LA NACION

Philip roth EL regreso de SUS Libros A LA biblioteca de Su infancia

La institució­n de Newark recibió a la muerte del autor un legado de 7000 volúmenes y dos millones de dólares; pese a la pandemia, un equipo cataloga ese tesoro

- Cultura |

NEWARK.– Del fondo de una caja de cartón emerge el álbum de graduación de Philip Roth, atesorado desde 1946, tras su paso por la escuela de Chancellor Avenue, en Newark, Nueva Jersey. Lema: “No pises al desvalido”. Canción: “It Might As Well Be Spring”, de la comedia musical State Fair, que había logrado el Oscar a la mejor canción original en 1945. Aunque sus compañeras de clase le dejaban mensajes románticos y besos de carmín en las hojas, su interés entonces parecía residir en el béisbol, su deporte preferido. Escritor favorito: el autor de novelas juveniles de béisbol John Tunis. Héroe: el periodista radiofónic­o Norman Corwin. Roth quería ser periodista. “Tengo toda la confianza en ti”, le escribió, con ese clásico cariño cargado de exigencia, su padre.

La caja es una de las que están distribuid­as por las humildes estantería­s metálicas de una recóndita sala, a la que se accede por un laberinto de pasillos llenos de libros, en la planta baja de la biblioteca pública de Newark. El álbum es un cuaderno pequeño, con páginas del tamaño de postales y tapas duras de color azul, metido en un estuche de cartón ya roto. En las primeras hojas, el alumno, a punto de graduarse, rellena un cuestionar­io con esas pinceladas personales. Las siguientes páginas están llenas de dedicatori­as, de sus padres, de sus compañeros.

Una reliquia simpática, que permite saber qué pasaba por la cabeza de un niño de 13 años que se convertirí­a en uno de los grandes novelistas estadounid­enses. Descubrir, por ejemplo, cómo esas novelas juveniles de Tunis contribuye­ron al imaginario del autor, hasta el punto de que, en Pastoral americana, su álter ego Nathan Zuckerman recurre a uno de los personajes de Tunis para describir al Sueco, su ídolo de juventud, a través del que Roth muestra el lado oscuro del sueño americano.

El pequeño álbum abre una puerta por la que asomarse al mundo del escritor adulto. Comprender un poco más cómo se entrelazan en su obra la realidad y la ficción. Hay pasajes más indelebles en la impúdica El lamento de Portnoy, pero en aquella novela de 1969, que lanzó a Roth al estrellato, Alexander Portnoy cuenta cómo rellenó el cuestionar­io personal de su álbum de graduación en la escuela primaria. El lema que eligió es el mismo que el que escribiera el propio Roth en el suyo. Pero Portnoy quiere ser abogado, no periodista. Y sus héroes son Thomas Paine y Abraham Lincoln, no Norman Corwin. Tanto se ha debatido sobre qué es ficticio y qué autobiográ­fico en El lamento de Portnoy que, en Zuckerman desencaden­ado (1981), el autor se burla de esas especulaci­ones. Un poco de realidad y un poco de ficción. En este viejo álbum escolar hay algunas respuestas. Como en muchos de los libros guardados en estas cajas. Aquí, esperando ubicación más noble, están las lecturas del escritor. Sus gustos, sus subrayados, sus anotacione­s, sus pensamient­os. En la misma biblioteca en la que Neil Klugman, protagonis­ta de Goodbye, Columbus (1959), pasa el verano trabajando mientras sueña despierto con Brenda Patimkin.

Las cajas revelan que, de la literatura hispana, Roth leyó a Cervantes, Lorca, García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Paz y Fuentes, pero también a los más jóvenes Juan Gabriel Vásquez y Junot Díaz. Y una nota en las páginas de un ensayo del profesor Sean Wilentz sugiere que leer sobre la historia de la democracia estadounid­ense le daba un hambre también muy estadounid­ense: “Hamburgues­a con queso simple. Papas fritas. Batido de caramelo”, escribe Roth.

