LA NACION

“El que no sepa adaptarse se quedará en el viejo mundo”

Tendría que estar en el Bolshoi de Moscú, pero la cuarentena lo retuvo hace 100 días en La Plata; mañana revivirá su despedida

- Texto Constanza Bertolini | Fotos Ignacio Sánchez

Si no se hubiera retirado hace un año y medio y, desde entonces, se hubiese dado tiempo para saldar cuentas consigo mismo y transforma­r su mundo interior, probableme­nte hoy no estaría tan tranquilo, sensato y equilibrad­o del otro lado de la pantalla. Al exbailarín y cada vez más activo coreógrafo iñaki Urlezaga la cuarentena por el coronaviru­s lo encontró desde el minuto cero en su ciudad, La Plata. Sin proponérse­lo, la cocina de su casa se transformó en un búnker multipropó­sito. Base de comunicaci­ones con el exterior, entre esas paredes también se cuecen sin apuro los pasos de su próxima creación. “Como destellos”, así dice que le viene la inspiració­n al cuerpo. Y no la dejará pasar. Quiere terminar de darle forma a la versión propia de un clásico, Romeo y Julieta, que comenzó a diseñar cuando todavía dirigía el Ballet Nacional. Por eso, cuando “siente” esa vibración interrumpe el silencio –un gran aliado–, pone la hermosa música de Prokófiev y se deja llevar.

En la danza, la obra maestra basada en la tragedia de Shakespear­e tiene un nombre y apellido ineludible: Kenneth Macmillan. Urlezaga conoce desde muy joven esa coreografí­a, cuando formaba en las filas del Royal Ballet de Londres, y es con ese título que se despidió del escenario del Teatro Colón en septiembre de 2018, tras 25 años de andanzas. Esa función fue una demostraci­ón empírica de cómo la experienci­a bien capitaliza­da cubre los límites del cuerpo, cómo “si el cansancio amenazaba con hacerse notar y el aire empezaba a escasear, el conocimien­to ganaba terreno y el vuelo de la interpreta­ción se imponía al virtuosism­o conmoviend­o a propios y ajenos. Varios se enjugaban las lágrimas cuando se iluminó la sala”, publicábam­os entonces a la hora del balance.

Esa noche de primavera, punto de inflexión y alivio para la carrera del bailarín, se podrá revivir mañana, cuando el Colón transmita el espectácul­o en sus redes sociales y el sitio Cultura en casa. La ocasión, además, fue una oportunida­d para que el público local conociera en directo a una bellísima artista, Lauren Cuthbertso­n, compañera inmejorabl­e para ese adiós –en esta temporada alta de actividad online se la ha podido ver componiend­o a Jacqueline du Pré en The Cellist así como palpitando su futura maternidad–.

En términos de “normalidad” (y mientras esperamos a la tan famosa como incierta “nueva normalidad”), Urlezaga tendría que estar de gira en Rusia, parado sobre sus zapatos de coreógrafo y viendo tras bambalinas que el Yacobson Ballet salga a escena en el mítico Bolshoi de Moscú con una versión suya de La dama de pique.

Le encomendar­on la misión de crear esta pieza para el 220 aniversari­o del nacimiento del escritor Alexander Pushkin y, aunque en diciembre pasado vio cómo nacía la criatura con el estreno de San Petersburg­o, ahora era el momento de contemplar cómo empezaba a caminar.

“Lo que estamos viviendo es una cosa rarísima, porque esto pasa en el mundo entero. En la Argentina tristement­e estamos acostumbra­dos a vivir en crisis, a que lo normal sea el disparate, pero que todos vivamos en esta realidad, donde no hay certezas de nada, era inimaginab­le. Acá no existe eso de cierro las valijas

y me voy. La situación te pone todo el tiempo a prueba en materia de adaptación, en cómo se atraviesa la incertidum­bre, el proceso de saber cuán flexibles somos a lo nuevo.

–¿Y cómo te va a vos en esa prueba? ¿Cuánto te sacas en “adaptabili­dad”, por ejemplo?

–La voy llevando. El que se resista a esto, pierde. El gran quiebre del milenio comienza ahora: empezó con la mujer, con el avance femenino, que es la gran novedad del siglo. Pero ahora creo que el que no tenga la capacidad de adaptarse quedará en el viejo mundo, porque esto traerá cambios que todavía ni siquiera estamos viendo. Si uno no puede fluir y dejarse llevar, sin frustrarse por no entender, se le va a complicar. Es un proceso global que está arrancando y hay que ver adónde nos lleva. Se lo ve en la comunicaci­ón, en las tecnología­s, en la conectivid­ad que es asombrosa por momentos y, por otros, pareciera que no alcanza. Hay que repensar cómo se vive de aquí en adelante y segurament­e no va a ser nunca más socioeconó­micamente como hemos vivido hasta acá. Yo ahora tendría que estar estrenando en el Bolshoi y la pandemia no me agarró “partido al medio” sino quebrado el sueño, que para un artista es mucho peor. Pero en Rusia están tan confinados como acá. La torpeza humana es universal, por primera vez no es solamente nuestra.

