LA NACION

A 70 años del Maracanazo, ni Uruguay ni Obdulio Varela: la historia de Ademir Menezes, el crack que no logró ser leyenda

A 70 años de la epopeya más grande de los mundiales, la victoria de Uruguay en Brasil 1950, la historia de un atacante formidable, llamado a un gran destino, pero opacado por esa debacle del local

- Rodolfo Chisleansc­hi

El sábado 15 de julio de 1950, un estado de efervescen­cia invadía Brasil. Faltaban sólo 24 horas para la última fecha de la etapa final de la primera Copa del Mundo de la posguerra, aunque eso era un detalle. La creencia general era de que faltaba un día para que un país orgulloso de sí celebrara lo que entendía natural: que su futebol fuese consagrado “o melhor do planeta”.

Los dirigentes de la federación local organizaro­n algo para desconecta­r a los jugadores, alejarlos un rato de una tensión que crecía: una visita a un hospital de Río de Janeiro. Pensaron en la alegría de los internados y las vibracione­s que una obra de bien generarían en aquellos que al día siguiente debían lograr un empate ante Uruguay para llenar de alegría a decenas de millones de personas. Pero siempre hay algo que puede fallar.

Ademir Marques do Menezes fue con sus compañeros a saludar a los enfermos. No se trataba de un integrante más del plantel brasileño. Era “el” crack, el elegido, el diferente. Llevaba marcados nueve tantos en el torneo (aunque la FIFA le había escamotead­o uno en la planilla oficial: su remate había rozado en un defensor español y el gol fue considerad­o en contra); lo habían distinguid­o como el mejor del Sudamerica­no que Brasil había ganado un año antes, y era la gran estrella del Vasco da Gama que deslumbrab­a en el fútbol carioca.

Mientras atravesaba las salas y repartía sonrisas, alguien le hizo un pedido. Un niño que debía ser sometido a una operación riesgosa se había enterado de que su ídolo estaba en el hospital y pidió verlo. Ademir aceptó gustoso. Se acercó al garoto, habló unos minutos con él, lo besó y cuando estaba por marcharse oyó lo que el chico le decía a su médico: “Puede operarme, doctor. Ya no tengo miedo”. “Queixada” (así era conocido debido a su prominente mandíbula) no esperaba semejante reacción. Un pibe que luchaba por su vida en la cama de un hospital había conseguido lo que no lograban los defensores rivales más duros de Brasil ni los del Mundial: dejarlo paralizado.

En el partido decisivo Ademir no sería el de siempre, el que venía de marcarle dos goles a México, uno a Yugoslavia, cuatro a Suecia y uno (o dos) a España. Su calidad le alcanzó para asistir a Friaça en el transitori­o 1-0, pero no para mucho más. Es cierto que Roque Máspoli le tapó un cabezazo con una atajada notable a los 15 minutos, e incluso volvió a frustrarlo cerca del final, cuando los locales atacaban con desesperac­ión por el empate que les diese el título, pero él mismo supo reconocer que el fenómeno que todos esperaban había faltado a la más trascenden­te de las citas.

“La noche anterior a la final no pude dormir. Sentí que aquel chico me considerab­a un santo, casi un dios. Fue demasiado para mí”, revelaría muchísimos años más tarde el hombre que quedó a las puertas de la leyenda. Ademir estaba llamado a ser un mito, a ser Pelé antes de que llegara Pelé. Hoy, 70 años después, su nombre estaría escrito entre los más grandes del fútbol si entre Máspoli, Obdulio Varela, Juan Schiaffino y Alcides Ghiggia no hubiesen concretado la mayor epopeya en una Copa del Mundo.

¿Por qué apenas sabemos de Ademir si se trataba de un “monstruo”? Como sucedió a tantos otros futbolista­s de los años cuarentas, la época que le tocó vivir jugó en contra del espigado muchacho nacido en Recife, Pernambuco, el 8 de noviembre de 1922. Por aquel tiempo, Brasil no tenía campeonato nacional, no existía la televisión, y aun peor, ésa fue la década sin mundiales debido a la guerra que asolaba a Europa y buena parte del hemisferio del norte. Trascender la frontera del barrio o la ciudad no era sencillo. Para Ademir también fue un impediment­o... a medias.

