Qué sería de esta ciudad sin sus cafés
Las preguntas, dos caras de la misma moneda, circulan por las redes, se escurren por las videoconferencias, titilan en WhatsApp: “¿Dónde quisieras estar, en este preciso instante?”; “¿a dónde te gustaría ir (o viajar) cuando el aislamiento termine?”.
Vi respuestas de todo tipo, imágenes de entornos paradisíacos o simples, modestos y personales rincones, el lugar en el mundo de cada quien. Los vi, los admiré, me deleité con alguno de ellos. Pero nunca cambié mi respuesta, la primera, la inmediata. La que sigue presente. En este preciso instante, yo quisiera estar en un bar, pidiendo un café. Cuando el aislamiento termine –o se flexibilice, o aparezca la bendita vacuna–, yo quiero ir a un bar, sentarme de ser posible en una mesa cercana a la ventana, sacar de mi bolso un libro. Pedir un cortado mitad y mitad.
Extraño los bares, los cafés, las confiterías. Me faltan su ajetreo, el murmullo de tanto ser anónimo pululando entre las mesas, el aroma donde se entremezclan lo dulce y lo salado, el vapor, los chirridos de las máquinas exprés.
Hace unos días me pasaron el dato: “Hay una cuenta que se llama @ bardeviejes, en Instagram”. Por supuesto, la busqué. Y allí están. Café bar La Paloma, en Villa Lynch. Café García, en Villa Devoto. Bar Español, en Paternal. Un mantel cuadrillé por acá, unas sillas de madera por allá, ventanales abiertos al trajín diario, frentes y puertas que hablan de largas batallas con el tiempo.
El sitio se abre a un universo de bares simples, algunos más antiguos que otros, poco emperifollados, resistentes. Bares de barrio. De cercanías, diríamos, inmersos en los vocablos que consagró la pandemia. El barcito de la esquina, modesto y bravío, nacido en tiempos más amables con el costado plácido de la vida, alérgico a la jerga de la velocidad y a la innovación y a la mar en coche. Bares que ya venían con problemas y a los que la crisis sanitaria terminó de acorralar. Por eso en @bardeviejes, además de la belleza austera de ciertas ochavas y la melancolía de la vieja cartelería gastronómica, hay información sobre aquellos cafés que siguen abiertos “en modo cuarentena”, con servicio de delivery y comida para llevar. Porque, nos recuerda el sitio, detrás de esos modestos espacios hay apuestas familiares que a veces incluyen varias generaciones, o apuestas personales –o de cooperativas– que implican décadas de trabajo. Hay, agregaría yo, tejido urbano, eso que tantas veces es sinónimo de tejido social.
Aspiro hondo. Busco en casa, en el café que me acabo de hacer, el remedo de eso que por estos días no está. Y no, no es lo mismo.
La madera rugosa en las mesas de los bares menos rutilantes y más queridos del centro porteño. Recuerdo cuando la avenida Corrientes era una fiesta para los adolescentes que recién se estrenaban en los años ochenta. Callejear sin un peso en el bolsillo, o con lo justo para comprar algún libro usado y, tras ver un espectáculo gratuito en el Centro Cultural San Martín, tomarse un café. Así lo hicimos una vez, un grupito de chicos y chicas que andábamos descubriendo lo enorme que en realidad era el mundo, y cuán difícil, complejo y hermoso. Entramos a un bar, un café por cabeza, y a charlar. Cuatro pocillos, desembolso mínimo, horas y horas de conversación. La noche avanzaba, el lugar se vació, nosotros seguíamos. Demasiados libros por leer, demasiado cine por ver, demasiadas discusiones por dar. Nos interrumpió el mozo. Retiró las tazas vacías y colocó cuatro tazas nuevas, humeantes de café. Miramos nuestros relojes –era considerablemente tarde–; lo miramos a él, sin comprender. Nos sonrió y señaló con la cabeza a un hombre que también sonreía, acodado en la barra. “Gentileza de la casa”, dijo. Debemos haber sido los clientes menos redituables de aquella jornada. Pero estábamos aprendiendo a ser porteños, y ese bar nos dio la bienvenida.
Un mantel cuadrillé por acá, unas sillas de madera por allá, ventanales abiertos al trajín diario