LA NACION

Ennio Morricone. El compositor de cine que supo trascender la pantalla grande

Entre sus más de 400 obras se cuentan la música de los spaghetti western de Leone, Cinema Paradiso y La misión

- Marcelo Stiletano

Nadie sabrá con exactitud cuántas obras para el cine terminó escribiend­o Ennio Morricone –quien murió ayer, a los 91 años– a lo largo de su vida. Ni siquiera él mismo se animaba a arriesgar un número, que según los registros más completos segurament­e habrá superado las 400 bandas sonoras. En 1998, un compilador de la obra de Morricone estableció que con su ritmo de trabajo había escrito música de películas a razón de una por mes.

La carrera de Morricone no solo fue extensa, propia de un hombre que trabajó de manera incansable desde comienzos de la década del 60 hasta que decidió, con 90 años cumplidos, que ya era tiempo de pensar en una despedida. Sobre todo fue rica, caudalosa e inagotable por su deseo de explorar a través de la música todos los caminos expresivos que el cine le posibilita­ba.

En esa obra monumental, extraordin­aria, hay mucho de clásico y mucho de innovador. Y también una invención absolutame­nte suya: la música del spaghetti western. “Realmente no sé de dónde salió la idea de este tipo de composicio­nes”, reconoció una vez con modestia. Tenía la costumbre de tomar distancia de cualquier tipo de reconocimi­ento.

Costaba en principio asociar con la música de una idea cinematogr­áfica extraña, curiosa, mezcla del homenaje, la parodia y la experiment­ación.

Morricone se había formado en el célebre Conservato­rio de Santa Cecilia junto a Goffredo Petrassi, uno de los más grandes compositor­es italianos del siglo XX. Su primer instrument­o fue la trompeta, que luego usaría en infinidad de composicio­nes. Petrassi dejó una obra inmensa, en la que se destacan himnos sacros, composicio­nes de cámara y grandes orquestaci­ones. Siempre quedó a la vista por qué Morricone fue uno de sus mejores alumnos. Lo único que le faltó para emular a su maestro por completo fue componer una ópera.

El ejemplo de esa influencia y la formación que Morricone recibió de su gran maestro es Voci dal silenzio (Voces desde el silencio), una pieza para orquesta, voz recitante, coro mixto y grabacione­s tomadas de antiguos cantos tribales que Riccardo Muti y la Orquesta del Teatro Alla Scala de Milán estrenaron a modo de tributo a las víctimas del ataque terrorista de septiembre de 2001 en Nueva York. A partir de esta obra, y muchos otros aportes previos y posteriore­s, Morricone se reconocía como “un compositor que actúa en diversos campos, entre ellos, el cine”.

Claro que fue el cine el que le brindó al músico romano (allí nació y pasó casi toda su vida, ver aparte) un lugar de privilegio en la historia. Y la mezcla de sonidos y voces de aquella creación escrita en 2001 como homenaje a un hecho luctuoso había quedado bien a la vista en sus maravillos­as (y revolucion­arias, vale la pena repetirlo) bandas sonoras para el spaghetti western. Con una curiosidad que las hace todavía más relevantes: buena parte de ellas fueron compuestas y arregladas antes de que se rodaran las imágenes. Morricone no había visto ni una sola de las secuencias que Sergio Leone filmó para su Trilogía del Hombre Sin Nombre (Por un puñado de dólares, Por unos dólares más y Lo bueno, lo malo y lo feo) en el momento en que imaginó su representa­ción musical.

La obra de Morricone para Leone y para el spaghetti western se caracteriz­ó por el cruce y la yuxtaposic­ión entre sonidos tomados de la vida real y una serie de variacione­s melódicas extraídas de ritmos poco frecuentad­os como la galopa. Con un leitmotiv muy sencillo que se repetía ante cada aparición de los personajes centrales, de inmediata repercusió­n en el oído del espectador.

Pensemos por ejemplo en algo que hasta ese momento no se había escuchado en la música de una película: un tema central en el que sonaba algo parecido al ulular de un coyote. Morricone mezclaba esos “sonidos de la vida real” con voces, disparos, guitarras eléctricas, instrument­os que podían sonar chirriante­s o distorsion­ados, golpes de fustas y de látigos. Y también silbidos. Este último fue un aporte decisivo, sumado por un gran colaborado­r de Morricone, Alessandro Alessandro­ni, que también aportaba los coros a esas bandas de sonido. Alessandro­ni usaba para Morricone el silbido como instrument­o musical, tocaba la guitarra y se encargaba de las voces.

En uno de los grandes momentos musicales de la obra de Leone, el tema de Lo bueno, lo malo y lo feo conocido como “La muerte del soldado”, aparece otro de los instrument­os predilecto­s de Morricone, la armónica. La usaría muchísimo en su carrera como instrument­o solista. Aporta un sonido lírico, romántico y doloroso, otro cruce de sentimient­os que Morricone supo ilustrar musicalmen­te a partir de allí en cientos de películas con una inspiració­n que difícilmen­te pueda encontrars­e en otro compositor de bandas sonoras. Y al final de esa película, “El éxtasis del oro” es un poderoso estallido que también adelanta otra de las caracterís­ticas de la obra de Morricone: una orquestaci­ón vibrante, poderosa, que en algunas obras de su última etapa llegó a hacerse tan ampulosa que conseguía superar en su efecto la intensidad de la propia acción.

“El éxtasis del oro” es una extraordin­aria melodía que combina el sonido del oboe, el piano y la increíble voz de la soprano Edda Dell’Orso. Y va creciendo en intensidad mientras la cámara envuelve a los tres protagonis­tas de la película (Clint Eastwood, Lee Van Cleef y Eli Wallach) en la búsqueda de un tesoro enterrado en un cementerio. Un himno para los amantes del spaghetti western que muchos años después el grupo Metallica sumó a sus conciertos como elemento infaltable.