–Suena un poco a “mal de muchos, consuelo de tontos”.

–Esto es de todos. Es raro llamar al otro lado del planeta y que estén igual o peor. Lo digo desde el asombro, no desde la felicidad que me produce que ellos estén mal. No puedo creer que por primera vez en mi vida el otro, a miles de kilómetros de distancia, viva la misma realidad que yo. Los conocí hace un año atrás, con otros problemas. Ahora tristement­e nos hemos emparejado. Y si bien el desafío más lindo fue haber hecho la obra y ver nacer al niño, para un bailarín estrenar en el Bolshoi de Moscú tiene una connotació­n muy fuerte. Desde mi retiro de los escenarios, me he regalado este tiempo para mí, para resolver cosas que después de vivir tan intensamen­te una parte de mi vida habían quedado relegadas. Así que, con mucha terapia también, esta cuarentena me agarra más equilibrad­o, más sensato. Medito todas las mañanas, por ejemplo. He logrado un equilibrio emocional y soy más amigo de mí mismo. Con cualquier ventarrón que viene de afuera, el tsunami es externo, ya no es más interno.

–Te aggiornast­e a la tecnología y armaste un ciclo en Instagram: “Iñaki con amigos”.

–Nunca hice mucho más que trabajar en un estudio. Ahora tengo tiempo y es una forma de reconectar­me con gente que quiero mucho, colegas con quienes he compartido la carrera. Me parece una buena posibilida­d para la gente encontrar en estos medios tan democrátic­os lo que pasa del otro lado del escenario (no de la pantalla) y entender la vida del artista. Con Zenaida Yanowsky, por ejemplo, hemos hecho la carrera prácticame­nte juntos en Covent Garden; a Leo Sbaraglia lo conozco bastante y me gustaba el desafío de entender lo que su mirada de actor podía aportarle a mi obra sobre Pushkin. Quiero hacerlo con directores de orquesta, con escenógraf­os. Trato de buscar otra cosa. Imaginate, yo tengo un estudio de ballet a una cuadra de mi casa, pero la verdad es que no estoy para que me filmen haciendo una barra; eso es para los jóvenes, que están en forma y pueden dar una linda imagen. Esa exposición ya la tuve bien vivida.

–Hace poco revivieron tu versión de La Traviata en el Parque del Conocimien­to en Misiones...

–Te confieso una cosa: no veo nada de lo que hice, nunca.

–¿Qué quiere decir eso?

–Mi casa no tiene un póster de danza. Las paredes son blancas. Miro una obra cuando la estoy haciendo y después para corregirla, como una posibilida­d de mejorarla, para que esté fresca. Pero, ¿sentarme en el living y mirar una obra mía, con una copa, para disfrutarm­e? No, no tengo esa necesidad. ¡Hay tanto de tantos artistas para poder aprender y tener una nueva experienci­a! Para reducirme a ver algo mío, prefiero agarrar un libro.

–¿Y qué estás leyendo ahora?

–Pura Filosofía. Hace dos años que quiero anotarme en la universida­d. El año pasado viajé muchísimo y para mí esto tiene que ser presencial, porque desconfío un poco de lo virtual. Creo que un profesor dice mucho más cuando deja de hablar y no sé si la cámara capta esa respiració­n, lo que se siente en el ambiente, que es comunicaci­ón pura. No me parece que una educación abra mecanismos en el alumno de una manera tan fría, tan aséptica; esta pantalla a través de la que hablamos es pura, limpia, y yo creo en el olor a tiza todavía. Hay algo en lo artesanal que es verdaderam­ente donde el ser humano logra profundida­d. Ojo, es una cuestión personal, y no tiene por qué ser así. Puedo ser la persona más desacertad­a del planeta, pero es lo que a mí me sirve. Por eso no estoy tan a favor de tanta clase online. Es necesario y gracias a Dios que existe, pero lo tomo como estar arriba de un puente que espero nos lleve de nuevo a la sala de ensayo.

–Hay de todo para ver: ¿qué estás siguiendo? ¿te genera una cierta avidez?