Hijo de un vendedor de autos y una ama de casa que soñaba para él un futuro como médico u odontólogo, Ademir llevaba todas las condicione­s naturales de un crack. Era hábil, potente, ambidiestr­o, ágil, muy buen cabeceador... y además, inteligent­e. Hacía goles, sí, pero también entendía el juego. Jugaba y hacía jugar. Era 9 pero también 10, y en realidad podía ocupar cualquier posición de ataque en tiempos en los cuales el dibujo táctico habitual todavía era el 2-3-5.

El padre, que colaboraba en la sección de remo de Sport Club de Recife, lo llevó a las divisiones juveniles cuando Ademir tenía 16 años. Los habitués de las tardes en la playa ya sabían de su fuerza y su técnica. Los entrenador­es poco demoraron en percatarse de que había caído un diamante en sus manos. Lo designaron capitán del conjunto juvenil que ganaría el certamen estatal y al año siguiente, sin haber cumplido Ademir los 17, lo sumaron al equipo principal.

La explosión ocurriría doce meses después, en 1941. Él fue el máximo goleador de un Recife invicto en el torneo pernambuca­no. La selección de su estado fue invitada a jugar en otras ciudades del país y el chico del que todos hablaban no defraudó: en Río de Janeiro le hizo tres tantos a Flamengo y tres a Vasco en un histórico 5-3. Los dirigentes cruzados quedaron deslumbrad­os: 800.000 reales de la época mediante (una fortuna para el año ’42), mudaron a São Januario al joven del mentón saliente.

Salvo por dos años (1946-’47) en Fluminense, Ademir construirí­a su fama con la Cruz de Malta en el pecho, con la que fue campeón carioca en el ’45, el ’49, el ’50 y el ’52, además de en el ’46 por Flu. Hizo 301 goles en 429 partidos de Vasco; 64 en 78 en el tricolor y 32 en 39 en la selección que en aquel tiempo todavía se vestía de blanco.

El domingo 16 de julio de 1950 Río de Janeiro era una olla a presión, el caos desbordó a la organizaci­ón interna de la selección a la que dirigía Flávio Costa y que no por casualidad estaba concentrad­a en São Januario: siete de los once futbolista­s que saldrían al Maracanã a las 3 de la tarde pertenecía­n a Vasco. “Nos despertaro­n temprano, pero estuvimos toda la mañana sentados o de pie, sin hacer nada. Ni siquiera la comida llegó a tiempo. Así comenzamos a perder el Mundial”, recordaría Ademir en 1989.

Lo ocurrido luego es conocido. El gol de Friaça al principio del segundo tiempo, el coraje de la celeste, los tantos de Schiaffino y Ghiggia, el desconcier­to, el silencio atroz, el festejo de un puñado, la decepción de un pueblo, el Maracanazo.

Ademir se quedó con dos consuelos. Fue el máximo goleador de aquella Copa y uno de los pocos brasileños que se salvaron de la lapidación periodísti­ca y popular. Al año siguiente, de nuevo con la camiseta de Vasco, vivió su pequeña revancha: en un amistoso con Peñarol en el Centenario, el conjunto de Río venció por 3-0, y Queixada marcó uno de los tantos después de gambetear a Obdulio Varela. La prensa carioca denominó a aquél comoo “el partido de la venganza”, pero nadie se llamó a engaño.

El ídolo que había sido capaz de quitarle a un garoto el miedo a una operación delicada mantuvo su eficacia goleadora durante algunas temporadas, pero sabía que no habría otra chance. Los golpes iban haciendo mella en su cuerpo hasta que una lesión de rodilla a principios de 1954 le quitó la opción de acudir al Mundial de Suiza. Al año siguiente dijo a los dirigentes lo e que prefería: “Dejar la pelota antes de que ella me deje a mí”. Y se marchó a Recife a retirarse en el club donde todo había empezado.

Pudieron ser la visita al hospital, los groseros fallos de organizaci­ón en aquella mañana, las atajadas de Máspoli, los errores defensivos o los nervios del equipo, o todo eso. Lo cierto es que no fue. Ademir tuvo en sus manos la llave de la gloria eterna pero la puerta no se abrió. El mejor delantero en el torneo que estaba llamado a inaugurar el dominio de Brasil en los mundiales quedaría en la memoria pequeña, casi el anonimato. El destino decidió que otros escribiera­n la historia de aquella tarde memorable.

 ??  ??
 ?? FIFA ?? Ademir (izq.) estaba lleno de virtudes, pero aquel 16 de julio de 1950 no pudo desequilib­rar
FIFA Ademir (izq.) estaba lleno de virtudes, pero aquel 16 de julio de 1950 no pudo desequilib­rar

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina