El hombre y su medio La naturaleza, mucho más que un objeto de explotación
Hemos crecido a expensas del equilibrio ambiental; el calentamiento global compromete la continuidad de la vida en la Tierra, cuyo padecimiento también es el nuestro
Somos muchos los que no contamos con un jardín donde aspirar, tras la lluvia, el aroma de la tierra. Muchos para quienes el perfume de las flores no es habitual. Muchos los que disponemos, a lo sumo, de un módico balcón suspendido en una selva de piedra, cable y cemento. Cada tarde, sin embargo, ese rincón nos regala un fragmento de cielo donde saciar nuestra sed de inmensidad o un presentimiento de lo eterno.
La peste, al forzar la reclusión, volvió apremiante el deseo de retomar el trato con la naturaleza; más que intensa la necesidad de volver al mar, al campo, a la montaña.
Es evidente: la naturaleza y nosotros no somos lo mismo. Un enigmático abismo nos separa. Pero un alivio profundo nos dice, en cada reencuentro con ella y con más fuerza en estos meses de encierro, que lejos de la naturaleza nos cuesta reconocernos.
Basta advertir que respiramos para sabernos inscriptos en una realidad que nos trasciende y da sustento. Sumergidos en un océano de oxígeno, no solo somos creadores sino también criaturas habilitadas para la vida. Integramos algo que nos excede. En ese algo nos movemos y rara vez lo notamos, concentrados como estamos en los desafíos de nuestra inmediatez. Cuando lo hacemos, el asombro nos colma y la naturaleza se convierte, entonces, en algo más que un entorno: se nos revela indisociable de nosotros. Su destino y el nuestro se dejan ver como inseparables.
No obstante, somos otra cosa que estricta naturaleza. “Estamos hechos de palabras”, propone Octavio Paz. Somos lenguaje y nos sabemos lenguaje. Esa autoconciencia expresa nuestra singularidad. Intérpretes verbales de cuanto hay, lo somos a la vez de nosotros mismos. Sin perder realidad, la naturaleza en nosotros ha perdido protagonismo. Ese valor hegemónico, por no decir absoluto, que ella preserva en las demás especies, en la nuestra se ha extinguido. El pájaro ignora que vuela. No nada el pez bajo el agua porque no sabe que lo hace. Somos nosotros quienes infundimos, con la palabra, sentido a cada una de esas acciones. Es en nosotros donde el pájaro vuela y nada el pez.
viene de tapa
Algo excepcional ocurrió con el hombre. Algo que lo arrancó de ese anonimato universal. No es la conciencia. Todos los seres vivos la tienen a su modo, si por ella se entiende el discernimiento que les permite asegurarse la subsistencia. Es otro el don, otro el milagro en nuestro caso: la autoconciencia. Ese rebote prodigioso de la conciencia sobre sí misma. Ese lapsus de la fatalidad. Esa evasión del hombre a las imposiciones intransigentes de la naturaleza.
Somos nosotros, solo nosotros, quienes se saben vivos. Solo nosotros los que saben que morirán. Es que somos existencia. Seres expuestos al encuentro y a la pérdida de sentido. Vida que se autodescubre y descubre a la naturaleza.
El sentimiento de interdependencia del hombre con su medio natural proviene de lejos. Su origen se hunde en mitologías remotas. Fue, en sus comienzos, un sentimiento de terror y vasallaje ante lo inconcebible: la luz, el hielo, la oscuridad, el vendaval y el desierto. En el siglo XVIII, Rousseau idealizó la naturaleza como el hogar perdido y alentó a recuperarla. Hipólito Taine, cien años después, se empeñó en persuadirnos de que, aun en nuestras creaciones más excelsas y en apariencia más distanciadas de ella, éramos deudores de la geografía. ¿Cuánto debe, se preguntó, la tragedia shakespeariana a la piedra y la bruma y al áspero viento inglés?
Deudores de los significados, lo somos también del tiempo. Dos propiedades de las que el animal carece. El tiempo no es lo que pasa sino lo que somos y nos pasa. Solo nosotros somos transitorios. Nadie más se sabe pasajero. Nadie, como nosotros, sometido a la fragilidad de los significados que amparan y desamparan con igual intensidad.
Los ritmos de la naturaleza cautivaron al hombre desde temprano. Su primera perplejidad nació ante ellos. En la regularidad de esa cadencia vio la mano de los dioses. Y supo, a la vez, subordinarse a ellos. En la siembra ardua y en la cosecha laboriosa expresó el hombre su acatamiento al mandato de la espera.
Aún es así pero ya no solo ni ante todo es así. Hace trescientos años, la naturaleza comenzó a ser radicalmente desoída. Su maltrato creció bajo el impulso entusiasta de una explotación más eficiente. La obtención de sus recursos se transformó en saqueo. Se multiplicó esa devastación impulsada por los imperativos de la industrialización. El desequilibrio climático se profundizó. El aire en las ciudades se hizo irrespirable. La extinción de especies y espacios verdes se cumplió bajo las banderas del progreso. Las aguas y no solo los cielos acusaron el trastorno sustantivo de la naturaleza. Las estaciones perdieron previsibilidad. Su fisonomía habitual se desdibujó. El siglo XX ya no dejó dudas: crecíamos a expensas del equilibrio ambiental. El calentamiento global, de no ser contenido, comprometía la prosecución de la vida humana en la Tierra. Abundaron entonces las cumbres climáticas. En ellas, no faltó discernimiento. Faltó obrar en consonancia con la verdad. En la disyuntiva entre mercado y preservación ambiental, la opción por el mercado ha sido rotunda. Herida, avasallada, desoída en su reclamo de equidad, la Tierra se ha plantado ante el hombre para recordarle lo elemental: si ella padece, padecerá él también. Ya es así. La hemos desconocido. Ya abundan en nuestra especie los migrantes climáticos. Hombres y mujeres cuyas tierras han perdido fecundidad, sepultadas por el agua o agrietadas por la sequía.
La decadencia física
La concepción de la naturaleza como una fuerza destructora que con los años termina por corroer, junto con nuestro cuerpo, ese refinado y complejo mecanismo que es el espíritu encontró, una relatora incisiva en Simone de Beauvoir. La ceremonia del adiós narra el deterioro creciente, progresivo, letal de Jeanpaul Sartre. Su pavoroso derrumbe psíquico unido al abatimiento físico de sus años finales.
Ambos, en tiempos de fortaleza y celebridad, caracterizaron al mundo de la cultura como un triunfo del espíritu sobre la ciega voluntad avasalladora de la naturaleza. Y a las graduales humillaciones de la vejez, como el desquite de la naturaleza sobre el desplazamiento que le impone la cultura.
Anticipándose a ellos en dos siglos, el 27 de enero de 1771, Marie de Vichy-chamrond, marquesa de Dudeffand, retrató ese avasallamiento brutal del alma por parte de la naturaleza en el período final de una vida. Lo hizo en una carta escrita a los 74 años y dirigida al último de sus amantes, el novelista inglés Horace Walpole. Nada esconde allí: “Es necesario que le haga una confesión: mi espíritu se debilita, se fatiga, se cansa; ya no tengo memoria, ya no soy capaz de participar en nada. Apenas si hay algo que me interese, todo me mortifica. Me parece que uno no debería envejecer, es una crueldad de la naturaleza condenarnos a la vejez. Mi situación ya me resulta insoportable. Yo he tenido gatos, perros, que han muerto de vejez y se ocultaban poco antes en los agujeros y tenían razón. En situaciones así, nadie quiere mostrarse, dejarse ver, cuando ya no se es más que un objeto triste y desagradable”.
Tetsuro Watsuji, filósofo japonés, compuso, en la primera mitad del siglo pasado, una preciosa Antropología del paisaje. Sus páginas abundan en aciertos conceptuales y un lúcido lirismo inspira su convicción central: “En el clima y el paisaje el ser humano se descubre así mismo”.
Surgimos, nos dice, donde aparece el paisaje. Lo hacemos inscriptos en una nueva significación. En diálogo con el paisaje, el hecho de existir se nos hace evidente. Se trata de una experiencia. No de un saber abstracto. En el encuentro con él, nos convertimos en seres presenciales. Vivenciada como paisaje, la naturaleza ya no cuenta como medio de subsistencia. La contemplación la disuelve como mera proveedora de recursos. Incluso como contexto. Ahora es presencia. Al igual que nosotros por obra de la comunión con ella. ¡Qué bien lo hicieron ver Cézanne y Van Gogh!
La necesidad de contemplar la naturaleza es imperiosa en el hombre. No se trata solo de mirar. Tampoco de ver para discernir y diferenciar. Se trata de dejarnos rozar por lo real, ese imponderable que llega hasta nosotros y le da nueva consistencia a nuestro ser. Se trata de reconocerlo y de reconocernos presentes en el aroma de la tierra cuando el rocío aún resplandece en lo que toca, en la tarde cuando cae, en un jardín habitado por los sueños, en el cielo dilatado del verano, en el misterio invicto de la noche estrellada, en el río que corre entre las piedras. En todo lo que nos convoca y habilita como testigos e interlocutores. En la naturaleza habitada, por fin, con el estremecimiento de quien, al descubrirla, se descubre traspasado por el enigma de estar vivo por una única vez.
De las expresiones del paisaje, es decir, de la naturaleza transfigurada por obra de un íntimo encuentro con ella, hay dos que me cautivan: una es la lluvia, la luz es la otra.
Reflejos de otoño
La luz que me conmueve viene de mayo y aún en junio perdura. Yo quisiera atraparla, contenerla, perpetuarla. Es luz de otoño, de las tardes de otoño. Una luz que acaricia y colma la casa donde vivo. Es una luz que el invierno se llevará.
Los días que le dan sustento guardan algo del aliento extenuado del verano, la huella más presentida que evidente de un último fulgor de marzo en las cosas.
Yo me enamoro de esa luz todas las tardes. Ella despierta en mí algo indefinible pero nítidamente enlazado a la alegría de jugar que yo sen