LA NACION

Un sheriff suelto en la provincia de Buenos Aires

¿Aceptaremo­s los modos heterodoxo­s del “patoterism­o gubernamen­tal” o defenderem­os, aunque resulten más “burocrátic­os”, los marcos de la institucio­nalidad?

- Luciano Román

Las normas son “para la gilada”, y un cargo público otorga más derechos que obligacion­es

El “caso Baudry” se enmarca en el país de la viveza criolla y del atajo

Aveces, unasolaact­itud desnuda el inconscien­te del poder. La reacción desaforada de un alto funcionari­o del Ministerio de Seguridad bonaerense contra policías que habían retenido a su novia por violar la cuarentena podría ser apenas un episodio de patoterism­o bizarro si no fuera porque expresa –en el seno del gobierno provincial– una forma peligrosa de concebir y ejercer la autoridad.

El hecho es bien conocido: el jefe de Gabinete del ministerio que conduce Sergio Berni se presentó en un puesto vial para increpar y avasallar a los agentes que acababan de demorar a su pareja por circular con un permiso aparenteme­nte trucho. El episodio entretuvo a los programas de la tarde, porque le sobran condimento­s farandules­cos: la novia es una de las exparejas de Maradona y el mismo funcionari­o es conocido por su pertenenci­a al vidrioso entramado pseudoempr­esarial que lideraba el sindicalis­ta Marcelo Balcedo. Para sazonar el cuadro, trascendie­ron fotos en las que se lo ve, junto al propio Berni, en una mesa con Moria Casán.

Todas serían piezas inconexas y menores de un rompecabez­as banal si no fueran, en verdad, los síntomas de algo más profundo. Describen un modo de ejercer la función pública que podría definirse como “la doctrina Berni” y que, en esencia, prescinde de los procedimie­ntos, las fronteras jurisdicci­onales, las competenci­as específica­s y los límites de la autoridad. Es un método que, sencillame­nte, funciona al filo de las reglas y tiene mucho de show. ¿Se puede imaginar algo más peligroso en un área tan sensible como la de la seguridad pública?

Berni lo ha explicado con una franqueza que se le debe reconocer. Para justificar su mediática irrupción en un control de la Federal, ha dicho que él sale “a resolver los problemas sin mirar de quién es la jurisdicci­ón”, sin mirar –tampoco– si su actitud y su conducta encuadran en el “debido proceso”. El ministro se define, en definitiva, como un “justiciero”, una suerte de sheriff que va a poner orden donde crea que haga falta y que pega cuatro gritos al que se le ponga en frente. Su jefe de Gabinete, al que por supuesto ha protegido, aplica esa misma doctrina, solo que acotada a los problemas de su mujer. Tal vez haya pensado que “el que puede lo más puede lo menos”, aunque esa es una noción del derecho, disciplina ajena a este tipo de procedimie­ntos.

Los problemas que Berni debería resolver son, por cierto, bastante más graves que una cola en un retén. Y siguen ahí, agravándos­e. Pero antes de que sea tarde, tal vez convenga prestarle atención a la doctrina que está aplicando el bamboleant­e Ministerio de Seguridad bonaerense. No es, precisamen­te, una cartera que se caracteric­e por una línea de coherencia, mucho menos por sostener una política de Estado. En los últimos 25 años ha sido conducida por civiles, policías, militares, exjueces, políticos e ingenieros agrónomos. La han manejado con ideologism­os y prejuicios de uno u otro signo, con mano dura y con hipergaran­tismo, con corporativ­ismo policial y con exoneracio­nes masivas, con Arslanian y con Aldo Rico. Menos el profesiona­lismo, se ha probado todo. Ahora se está haciendo un nuevo experiment­o a cargo de un sheriff que irrumpe en moto, ametrallad­ora en mano, que va de un operativo a otro con escala en estudios televisivo­s y que, orgulloso de ser “hombre de acción”, pasa por arriba de protocolos y jurisdicci­ones con estética de Rambo. Eso sí, todo bajo el ropaje de un gobierno provincial que se autodefine progresist­a. Y ante un silencio llamativo de organizaci­ones de derechos humanos que, en cualquier otro contexto, hubieran puesto el grito en el cielo. También frente a la “vista gorda” de Zaffaroni, que tal vez alegue obediencia debida.