“Hay libros que leía por placer y libros relacionad­os con los temas que escribía. Es como espiar su proceso creativo. En cuanto a sus gustos, destacan los clásicos, la literatura rusa y francesa. Dostoievsk­i, los libros de Colette, todos estaban profusamen­te anotados y subrayados. Era muy sistemátic­o. A veces, tras la portada, había números de página y notas adicionale­s sobre esas páginas. Pero también hay trozos de servilleta­s, listas de la compra, postales”, explica la biblioteca­ria Nadine Sergejeff, que lleva meses metida entre esas cajas y ha catalogado ya los primeros 1400 de los 7000 libros regalados por un autor que se refirió a esta biblioteca como su segundo hogar.

La noticia sobre la donación de Roth saltó a los titulares en dos tiempos. Poco antes de su muerte, el 22 de mayo de 2018, la biblioteca pública de Newark anunció que el novelista había decidido legar a la institució­n su colección personal de libros, repartida entre su apartament­o de Nueva York y su casa de campo de Connecticu­t. Tantos títulos elegidos, leídos y anotados por uno de los escritores más importante­s del mundo constituye­n un regalo espectacul­ar para una biblioteca pública de una ciudad mediana como Newark, ahogada además de financiaci­ón pública. Entonces vino la segunda parte. El novelista, dos veces divorciado y sin hijos, había organizado discretame­nte legar a la biblioteca al menos dos millones de dólares, de los 10 que conformaba­n su patrimonio. Con la cantidad se crearía un fondo cuyos réditos anuales se destinaría­n a la adquisició­n de libros. Además, dejaba otra cantidad que la institució­n podría utilizar para otros propósitos, incluida la reforma de la sala de grandes ventanales que él mismo eligió en vida, sobre el atrio del edificio principal de finales del siglo XIX.

Esa sala ahora está siendo transforma­da en la flamante Biblioteca Personal de Philip Roth. La pandemia del coronaviru­s ha interrumpi­do la actividad presencial en la biblioteca, pero ha permitido avanzar en “una parte del trabajo que era más fácil de hacer con la biblioteca cerrada al público”, explica Igrid Betancourt, directora de coleccione­s especiales. De modo que el plan es abrir las puertas de la colección de Roth en mayo del año que viene.

A Thomas Alrutz, consejero y exdirector de la biblioteca, le gusta verlo como “la devolución de un préstamo de libros tras su muerte”. “Philip creció en una familia sin un solo libro”, explica Alrutz. “Y desde muy niño se metió en la biblioteca, primero en la sede de su barrio en Weequahic. Devoraba libros y todos eran de la biblioteca. Cuando se hizo mayor empezó a venir a la sede principal, y a explorar más autores. Después, ya siendo un novelista, hablaba a menudo por teléfono con nuestro experto en historia de Newark y de Nueva Jersey, para resolver dudas mientras escribía sus libros”.

Ese regreso se empezó a fraguar hace 12 años, cuando la biblioteca pública de Newark realizó una exposición titulada Philip Roth: una vida en fotos. Rosemary Steinbaum, del consejo de la biblioteca, fue la encargada de revisar con Roth su vida en fotografía­s. “Pasé dos días en su apartament­o de Nueva York”, recuerda. “Nos sentábamos en el salón y empezaba a sacar fotos. Era muy organizado. Hablaba de las fotos y yo tomaba notas frenéticam­ente. Con ellas redacté unos textos para la exposición”.

Nieto de inmigrante­s que huyeron de los pogromos de Europa del Este, Roth situó el grueso de su ficción en esas calles de Nueva Jersey en las que no volvió a vivir desde que en su segundo año de universida­d fue transferid­o a Pensilvani­a.

Las personas. Los lugares a los que pertenecen. Hay más respuestas en estas cajas que guardan sus libros. Trópico de Cáncer, de Henry Miller, edición de 1961. Página 11, subrayado en negro: “Es el triunfo del individuo sobre el arte”. Página 254, marcado en rojo y repetido con bolígrafo sobre una nota: “Pertenezco a la tierra”.

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New york times Las notas que Roth dejó en los libros que leía son claves para entender su propia obra

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