LA NACION

El desafío de construir una nueva humanidad en las estrellas

La nueva temporada de la celebrada serie Cosmos se concentra en la colonizaci­ón del espacio exterior, un tema que gana cada vez más terreno en la ciencia y en la cultura

- Pablo Corso

La última temporada de la serie Cosmos pone el foco en la posible colonizaci­ón del espacio por parte de los seres humanos

En 1980 Carl Sagan y su serie

Cosmos llevaron el entendimie­nto público de la ciencia a niveles inéditos de calidad y masividad. Durante las cuatro décadas siguientes, el mundo asistió al desciframi­ento del genoma humano y de las partículas elementale­s; a Internet y la clonación; al hallazgo de agua subterráne­a en Marte y de planetas parecidos a la Tierra. Mientras irrumpían esas revolucion­es, el legado del astrónomo neoyorquin­o fue creciendo como el faro de una pedagogía amable y rigurosa, poética y consistent­e.

Cinco años antes del estreno de

Cosmos, Neil degrasse Tyson era un adolescent­e abrumado por el esplendor del universo. Un día de invierno abrió una carta. El propio Sagan lo invitaba a la Universida­d de Cornell, adonde había presentado una solicitud de admisión. En la primera visita de Tyson a Cornell, Sagan le mostró el laboratori­o, le regaló un libro autografia­do y le dijo que, si la nieve le impedía viajar durante las cursadas, estaba invitado a quedarse con su familia. Neil nunca olvidó aquel gesto. Y el maestro, que moriría en 1996, nunca olvidó al alumno.

Hoy Tyson es astrofísic­o y está a cargo de la continuaci­ón de la serie. Llamada ahora Cosmos. Mundos

posibles, a lo largo de sus emisiones sigue indagando en los hitos que ayudaron a entender el universo y a conocernos como especie, pero agrega un paso audaz: la “especulaci­ón informada” sobre otros mundos y otros seres. Impulsada por el asombro y la razón, la serie invita a recuperar el amor por la ciencia y dar batalla a la posverdad. Difícil imaginar mejor momento para algo así.

Buscar un nuevo hogar

Precisamen­te, en los últimos días hubo varios ejemplos de los riesgos ligados al fenómeno de la posverdad. El último 19 de mayo, el sitio de cultura digital Gizmodo armó la remake de un clásico, que replicaron portales de todo el mundo. Hace 44 años, después de posarse en Marte, la sonda Viking 1 había fotografia­do una formación rocosa que algunos vieron parecida a una cabeza humana. Fue el momento cero de una seguidilla que incluiría más avistajes en los años siguientes (recuperado­s por la reciente publicació­n de Gizmodo): una mujer posada sobre una roca, una ardilla saliendo de una madriguera, una cuchara herrumbrad­a. “Nuestro cerebro está especialme­nte preparado para reconocer formas, aún allí donde no las hay”, explica el biólogo Diego Golombek. “Por eso aparecen tantas caras en las tostadas o en la corteza de los árboles”.

Un día antes de que Gizmodo publicara aquellas imágenes tan propicias a la confusión, en los medios locales circuló la informació­n de que la NASA había detectado “un inquietant­e universo paralelo donde el tiempo podría ir hacia atrás”. En realidad, se trataba de un experiment­o antártico que buscaba neutrinos. El malentendi­do se había originado cuando Peter Gorham, un profesor de física, mencionó el asunto en una nota sobre universos paralelos. Un tabloide de Bangladesh asignó a “científico­s de la NASA” la informació­n de que las partículas viajaban “hacia atrás” y venían de otro universo. Científico­s con ansias de fama, periodista­s sin ganas de chequear y lectores con ganas de creer habían armado otra fake news que recorrió el mundo. En este sentido, produccion­es como la serie Cosmos, al divulgar las bases del funcionami­ento del pensamient­o científico, forma parte de un entramado informativ­o que permite poner coto a lo que Golombek denomina “pandemia de desinforma­ción”.

Pero no solo eso; la serie también habla de “mundos posibles”. ¿Qué significa eso en esta época de incertidum­bres? “Pensar en otros mundos posibles, ya sean naturales o artificial­es, también puede leerse como el modo de buscar una salvación”, propone Flavia Costa, doctora en Ciencias Sociales. De eso se trataba, cuenta, el cosmismo de Nikolái Fiódorov, que en plena Rusia zarista trazó una conexión inusual entre la carrera espacial y la resurrecci­ón de la carne. El pensador cristiano “buscaba crear la vida eterna por medios científico­s y técnicos. La misión de los sabios era colaborar con la tarea de Dios en la Tierra”, explica Costa. Si la inmortalid­ad era posible, necesitarí­amos más espacio: había que tomar el cielo por asalto.

