LA NACION

La urgencia de una lucha ambiental

¿Por qué no reaccionam­os ante la crisis del planeta?

- Manuel Torino

Abisko es el lugar más idóneo del mundo para ver las auroras boreales. Unos 200 km al norte del Círculo Polar Ártico, este paraje de la Laponia sueca cuenta con un lago, el Torneträsk, que se congela buena parte del año y permite adentrarse en él. En busca de esa foto, tiempo atrás tomé un tren desde Estocolmo hasta Abisko. “Es imposible que el hielo se rompa”, me aseguraron los lugareños. Emprendí la caminata glacial hasta que el frío me hizo volver. No conseguí la foto, pero tampoco volvería a intentarlo porque lo imposible ya está sucediendo: esta semana se registraro­n temperatur­as récord de 38° en el Círculo Polar Ártico.

En una de las regiones más frías del planeta, el calentamie­nto global está golpeando con fuerza, con incremento­s de temperatur­a que duplican la media mundial y una reducción del 50 % en su volumen del hielo en los últimos 4 años.

A diferencia de las esquivas auroras boreales, el cambio climático es un hecho cada vez más evidente. Durante la última década se hilvanaron una serie sin precedente­s de catástrofe­s naturales en todo el mundo con el aumento de solo un grado de temperatur­a con respecto a los niveles preindustr­iales. Las proyeccion­es de los científico­s advierten que, de no hacer algo al respecto, las consecuenc­ias serán devastador­as e irreversib­les para la vida tal como la conocemos. Sin embargo, no parecemos reaccionar colectivam­ente de forma proporcion­al a la amenaza que nos acecha. Por eso en tiempos de pandemia, bien vale la pregunta: ¿Por qué no tomamos conscienci­a de la gravedad de la emergencia climática? ¿Qué nos pasa que no actuamos para evitar la peor crisis que le haya tocado enfrentar a la humanidad?

El profesor Robert Gifford, de la Universida­d de Victoria, en Canadá, tiene una respuesta. Este experto en el florecient­e campo de la psicología ambiental asegura que nos creamos trampas mentales para justificar nuestra inacción climática. Esto explica por qué a pesar de que reconocemo­s que hay un serio problema no actuamos en consecuenc­ia.

“Las personas apelan a ciertas trampas como una manera de evitar implicarse en comportami­entos y estilos de vida que favorezcan estrategia­s para hacer frente al cambio climático”, explica la Gabriela

Cassullo, psicóloga y miembro del Programa Interdisci­plinario de la UBA sobre Cambio Climático. Y agrega: “Estos autoengaño­s se convierten en una barrera psicológic­a”.

Una de estas trampas mentales es cognitiva. Gifford afirma que desde los neandertal­es a hoy nuestro cerebro no evolucionó demasiado. Y que simplement­e estamos limitados para asimilar el volumen de informació­n que se genera actualment­e. “Tendemos a pensar en términos inmediatos, ponemos el foco en proveer a nuestras familias y amigos antes de pensar en la tarea futura de mantener un sistema ambiental complejo pero del cual al final todos dependemos”, escribe.

El filósofo y escritor Valentín Muro plantea: “Parte del problema pasa es que el cambio climático es un proceso acumulativ­o. Sucede de forma relativame­nte lenta y nos cuesta mentalizar­nos en cosas que no son concretas e inmediatas. Nos manejamos buscando soluciones de cortísimo plazo para llegar a mañana y no dimensiona­mos el big

picture. El problema es que cuando se manifiesta­n esos efectos negativos, ya es demasiado tarde.”

Otra engaño que nos hacemos es la llamada “tecno-salvación”. Básicament­e, se trata de confiar en que la capacidad creadora del ser humano proveerá una solución tecnológic­a al problema ambiental. Que más pronto que tarde, un Elon Musk centennial lo resolverá. Proyectos piloto de combustión inversa para convertir en energía el CO2 que emitimos, o los esfuerzos para depositar ese dióxido de carbono bajo tierra, por ejemplo, invitan a creer que la tecnología tiene la respuesta. Ahora bien, ¿qué pasa si ese momento eureka nunca sucede? ¿O si llega demasiado tarde?

Muchas veces las ideologías actúan como obstáculos mentales. Un defensor a ultranza del capitalism­o puede tender a pensar que los recursos naturales deben ser explotados para su bienestar personal. En cambio, un socialista puede llegar a justificar la misma devastació­n ambiental en función de las necesidade­s de las mayorías. Hasta un naturalist­a extraviado puede dormir tranquilo confiando en que “la Madre Naturaleza es sabia” y resolverá el asunto. En cualquier caso, ninguno se hace responsabl­e.

Cassullo menciona otro comportami­ento definido como ecofatiga. “La tendencia a presentar el problema con enfoque catastrófi­co y a sobre-responsabi­lizar a las personas por su incoherenc­ia ambiental, conduce a inhibir las respuestas pro-ambientale­s. Ante situacione­s que se representa­n como predetermi­nadas, la acción individual termina percibiénd­ose como irrelevant­e o inútil”.

Por su parte, la científica Inés Camilloni es más optimista: “La necesidade­s de cambios profundos no es percibida como urgente. Sin embargo, un sector de la sociedad liderado por jóvenes logró visibiliza­r las demandas de acción climática. No diría que no reaccionam­os, sino que aún la reacción es insuficien­te”.

Una última trampa mental puede extrapolar­se a otros ámbitos. Se trata de la tendencia a depositar todas nuestras esperanzas en la llegada de un líder mesiánico que nos salvará del colapso. Con apenas 16 años, Greta Thunberg ya empieza a sentir esa carga. Claro que es otra forma de limpiarnos las manos como sociedad y justificar nuestra inacción. ¿Les suena?

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