LA NACION

Los peligros del encierro sin fin

- Martín Rodríguez Yebra

Cuando entró al laberinto de la cuarentena, Alberto Fernández postergó por la fuerza la batalla para salir de la recesión, la misión urgente que era razón de ser de su gobierno recién nacido. Cien días después sigue buscando la salida, con la certeza ingrata de que al final lo espera lo mismo. Pero peor.

El aislamient­o temprano le concedió un respaldo amplísimo; un aire de liderazgo sin partidismo que disimuló de un plumazo el desdén inicial con que su administra­ción había tratado el coronaviru­s que sacudía a medio mundo. Europa era un espejo que adelantaba imágenes de horror aquel 20 de marzo del primer anuncio, cuando en la Argentina había 158 personas con Covid-19 detectado y apenas tres muertos.

El remedio exitoso para contener los contagios se convirtió en dogma instantáne­o. En la atmósfera apocalípti­ca del otoño, se impuso el “cuarentena o muerte” como un imperativo ideológico. La fantasía de la unidad nacional se resquebraj­ó con el paso de las semanas, en un regreso paulatino a la confortabl­e tensión de la grieta. Expuesto al aplauso y la protesta, Fernández no desconoce –lo dijo ayer– el hartazgo de la sociedad con el encierro que se eterniza. La angustia por la parálisis en la actividad, la pérdida de empleos y la falta de luz al final del túnel empiezan a desnudar las flaquezas de la comunicaci­ón oficial.

“Salvemos vidas y ya habrá tiempo de pensar en la economía” es una frase de cabecera que no hace el mismo efecto que antes. La vida misma queda ameme nazada por el desastre económico, como pareció filtrarse ayer por primera vez en el mensaje de Fernández. El drama es que la evidencia se asume cuando crecen los contagios y las muertes, y el confinamie­nto se cristaliza como inevitable. Fernández enfrenta el reto sanitario al que supeditó todo lo demás. Ganó tiempo, no inmunidad. Ni 100 días de preparació­n alcanzaron para asegurar que el sistema sanitario evitará los desbordes que agobiaron a países con espaldas mucho más anchas.

La ilusión de que la pandemia da licencias también se resquebraj­a. Con esa premisa, el Gobierno se lanzó a la emisión monetaria a tiempo completo (superó la barrera del billón de pesos), confió en un acuerdo para reestructu­rar la deuda aún irresuelto, toleró una movida para liberar presos peligrosos y se embarcó en la aventura indescifra­ble de la “soberanía alimentari­a”. La autoridad del Presidente, forjada en su papel en la lucha contra el virus, quedó minada por la injerencia a cara descubiert­a de la vicepresid­enta Cristina Kirchner en decisiones claves, como la intervenci­ón de Vicentin.

La cuarentena desnudó problemas de coordinaci­ón apenas se le quiso añadir matices, como pasó el fatídico viernes 3 de abril cuando un aluvión de jubilados se agolpó en los bancos para cobrar sus haberes. Afloraron guerrillas internas. Y se tardó más de la cuenta en organizar los operativos de testeos y rastreo de contactos estrechos, que podrían haber aliviado la rigidez de las medidas.

La solución de “paga el Estado” contiene de momento la ansiedad social. Nuevas siglas como el IFE, el ATP, así como el ahora prometido “ingreso universal”, nacieron como paliativos útiles, pero se revelan insuficien­tes para impedir los cierres de empresas y comercios heridos. El default –blando, virtual o como quiera llamárselo– es una realidad y una trampa peligrosa de la que el ministro Martín Guzmán pugna por escapar.

Los mensajes optimistas que el Gobierno difunde sobre una economía que comienza a despegar se topan con las cifras oficiales. Solo en el primer trimestre el PBI cayó 5,4% (con apenas 11 días de parálisis incluidos). El desempleo superó el 10%. El gasto se duplicó; la recaudació­n se hunde. La industria registra caídas históricas y el comercio se asoma a un abismo sin precedente. Los funcionari­os contienen la respiració­n a la espera del dato oficial de pobreza, que podría alcanzar niveles de 2001. Nada de eso mitiga la satisfacci­ón apenas disimulada de buena parte del kirchneris­mo por el peso prepondera­nte que asumió el Estado en la gestión de la economía.

El pico aparente de la crisis sanitaria deja en tinieblas los pronóstico­s de futuro. Faltan meses de aislamient­o, acaso con idas y vueltas pero seguro con enormes dificultad­es para vivir con cierta normalidad. La retórica se ajusta hacia una forma de empatía, que aconseja grabar y editar los mensajes institucio­nales para prevenir deslices inesperado­s o preguntas incómodas. Se habla de “otro esfuerzo más” (nunca “el último”). Se teuna desobedien­cia, producto de la desesperac­ión. Tristement­e, el impacto mismo de la enfermedad convence más que cualquier discurso. Ya casi todos conocemos a algún infectado.

El miedo mantiene unidos a gobernante­s tan disímiles como Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta. Es un mérito de Fernández que la foto del trío se sostenga en el tiempo, a pesar de los roces que no siempre consiguen ocultar.

El 1º de marzo, Fernández había elegido palabras bien solemnes para dirigirse a la Asamblea Legislativ­a, con dos mes y medio de experienci­a en el sillón presidenci­al. “Vengo a darle a mi palabra el valor delcomprom­iso.vengoacont­arlesenqué lugar estamos parados como sociedad. Cuáles son los riesgos que nos acechan y cuáles las fortalezas a las que podemos recurrir para poder avanzar”. La pandemia en ciernes no figuró entre los peligros que describió. Ni una vez mencionó la palabra coronaviru­s en 1 hora y 19 minutos. La Argentina solo detectaría el primer contagio dos días más tarde.

Aquellos “riesgos que nos acechan” se agravan. La recesión, la debilidad del peso, el ancla de la deuda, la inflación, la falta de competitiv­idad, la desconfian­za empresaria­l en un proyecto político con ansias intervenci­onistas, la grieta política que se prometía cerrar.

En Olivos juran que ya están trabajando en la “nueva agenda”. Que es la vieja, magnificad­a. Pero la urgencia manda como nunca. Las terapias intensivas. Los testeos. La curva que no termina de aplanarse, con su sombra destructiv­a. Otro invierno que habrá que pasar.

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