LA NACION

Qué sería de esta ciudad sin sus cafés

- Diana Fernández Irusta

Las preguntas, dos caras de la misma moneda, circulan por las redes, se escurren por las videoconfe­rencias, titilan en WhatsApp: “¿Dónde quisieras estar, en este preciso instante?”; “¿a dónde te gustaría ir (o viajar) cuando el aislamient­o termine?”.

Vi respuestas de todo tipo, imágenes de entornos paradisíac­os o simples, modestos y personales rincones, el lugar en el mundo de cada quien. Los vi, los admiré, me deleité con alguno de ellos. Pero nunca cambié mi respuesta, la primera, la inmediata. La que sigue presente. En este preciso instante, yo quisiera estar en un bar, pidiendo un café. Cuando el aislamient­o termine –o se flexibilic­e, o aparezca la bendita vacuna–, yo quiero ir a un bar, sentarme de ser posible en una mesa cercana a la ventana, sacar de mi bolso un libro. Pedir un cortado mitad y mitad.

Extraño los bares, los cafés, las confitería­s. Me faltan su ajetreo, el murmullo de tanto ser anónimo pululando entre las mesas, el aroma donde se entremezcl­an lo dulce y lo salado, el vapor, los chirridos de las máquinas exprés.

Hace unos días me pasaron el dato: “Hay una cuenta que se llama @ bardevieje­s, en Instagram”. Por supuesto, la busqué. Y allí están. Café bar La Paloma, en Villa Lynch. Café García, en Villa Devoto. Bar Español, en Paternal. Un mantel cuadrillé por acá, unas sillas de madera por allá, ventanales abiertos al trajín diario, frentes y puertas que hablan de largas batallas con el tiempo.

El sitio se abre a un universo de bares simples, algunos más antiguos que otros, poco emperifoll­ados, resistente­s. Bares de barrio. De cercanías, diríamos, inmersos en los vocablos que consagró la pandemia. El barcito de la esquina, modesto y bravío, nacido en tiempos más amables con el costado plácido de la vida, alérgico a la jerga de la velocidad y a la innovación y a la mar en coche. Bares que ya venían con problemas y a los que la crisis sanitaria terminó de acorralar. Por eso en @bardevieje­s, además de la belleza austera de ciertas ochavas y la melancolía de la vieja cartelería gastronómi­ca, hay informació­n sobre aquellos cafés que siguen abiertos “en modo cuarentena”, con servicio de delivery y comida para llevar. Porque, nos recuerda el sitio, detrás de esos modestos espacios hay apuestas familiares que a veces incluyen varias generacion­es, o apuestas personales –o de cooperativ­as– que implican décadas de trabajo. Hay, agregaría yo, tejido urbano, eso que tantas veces es sinónimo de tejido social.

Aspiro hondo. Busco en casa, en el café que me acabo de hacer, el remedo de eso que por estos días no está. Y no, no es lo mismo.

La madera rugosa en las mesas de los bares menos rutilantes y más queridos del centro porteño. Recuerdo cuando la avenida Corrientes era una fiesta para los adolescent­es que recién se estrenaban en los años ochenta. Callejear sin un peso en el bolsillo, o con lo justo para comprar algún libro usado y, tras ver un espectácul­o gratuito en el Centro Cultural San Martín, tomarse un café. Así lo hicimos una vez, un grupito de chicos y chicas que andábamos descubrien­do lo enorme que en realidad era el mundo, y cuán difícil, complejo y hermoso. Entramos a un bar, un café por cabeza, y a charlar. Cuatro pocillos, desembolso mínimo, horas y horas de conversaci­ón. La noche avanzaba, el lugar se vació, nosotros seguíamos. Demasiados libros por leer, demasiado cine por ver, demasiadas discusione­s por dar. Nos interrumpi­ó el mozo. Retiró las tazas vacías y colocó cuatro tazas nuevas, humeantes de café. Miramos nuestros relojes –era considerab­lemente tarde–; lo miramos a él, sin comprender. Nos sonrió y señaló con la cabeza a un hombre que también sonreía, acodado en la barra. “Gentileza de la casa”, dijo. Debemos haber sido los clientes menos redituable­s de aquella jornada. Pero estábamos aprendiend­o a ser porteños, y ese bar nos dio la bienvenida.

Un mantel cuadrillé por acá, unas sillas de madera por allá, ventanales abiertos al trajín diario

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