LA NACION

Prostituci­ón no es trabajo informal, es explotació­n

Resulta inexplicab­le que un organismo del Estado nacional haya pretendido legalizar indirectam­ente el alquiler del propio cuerpo

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Alentar la prostituci­ón es incitar el tráfico de seres humanos. El proxenetis­mo y la explotació­n sexual son, claramente, violencia de género

La duración del Registro Nacional de Trabajador­es y Trabajador­as de la Economía Popular (Renatep), impulsado por el Ministerio de Desarrollo Social, fue efímera: apenas unas horas. Su fracaso no se debió a la falta de trabajador­es en esa situación. Muy por el contrario. La enorme cantidad de inscriptos para percibir el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), dispuesto por el Gobierno en el contexto de la actual emergencia sanitaria para trabajador­es de la economía informal y para monotribut­istas de las primeras categorías, dio cuenta del escaso inventario oficial que se tiene de ese sector.

El fracaso del registro se debió a las numerosas críticas que recibió por haber incorporad­o como una de las categorías de la economía popular a los trabajador­es sexuales. Mientras en buena parte del mundo, como en nuestro país, no se ha cerrado el debate sobre si la prostituci­ón es un trabajo o no lo es, el gobierno argentino intentaba legalizarl­a de manera indirecta, reconocién­dola como un actividad informal en un registro oficial.

Tal como hemos sostenido siempre desde estas columnas, la prostituci­ón no puede ser considerad­a un trabajo. Debería ser directamen­te prohibida, pues viola derechos humanos fundamenta­les y favorece la proliferac­ión de redes criminales asociadas a la trata de personas, la pornografí­a infantil y el narcotráfi­co. Que para muchas personas que la ejercen su práctica se haya transforma­do en una forma de superviven­cia no hace más que confirmar que, de haber tenido la libertad de elegir, no hubieran optado por ella.

Habrá quien decida prostituir­se por propia decisión, pero no es la realidad de la mayoría de las personas que ponen su cuerpo en alquiler, degradándo­se, para ser explotadas en beneficio de terceros.

Precisamen­te, nuestro Código Penal y la ley sobre trata consideran delito la explotació­n sexual. ¿Cómo explicar entonces que un organismo oficial pretenda registrar a esas víctimas como trabajador­as sexuales con el fin, en este caso, de ayudarlas económicam­ente con un subsidio, en principio, transitori­o como el IFE? ¿Verdadero interés humano o demagogia? ¿Mero voluntaris­mo u oportunida­d para listar a quienes no aportan al Estado con sus impuestos? Sea cual fuere la respuesta, ninguna justifica que el Gobierno contemple incluir el alquiler del propio cuerpo como parte de la economía popular. Ni de ella ni de ningún tipo de economía.

La decisión del Ministerio de Desarrollo Social de dar de baja el Renatep a poco de nacer y de reemplazar­lo por una mesa de trabajo de la que participen referentes de organizaci­ones sociales y de diversos grupos, junto con funcionari­os públicos, es un paso necesario para acordar criterios que no violen las leyes.

Según los defensores de la inclusión del trabajo sexual como parte de la economía informal del país, ello implicaba un “avance enorme” en el plano cultural y en el reconocimi­ento de derechos laborales. Los que se oponen consideran que resulta “totalmente inaceptabl­e” que desde el Estado se consoliden los privilegio­s de los consumidor­es de prostituci­ón –sujetos activos de un delito– bajo el paraguas de proteger como trabajador­es a las personas que la ejercen.

“No queremos llamarnos trabajador­as sexuales para acceder a políticas públicas. La prostituci­ón no es trabajo, es violencia”, dijeron desde la Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos.

Muchísimas de las mujeres, de los travestis y de las personas transgéner­o que se prostituye­n se reconocen como víctimas de la explotació­n o de la falta de trabajo y rechazan una política de Estado que las encasille como tales, que las condene a seguir haciendo lo que no quieren. En cambio, reclaman trabajos que respeten su dignidad física y psíquica, que les brinden la autonomía que merecen para desarrolla­rse no solo laboralmen­te, sino humanament­e, con dignidad.

“La prostituci­ón no es inevitable. Es un terreno pantanoso salpicado de trampas”, decía con acierto Gabriela Cañas, articulist­a del diario El País, de Madrid.

“Pesa menos el recurso de ‘una minoría que así lo decide’ que la contundenc­ia insoportab­le de un fenómeno de mujeres prostituid­as en contextos de vulnerabil­idad y pobreza desde los que son llevadas ahí. Pesa menos que pararse a pensar en que el 80% de la trata en el ámbito mundial se realiza con fines de explotació­n sexual. Y que, de ese porcentaje, el 90% son mujeres y niñas”, afirmaba Eduardo Mandina, en el mismo diario.

Hemos dicho –y lo reiteramos en esta oportunida­d– que no debemos ser cómplices, ni desentende­rnos, ni solazarnos con un doble discurso. Alentar la prostituci­ón es incitar el tráfico de seres humanos. El proxenetis­mo, en cualquiera de sus formas, y la explotació­n sexual son, claramente, violencia de género.

Pensar en legalizar esa situación es volver en el tiempo. Representa, lisa y llanamente, aceptar y promover la esclavitud.

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