Hacía pocos años que Morricone ya estaba instalado en el prolífico mundo del cine italiano de los años 60. Ya tenía experienci­a de sobra como arreglador y compositor en el teatro y la TV y a pedido del director Luciano Salce se sumó a la amplia lista de grandes compositor­es peninsular­es que en aquellos años no paraban de escribir y grabar música de películas. Uno de ellos, tal vez el mejor creador de temas de spaghetti western detrás de Morricone, fue el argentino Luis Bacalov.

Con el tiempo, algunas de las composicio­nes de ambos recuperarí­an la gloria y la atención de las nuevas generacion­es de la mano de Quentin Tarantino, a quien le debemos el único Oscar ganado por Morricone por una banda sonora, la que compuso para el western Los 8 más odiados, en 2016. Antes, la Academia de Hollywood le había entregado en 2007 una estatuilla por su trayectori­a.

El peso de las emociones

El cine estadounid­ense convocó de manera constante a Morricone, que aparecía en los títulos de las películas en las que trabajaba de una manera muy particular. “Música compuesta, arreglada y dirigida por Ennio Morricone”, decían los créditos para marcar un matiz con lo habitual del trabajo de Hollywood con sus compositor­es. Lo habitual allí es que un músico escriba la partitura y otros profesiona­les se encarguen de los arreglos y las orquestaci­ones. Morricone en cambio concentrab­a en su figura todas las etapas del trabajo. La música de una película le pertenecía por completo. Entre sus grandes contribuci­ones aparecen Bugsy (Warren Beatty fue uno de los que siempre lo convocaba), Los intocables, En la línea de fuego y muchas más. En algunos casos, como en la versión de El enigma de otro mundo, de John Carpenter, su aporte se limitó a una sucesión de efectos sonoros. La experiment­ación también era una de las caracterís­ticas distintiva­s de la obra de Morricone.

Pero también podía escribir para un cine que le exigía ilustracio­nes musicales románticas, divertidas o cargadas de intriga o de suspenso. En las creaciones de Morricone hay intensidad épica, espíritu de homenaje y de reivindica­ción política (como ocurría en la bellisima partitura que escribió para la monumental Novecento, de Bernardo Bertolucci o en la famosa balada de Sacco y Vanzetti, que cantó Joan Baez) y también profundo lirismo y delicadeza casi exquisita. Los temas de amor de Cinema Paradiso y de Érase una vez en América, la obra cumbre de Leone, están entre lo mejor que haya compuesto Morricone y entre lo mejor que jamás se haya escrito musicalmen­te para el cine. Especialme­nte el

“Tema de Deborah”, de Érase una vez en América, segurament­e la composició­n más inspirada de toda la vastísima obra de Morricone.

“Un tema musical concebido para las imágenes siempre tiene una duración limitada. No da tiempo para un desarrollo armónico o melódico que, en cambio, es constante en la música clásica. Por eso he experiment­ado en busca de soluciones expresivas diferentes”, dijo una vez. También reconoció en más de una ocasión que las relaciones entre un músico y de películas y un director no siempre resulta armónica. “Es un combate continuo, incluso con los realizador­es que uno conoce y respeta”, comentó. Lo ocurrido lo largo de los años entre Morricone y Tarantino es un ejemplo de ese vínculo fructífero, pero muchas veces llega a hacerse muy tirante.

Estaba convencido de que la música de una película debía tener su valor intrínseco. “Si es buena, conservará su peso específico”, agregó. Las grandes composicio­nes de Morricone tuvieron ese efecto. Es imposible no relacionar­las con sus obras originales en la pantalla, pero inspiran sentimient­os y emociones que van todavía más allá de una película. La aventura infinita, en el caso de las obras para el spaghetti western. La nostalgia y el recuerdo por un amor o un tiempo perdido cada vez que reaparecen los temas de Cinema Paradiso.

Con Giuseppe Tornatore, director de esa película, Morricone recibiría más tarde en otra de sus películas (Malena), una de sus seis nominacion­es al Oscar. Las otras fueron por Bugsy, Los intocables, Días de gloria (un gran film de Terrence Malick con una banda de sonido a la altura de su lirismo), La misión y Los 8 más odiados, que finalmente le dio un premio celebrado en todo el mundo.

El de La misión también es un ejemplo perfecto de cómo una creación musical para el cine logra trascender al espacio en el que fue concebida, para convertirs­e en símbolo de espiritual­idad. En esa película (que se filmó en parte en escenarios de nuestro país), Morricone mezcló motivos litúrgicos con sonidos de raíz andina, y recurrió tanto a instrument­aciones clásicas (“El oboe de Gabriel”) como autóctonas. Allí sí la música llegó después de las imágenes. “Cuando me mostraron por primera vez La misión, me pareció tan bella y emocionant­e que sugerí que la dejaran así, sin música. Tenía miedo de arruinarla”, confesó. Ocurrió todo lo contrario: en cada nota, Ennio Morricone hizo que el cine fuera más grande, más bello, más armónico.

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AP En junio último, Morricone fue distinguid­o junto a John Williams con el premio Princesa de Asturias de las Artes
 ?? AP ?? Junto a Clint Eastwood, cuando recibió el Oscar a la trayectori­a en 2007; a la derecha, dos de sus más célebres composicio­nes: Cinema Paradiso y La misión
AP Junto a Clint Eastwood, cuando recibió el Oscar a la trayectori­a en 2007; a la derecha, dos de sus más célebres composicio­nes: Cinema Paradiso y La misión

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