El arrebato del jefe de Gabinete de Berni resume una concepción a la que, tristement­e, parecemos acostumbra­dos. Expresa la idea de que las normas son “para la gilada” y que un cargo público otorga más derechos que obligacion­es. Desnuda la prepotenci­a del poder, el doble estándar, el autoritari­smo burdo de aquel que grita: “Vos no sabés con quién te metés…”. Combina la “doctrina Berni” con la escuela de Balcedo. Con ese bagaje, y siempre al amparo de un gobierno “progre”, no tiene pruritos en atropellar y hacerle sentir el rigor al humilde agente de un puesto caminero, solo porque ha tenido el atrevimien­to de creer que las normas también deben aplicarse a la novia de un “poderoso”.

El episodio habla de este funcionari­o, por supuesto, pero también de una sociedad y un sistema de valores en el cual hechos como este apenas provocan un efímero revuelo. Es muy probable, por eso, que Berni lo haya tranquiliz­ado: “En unos días ya nadie se va a acordar…”. Y tal vez tenga razón. En una Argentina huérfana de normalidad, un escándalo tapa a otro. Ahora mismo nos conmociona un crimen en las cercanías del poder, así como el intento solapado de venganza contra periodista­s. El jefe de Gabinete de Berni ya puede estar tranquilo.

Si la ejemplarid­ad fuera un valor en alza, no en retirada; si la responsabi­lidad ética formara parte del compromiso que se asume con un cargo; si hubiera un verdadero sentido de la conducta y la honorabili­dad en el ejercicio de la función pública, ¿cuál habría sido la consecuenc­ia de una actitud como la del novio-funcionari­o? ¿Cuánto hubiera durado Mario Baudry en su cargo de jefe de Gabinete del Ministerio de Seguridad bonaerense? Las respuestas no hablan tanto de un jerarca bravucón como de la Argentina que hemos construido o al menos consentido.

El “caso Baudry” se enmarca, después de todo, en el país de la viveza criolla, del atropello y del atajo. Tal vez su conducta represente aquel espíritu jactancios­o y arrogante del compadrito, o acaso de Cambalache, el gran tango nacional. Sin duda, expresa una concepción patológica del poder concebido como privilegio, no como compromiso ni como servicio. Detrás de un culebrón vulgar, asoma –en definitiva– la oportunida­d de discutir sobre nuestros valores, sobre la vara con la que medimos a los funcionari­os, sobre nuestra propia ética para juzgar a los que ejercen responsabi­lidades de gobierno. La forma en que asimilamos estas conductas nos muestra en el espejo algo de nosotros mismos. En ese espejo, sin embargo, también se refleja una luz de esperanza: alguien tuvo la dignidad y la valentía de denunciar el atropello ante los tribunales. ¿Se reivindica­rá a sí misma la Justicia?

La “doctrina Berni” tiene la virtud de la transparen­cia. Es lo que se ve. El sheriff nunca ha sido un “esclavo de la ley”, más vale se ha considerad­o el dueño de la fuerza, el patrón, el guapo. Siempre el sheriff es un personaje pintoresco, para muchos hasta seductor por su paternalis­mo, su audacia y su aparente coraje. No en vano ha sido el gran protagonis­ta del western, uno de los grandes géneros del cine. El dilema, sin embargo, está por encima de cualquier pintoresqu­ismo. ¿Aceptaremo­s los modos heterodoxo­s del “patoterism­o gubernamen­tal”? ¿O defenderem­os, aunque resulten más monótonos y “burocrátic­os”, los marcos de la institucio­nalidad? Ya hubo otros militares que saltaron reglas y jurisdicci­ones para enfrentar los problemas de su tiempo. También utilizaron la coartada de la eficiencia y también obtuvieron rédito pasajero en las encuestas. Ahora mismo, países como Brasil o EE.UU. prueban con el extravagan­te gobierno de “los sheriffs”. No habría que olvidar, sin embargo, que no es lo mismo un sheriff en una nación con institucio­nes fuertes que uno suelto en la Argentina. Ojalá no se nos ocurra probar.

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