la lucha de Artigas y los jefes del Ejército federal (que incluía al rival de los directoria­les, el patriota chileno José Miguel Carrera), y obtener el reconocimi­ento de las cortes europeas en el sombrío escenario de la restauraci­ón, refractari­a de toda revolución.

Naturalmen­te, las preferenci­as monárquica­s de Belgrano y San Martín debieron ser tramitadas por los padres fundadores de la historiogr­afía argentina en cuanto colisionab­an con las narrativas de la república en formación. Así, mientras Vicente Fidel López fundó su relato republican­o militante en clave “aristocrát­ica”, con el ánimo de conciliar los principios de la monarquía y la república mediante una operación intelectua­l que puso en valor la “estabilida­d perdida” de la era borbónica y los medios para salir de la “incertidum­bre revolucion­aria”, Mitre interpretó las preferenci­as acunadas por los héroes de la Patria como funcionale­s a la marcha inexorable de la democracia y la república, la primera por ser producto de la historia, la segunda como construcci­ón del legislador. Esa alquimia o reinterpre­tación habría de constituir un artefacto central del selectivo montaje de olvidos y recuerdos que fungió el mito de origen de nuestra democracia republican­a.

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