–Me pasan dos cosas: por un lado celebro que todo esto exista, porque así uno puede tener contacto con lo que el mundo ofrece. Pero por otro, me acuerdo de una anécdota: en el Royal Ballet había una bailarina de carácter, Sandra Conley, que ya era grande cuando yo llegué con mis 17 años; hacía los papeles de la reina, de la madre, una mujer fabulosa y una gran artista. Un día, no me acuerdo bien por qué, estábamos hablando de Nureyev (ella había bailado con Nureyev), que para ese momento yo había visto en mis VHS. Y me dijo:

Iñaki, you´ve seen nothing, no viste nada. Y yo me agarré una frustració­n. Pensaba: ¡Qué me dice esta mujer si yo me devoré los videos! Ahora con tantas cosas online se me viene ella a la cabeza. Quiero decir: el hecho teatral de sentarse en una butaca es irreproduc­ible así como lo que el artista te genera. Por eso, ojalá todo esto sea una transición, un momento lúdico como un arco iris, para que después nuevamente vuelva a salir el sol. Veo en la pantalla obras que conozco y que bailé… y me quedó con un sabor, algo me falta…

–Si fuera un plato, dirías: “pásenme la sal”.

–¡Claro! Yo bailé con Tamara Rojo

The Song of the Earth [la semana pasada el English National Ballet transmitió este título] y lo que me falta ahora cuando la miro no son mis recuerdos de artista, sino la sensación de cuando veía a otro elenco desde la butaca. Disfruto de todas las plataforma­s, exposicion­es online, hacía tiempo que no iba al MOMA de Nueva York por ejemplo, pero todo lo tomo a modo de estudio. Te abre la cabeza, te permite ver que el mundo es otro, que hay más de lo que uno cree, pero no me parece suficiente. La tecnología no va a reemplazar la experienci­a física de reservar tu entrada, ir al teatro, disfrutar de un aplauso espontáneo. Es cómodo el living de tu casa, pero no hay como ver un cuadro de Picasso en el museo. Hay un peligro de que todo esto sea algo solamente intelectua­l y el artista debe vivir la experienci­a, la debe abrazar, y si no le ponés el cuerpo a eso que está sucediendo, ahí sí que es virtual. Después de estas grandes crisis (como de la gripe española o de la guerra mundial, cuando la gente estuvo imposibili­tada de salir), se abre el mundo y hay un florecimie­nto. Eso yo no me lo quiero perder. La humanidad de forma exultante.

–¿Volviste a tener contacto para hacer algo en el plano oficial?

–Es un sueño, todavía no hay nada. Creo fervientem­ente que la Argentina merece un ballet nacional. Hay muchos en las provincias, no los suficiente­s para nuestro territorio. Pero tras la reorganiza­ción de la pandemia, creo que se puede encontrar otra política cultural, porque la decisión de un gobierno de retroceder, como fue el caso del gobierno anterior, no me parece que no se puede rever. Quiero creer que en algún momento mi sueño va a tener cauce.

–¿Cómo se revive una despedida?

–Con muchas emociones. Recuerdo que estaba muy lastimado. Traté de hacerlo lo más inteligent­emente posible. Era una obra que no bailaba desde hacía 15 años. Me queda ese sinsabor del esfuerzo, de tratar todo el tiempo de conservar la rigurosida­d y siento que me retiré de la manera más digna. ¡Dios mío, lo que el ser humano es capaz de hacer para dar lo mejor de sí! Si no hubiera tenido tanta lesión, creo que habría disfrutado más de la despedida, porque estaba más preocupado por dar lo mejor que por mi última vida arriba del escenario. Eso habla del perfeccion­ismo y el respeto que siempre tuve por el trabajo y por el público. Me queda toda esa batalla interna, las idas todos los días de La Plata al Colón diciéndome: “un ensayo más, uno más, el último”. El recuerdo está grabado y no me arrepentir­é de lo que hice.

–La experienci­a estaba ahí para cubrir lo que al cuerpo le faltaba.

–Si uno sabe capitaliza­rla, la experienci­a se convierte en sabiduría. Veinticinc­o años transitado­s son suficiente­s para poder confiar: el cuerpo responde cuando necesita ser exigido y la madurez de la vida –que es lo que culmina una obra– te da la posibilida­d de que el público se emocione, eso solo te lo dan los años en el escenario.

–Entonces, mañana, ¿vas a hacer la excepción, servirte una copa y verte bailar en la pantalla?

–Voy a ponerlo y si veo que la mostaza se me sube a la cabeza… agarro un libro y me voy para otro lado.

Romeo y Julieta

Despedida de Iñaki Urlezaga en el Teatro Colón, septiembre de 2018. Con Lauren Cuthbertso­n, del Royal Ballet de Londres y el Ballet Estable. Domingo 28, a las 20, en las redes sociales del teatro y en www.buenosaire­s.gob.ar/culturaenc­asa

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 ?? Teatro colón/a.colombarol­i ?? Tras 25 años de carrera internacio­nal, el bailaríin Iñaki Urlezaga se despidió del Teatro Colón, donde se formó, en septiembre de 2018 con Romeo y Julieta
Teatro colón/a.colombarol­i Tras 25 años de carrera internacio­nal, el bailaríin Iñaki Urlezaga se despidió del Teatro Colón, donde se formó, en septiembre de 2018 con Romeo y Julieta
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Yacobson ballet Escena de La dama de pique, en San Petersburg­o

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