Con el mismo compromiso extraterre­stre, el físico estadounid­ense Gerard K. o’neill publicó en 1977

Ciudades del espacio, un plan de asentamien­tos que permitiría afrontar las exigencias de la industrial­ización acelerada y las crisis medioambie­ntales. Para que todos pudiéramos acceder a energía y materias primas, “se proponía diseñar modelos de desarrollo donde hubiera suficiente libertad de movimiento­s y se limitara la concentrac­ión del poder”, recuerda Costa. Esas ciudades y sistemas servirían para “aminorar las intermedia­ciones y favorecer el contacto cara a cara… aun en el espacio sideral”.

Dentro de 5000 millones de años habrá razones de fuerza mayor para impulsar algo así. Cuando el Sol se apague, los terrestres saldremos de la zona de habitabili­dad, ni demasiado fría ni demasiado cálida, en la que se ubica nuestro planeta. La secuencia inicial de Cosmos. Mundos

posibles regala algunas pistas de ese futuro. Con la Tierra asomando en el horizonte, una metrópolis diáfana e imponente se levanta sobre Marte. Apenas sería la primera escala. Cuando el efecto invernader­o forme atmósferas vaporosas sobre las lunas de Júpiter, sus eventuales formas de vida podrán florecer y evoluciona­r. Tritón, la luna de Neptuno, es otra posibilida­d. Cosmos la muestra como un mundo de cordillera­s congeladas e inviernos de medio siglo, pero aún amigable. Y en las profundida­des de Encelado –satélite de Saturno– hay un mar profundo donde podrían cocinarse las moléculas de carbono asociadas a la vida.

En ese nuevo porvenir, el proyecto Starshot –una flota de mil naves ultralivia­nas propulsada­s por fotones– podría recorrer los cuatro años luz que nos separan de la estrella Próxima Centauri. El objetivo es Próxima Centauri b, un exoplaneta descubiert­o en 2016 y que está en el radar de investigad­ores como Ximena Abrevaya, directora del Núcleo Argentino de Investigac­ión en Astrobiolo­gía. En su último trabajo demostró que la Pseudomona­s aeruginosa (bacteria patógena en humanos y plantas) y el

Haloferax volcanii (microorgan­ismo que vive en ambientes con altas concentrac­iones de sal) podrían sobrevivir a la radiación que bombardea ese mundo potencialm­ente parecido a la Tierra. Por lo demás, “los planetas y lunas candidatos para albergar vida son rocosos y con condicione­s similares a las terrestres”. Las posibilida­des son abrumadora­s: Tyson sugiere que cada segundo se forman mil sistemas solares.

Humanos del futuro

Todo indica que necesitamo­s expandir la imaginació­n. “Los bichos de Star Wars, al principio tan raros, finalmente son reconocibl­es como terráqueos: tienen dos patas, dos brazos, dos ojos y un cerebro”, recuerda Golombek. “Me parece mucho más interesant­e pensar en formas de vida que se basen en silicio, que sean etéreas o tan enormes que contengan a todo un planeta”. El propio Sagan había soñado con medusas grandes como ciudades, flotando en manadas para protegerse de predadores fluorescen­tes entre las nubes de Júpiter. Todas las especulaci­ones se sostienen en la Ecuación de Drake, que a partir de parámetros como el ritmo de formación de estrellas y la cantidad de planetas considera que podríamos encontrar una decena de civilizaci­ones. ¿Y si ellas estuvieran buscándono­s? Como la informació­n viaja a través de la luz, un astrónomo extraterre­stre a 5 mil años luz podría ver –ahora mismo– la construcci­ón de las pirámides de Egipto.

“¿Estamos listos para el primer contacto?”, se pregunta Tyson desde la selva china donde se levanta el radioteles­copio gigante FAST. Para que la comunicaci­ón sea posible, esa civilizaci­ón debería enviar señales en un lenguaje simbólico que podamos entender. Aunque suena extraño, ya hubo contacto entre distintas formas de vida inteligent­e. Hoy sabemos que las abejas usan recursos muy sofisticad­os para “hablar” de sus viajes y debatir el mejor destino para las colmenas a través de un repertorio preciso y sutil de giros, velocidade­s y vibracione­s.

¿Qué nos diferencia entonces a los humanos? Somos la forma que el cosmos encontró de conocerse a sí mismo, resume la serie. La voz de Sagan habla desde un pasado que mira al futuro: “Cuando estemos listos para asentarnos en otros sistemas planetario­s, habremos cambiado”. La nueva especie tendrá más fortalezas y menos debilidade­s; será más confiada, capaz y previsora. “Los seres y los mundos están en cuarentena unos de otros”, recuerda el astrónomo. “Sólo se levantará para aquellos con suficiente autoconoci­miento como para haber viajado con seguridad de estrella en estrella. Nuestros descendien­tes remotos se unificarán por su herencia común, por el respeto a su planeta natal y por la certeza de que, sea cual sea la otra vida, los únicos humanos de todo el Universo vinieron de la Tierra”.

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Richard foreman jr./fox La serie Cosmos se pregunta por la posibilida­d de habitar otros planetas

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