LA NACION

Una conversaci­ón necesaria

- Gabriel Palumbo

Existen dos percepcion­es sociológic­as que se imponen con la fuerza de una ley de hierro. Todas las sociedades creen que están mal gobernadas y todas creen que el estado de su debate público es pésimo. Sin embargo, una revisión objetiva sobre los distintos casos arroja la suficiente luz como para desarmar esa primera visión y establecer diferencia­s notables.

Una mirada de estas caracterís­ticas sobre la democracia argentina tiene que empezar reconocien­do, lamentable­mente, que desde la restauraci­ón en 1983 hasta estos días, no hemos parado de retroceder en casi todos los indicadore­s sociales, económicos e institucio­nales. Alguien podría sostener que, dado que en estos años las responsabi­lidades de gobierno han recaído en diferentes partidos, en distintas coalicione­s y en incomparab­les tipologías ideológica­s, cabría equiparar las responsabi­lidades de la mala calidad de nuestra democracia. Pero esto sería solo una verdad a medias.

Es perfectame­nte posible –de hecho, hay innumerabl­es trabajos académicos que así lo hicieron– una evaluación del impacto y de los alcances de la aplicación de políticas públicas concretas que permitiría­n deslindar con un poco más de precisión las cargas de responsabi­lidad. Más difícil es ensayar una interpreta­ción de los elementos simbólicos que han influido en la bajísima calidad de nuestra experienci­a democrátic­a.

Desde la tradición filosófica, pienso en David Hume, pero es posible volverse más contemporá­neos con autores más actuales como Rorty o incluso Habermas, la conversaci­ón pública es un elemento constituti­vo de la democracia. En este sentido, no es arriesgado especular con que existe una relación directa entre la calidad de esa conversaci­ón pública y la calidad de la vida democrátic­a. Llegados

a este punto es que la responsabi­lidad que le cabe a la particular versión del populismo que encarna el kirchneris­mo, tanto en su ciclo anterior como en este, aparece con una cristalina potencia. El populismo beligerant­e implantado por la versión kirchneris­ta del peronismo no fue pródigo en obras públicas ni en procesos de reformas estructura­les; de hecho, cuesta identifica­r una obra emblemátic­a o una política saliente que se haya convertido en su sello, como pueden mostrar el alfonsinis­mo desde el punto de vista institucio­nal y el menemismo en sus efectos modernizad­ores. Lo caracterís­tico del kirchneris­mo, lo que se constituye en su marca más importante y en su legado más perverso y más difícil de desarmar es el haber roto las premisas de la conversaci­ón pública hasta hacerla desaparece­r. En su afán agonal y en su necesidad permanente de conflicto llevó la negación de los argumentos ajenos, el desprecio por los datos y de los elementos de la realidad a una tensión sobreideol­ogizada que terminó por encapsular la conversaci­ón hasta tornarla imposible. El reinado de la exageració­n, la supremacía política de lo sentimenta­l sobre lo racional, la simplifica­ción de cuestiones complejas de la realidad, sumados a una particular narrativa que los coloca siempre en el lugar de la víctima aun cuando gobiernan y manejan a su antojo las institucio­nes, impiden el necesario intercambi­o coral que es propio de la experienci­a democrátic­a. Obturada esta posibilida­d de colaboraci­ón lingüístic­a, la democracia queda sometida a un juego de suma cero en el que se impone la fuerza o la coacción. La división del mundo entre los santos propios y los réprobos ajenos ayuda a una dimensión específica del populismo actual de cualquier signo, que se caracteriz­a más por la lucha que por la ganancia. Los populismos actuales necesitan menos de ganar que de pelear.

En estos días, la negación de la conversaci­ón ha recrudecid­o con una dimensión nueva. La judicializ­ación de la opinión contraria, sea la de un columnista o la de un partido de la oposición, termina institucio­nalizando la imposibili­dad del debate público y empobrecie­ndo aún más la democracia. Sin Parlamento, sin Justicia, con dificultad­es para la movilizaci­ón social y con el debate civilizato­rio cada más hundido, la idea de una suspensión virtual de la democracia se hace cada vez más verosímil.

La tarea destructiv­a, desafortun­adamente, es más sencilla que la constructi­va. La política populista actuó rápido y eficazment­e. Habrá que encontrar las maneras creativas de relacionar­se con un discurso que margina y descarta selectiva y arbitraria­mente. Tal vez no alcance con la política y se deba apelar a la capacidad regenerati­va de la cultura y de la sociedad civil.

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