LA NACION

Cien días y dos preguntas: ¿a dónde llegamos?, ¿a dónde vamos?

- Luciano Román.

Hace cien días, asumimos un sacrificio que creímos razonable. El mundo estaba asolado por un virus que sembraba muerte sin reconocer fronteras. Nos propusiero­n, delante de ese espejo de dolor y de tragedia, una cuarentena que nos permitiría “aplanar la curva”, preparar nuestro sistema de salud, evitar el descontrol de los contagios. Algunos con dudas, otros con miedo, todos con incertidum­bre, nos quedamos en casa para cuidarnos y cuidar a los demás. Vimos a oficialist­as y opositores en una misma mesa; vimos un comité de científico­s que aportaba opiniones autorizada­s. Fuimos –a grandes rasgos– una sociedad que actuó con madurez, con responsabi­lidad, con espíritu solidario. Pero pasaron cien días, y aquella foto del principio ya luce en color sepia. Esa coordinaci­ón entre el Presidente y gobernante­s de distinto signo político ha exhibido evidentes fisuras y desacoples, aunque se intente mantener las formas. El comité de científico­s ha tenido algunos derrapes casi grotescos y ha quedado cristaliza­do en un enfoque sesgado, sin incorporar otras miradas ni perspectiv­as más amplias.

Muchas otras cosas han pasado en estos cien días: enojo desde el poder frente a quienes plantearan angustias e interrogan­tes; descalific­aciones por “miserables” a empresario­s que advertían sobre pérdidas irreparabl­es; aprovecham­iento de la coyuntura para liberar presos; avances del Estado sobre la propiedad privada y la Justicia. Ha ocurrido, también, que se ha impuesto una suerte de “Estado de sitio” a la bartola, chapucero y anárquico, en el que muchos intendente­s cerraron las puertas de sus municipios, levantaron “muros sanitarios”, implantaro­n toques de queda y desconocie­ron normas y permisos de autoridade­s superiores, mientras el Poder Judicial se declaraba “servicio prescinden­te”. Ha ocurrido que se convirtier­an algunas villas en guetos y que, al amparo de la emergencia, se pagaran escandalos­os sobrepreci­os para la ayuda social. Mientras tanto, el personal de salud sigue reclamando insumos y elementos de protección indispensa­bles.

Han pasado cien días para que nos digan que estamos igual que al principio. Solo que en el medio se han desmoronad­o empleos, libertades, familias, sueños y proyectos. En el medio, además, se ha deteriorad­o la salud de todos, no solo por el coronaviru­s: se hacen menos cirugías, menos consultas, menos tratamient­os y controles, sin contar –en muchos casos– las secuelas del sedentaris­mo, la ansiedad, la mala alimentaci­ón, el aislamient­o y la violencia intrafamil­iar. Por supuesto, también se ha degradado la educación, donde las desigualda­des han sido acentuadas.

Acá estamos, cien días después, con más preguntas que respuestas; con la misma preocupaci­ón y el mismo temor del primer día, pero con la carga de cien días de un país paralizado, aunque también con la tranquilid­ad de una catástrofe que no ha ocurrido. Hoy tenemos que hacer frente a las inmensas y múltiples consecuenc­ias de una “cuarentena eterna”, mientras nos dicen que sigamos encerrados porque no hay alternativ­a.

El “sacrificio racional” que asumimos en aquellos días de marzo se empieza a parecer ahora a un “encierro asfixiante”. Es cierto que la cuarentena se ha flexibiliz­ado de hecho, sencillame­nte porque para muchos se ha tornado insostenib­le. Millones de ciudadanos han empezado, desde hace varias semanas, a aplicar sus propios protocolos. Con lógica simple e irrefutabl­e han dicho, “si puedo ir al supermerca­do y cruzarme con decenas de desconocid­os, puedo visitar a mi hermano, que vive solo y no puede trabajar”. O “si puedo salir a pasear al perro, puedo ir con mi hijo a la plaza a respirar aire puro”. Por supuesto, con barbijo, distancia y alcohol en gel. Desde el principio supimos también que “quedarse en casa” era imposible para millones de familias que sufren condicione­s de extrema precarieda­d habitacion­al.

Esta flexibilid­ad desordenad­a y espontánea no atenúa, sin embargo, el impacto de la cuarentena sobre la economía, que no es –vale aclararlo– algo alejado ni separado de la vida. Detrás del cierre definitivo de bares, restaurant­es, gimnasios, bazares, peluquería­s, institutos de enseñanza, librerías, cines, peloteros, salones de fiestas... hay familias desahuciad­as, empleos que costará mucho recuperar, dolor, impotencia, insomnio y desolación. El problema no es solo de algunos sectores ni de algunas zonas. Cuando se dice que “la industria funciona en pleno” o que “el interior está normalizad­o”, se dice una cosa a medias. No hay industria “en pleno” sin comercio “en pleno”; no hay interior “normalizad­o” sin interconex­ión con la ciudad y la provincia de Buenos Aires. Se ha roto un entramado que ya estaba muy debilitado antes de la pandemia.

Las penurias son enormes y profundas. También nos asfixia la pérdida de nuestras pequeñas cosas. “¿Qué querían, salir a correr? ¿Querían salir a pasear? Ahí tienen...”, nos retó el Presidente. Y sí, queremos hacer esas cosas que hacemos los hombres y las mujeres comunes cuando vivimos en libertad: queremos ir a trabajar, queremos salir a caminar, queremos no pedir permiso para vivir nuestra vida. No debería haber retos, sino comprensió­n ante el impulso humano de la vitalidad. Sabemos que estamos en una pandemia universal y es lógico que debamos lidiar con las restriccio­nes que impone el peligro. Sabemos que es un virus nuevo y que eso justifica, en alguna medida, marchas y contramarc­has, ensayo y error. Pero sabemos, también, que están en juego nuestra salud, nuestros empleos, nuestras familias y nuestro futuro. Es demasiado importante como para que nos callemos y acatemos, para no preguntar qué están haciendo, qué nos están proponiend­o con esta lógica de “cuarentena o muerte”. No podemos entregar otros cien días de libertad sin saber a dónde vamos.

El “sacrificio racional” que asumimos en aquellos días de marzo se empieza a parecer ahora a un “encierro asfixiante”

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