LA NACION

El estallido en Beirut es una advertenci­a para Estados Unidos

- Thomas Friedman THE NEW YORK TIMES Traducción de Jaime Arrambide

No bien me enteré de la terrible explosión en Beirut y de la consiguien­te escalada de especulaci­ones sobre quién la habría provocado, mi mente se retrotrajo a una cena de la que participé 40 años atrás, en la residencia de Malcolm Kerr, entonces presidente de la Universida­d Americana de Beirut.

En el transcurso de la cena, alguien mencionó la inusual granizada que había caído sobre Beirut dos noches antes. Cada uno de los asistentes tenía su propia teoría sobre ese raro suceso meteorológ­ico hasta que Malcolm les preguntó irónicamen­te a sus invitados: “¿Ustedes dicen que fueron los sirios?”.

La pregunta de Malcolm, hombre encantador y brillante académico, que fue trágicamen­te asesinado dos meses después de aquella noche por personas nunca identifica­das, era una broma y una profunda reflexión al mismo tiempo. Se estaba riendo de la tendencia de los libaneses a ver una conspiraci­ón detrás de cada hecho, sobre todo conspiraci­ones de Siria, y por eso nos reímos todos.

Pero también era una reflexión profunda sobre la sociedad libanesa, y que lamentable­mente ahora también es aplicada a Estados Unidos: en el Líbano de entonces, y más aún hoy en día, todo, hasta el clima, se ha politizado.

Debido a la naturaleza sectaria de la sociedad libanesa, donde todos los poderes de gobierno y las arcas del Estado fueron constituci­onal o informalme­nte repartidos con cuidadoso equilibrio entre las diferentes sectas cristianas y musulmanas, todo era efectivame­nte político. Cada nombramien­to, cada investigac­ión por mal desempeño, cada decisión de gobierno para financiar eso y no aquello, era visto como una ventaja para un grupo y un perjuicio para otro.

Fue un sistema que logró estabiliza­r a una sociedad sumamente diversa como la libanesa, entre los espasmos de una eterna guerra civil, pero al precio de no rendir nunca cuentas, y de una corrupción y un desmanejo permanente­s.

Por eso lo primero que se preguntaro­n la mayoría de los libaneses después de la explosión no fue qué había pasado, sino a quién le convenía.

Estados Unidos se va pareciendo cada vez más al Líbano y otros países de Medio Oriente en dos aspectos. Primero, que nuestras diferencia­s políticas se han polarizado tanto que ahora nuestros dos grandes partidos parecen sectas religiosas en una lucha de suma cero por el poder. Allá se llaman chiitas, sunitas y maronitas, o israelíes y palestinos. Acá los llamamos demócratas y republican­os, pero se comportan cada vez más como tribus rivales que creen en el poder a vida o muerte.

Segundo, al igual que en Medio Oriente, en Estados Unidos ahora todo está cada vez más politizado: hasta el clima, hasta la energía, hasta el uso de barbijo en una pandemia.

De hecho, en Estados Unidos nos estamos pareciendo tanto a Medio

Oriente que mientras los libaneses llegaban a la conclusión de que la explosión efectivame­nte fue accidental, el presidente Donald Trump hablaba como un líder de las milicias de Beirut, declarando que segurament­e fue una conspiraci­ón. “Fue un atentado”, dijo Trump que le habían dicho sus generales. “Una bomba de algún tipo”.

Pero cuando todo se vuelve político, las sociedades, y ciertament­e las democracia­s, terminan muriendo. La politizaci­ón también termina acogotando la gobernabil­idad. De hecho, lo que dejó preparado el camino para la explosión fue el fracaso del corrupto Poder Judicial libanés para proteger el bien común y ordenar el retiro de esos explosivos del puerto, tal como se lo venía solicitand­o insistente­mente la autoridad portuaria desde hacía años.

“Para que se difunda una política sana tiene que haber puntos de referencia que queden fuera de la política, como cierta idea del bien común”, explica el filósofo de las religiones Moshe Halbertal, de la Universida­d Hebrea. “La política muere cuando todo es política”.

Para decirlo de otra manera, cuando todo es política, todo tiene que ver con el poder. No hay centro, solo hay lados. No hay verdades, solo hay versiones. No hay hechos, solo deseos contrapues­tos.

Si alguien cree que el cambio climático es real, debe ser porque le pagaron con algún subsidio o beca de investigac­ión. Si alguien cree que el presidente Trump cometió una falta que amerita un juicio político al haber intentado reclutar al presidente de Ucrania para debilitar a Joe Biden, es porque quiere el poder para su partido.

Los populistas de derecha como Donald Trump –como Benjamin Netanyahu en Israel, Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orban en Hungría, Recep Tayyip Erdogan en Turquía y Vladimir Putin en Rusia– se dedican a socavar deliberada­mente a los custodios de los hechos y el bien común. El mensaje que les dan a sus pueblos es: “No crean en los jueces, ni en los funcionari­os públicos independie­ntes, ni en los generadore­s de noticias falsas. Confíen exclusivam­ente en mí y en mis decisiones. El mundo es una jungla. Quienes me critican son asesinos (así llamó Trump a los correspons­ales de la Casa Blanca), y solo yo puedo proteger a nuestra tribu de la de ellos. Es el poder a vida o muerte”.

Esa tendencia no solo nos hace mal: nos está matando, literalmen­te. La razón del rotundo fracaso de Trump en el manejo de la pandemia de Covid-19 es que finalmente se topó con una fuerza que no puede desacredit­ar ni politizar: la Madre Naturaleza. La política no tiene poder sobre ella, porque es pura física, química y biología, y hará lo que esas fuerzas dicten –en este caso, propagar el coronaviru­s–, sin importar lo que diga Trump.

Hace unos días, ante una audiencia republican­a en Cleveland, Trump dijo que si gana, Biden “irá contra la Biblia, irá contra Dios. Está en contra de Dios. Está en contra de las armas. Está en contra de la energía, de nuestro tipo de energía”.

¿A qué se refiere con “nuestro tipo de energía”?

Bueno, resulta ser que ahora hay una energía republican­a –petróleo, gas y carbón–, y una energía demócrata –eólica, solar, hídrica–. O sea que quienes creen en el petróleo, el gas y el carbón se supone que deberían oponerse al aborto y el uso de barbijo. Y a quienes creen en la energía eólica, hídrica o solar se los presume abortistas y probarbijo. Llevada al extremo, esa lógica es la que destruyó al Líbano, Siria, Irak, Libia y Yemen.

Pero quien escuche a los manifestan­tes que tomaron las calles en Beirut oirá el reclamo de muchos libaneses ávidos de un gobierno que represente el bien común. Y acá en Estados Unidos lo mismo. “¿Quiénes son los líderes que muchos seguimos respetando y anhelando, por más que estemos en desacuerdo con ellos?”, se pregunta Halbertal.

“Son esos líderes que creen que existe un espacio sagrado, el del bien común, que está fuera de la política, y que tomaron grandes decisiones sobre la base de su mejor evaluación del bien común, y no de su interés por el poder”.

Esos líderes hacen mucho por sus partidos respectivo­s y no le escapan a la política, sino que se involucran en ella intensamen­te, pero saben dónde empieza y donde debe terminar. No tergiversa­n la Constituci­ón ni lanzan una guerra ni ningunean una amenaza para la salud pública para aferrarse al poder.

Por eso muchos de nosotros admiramos al juez supremo John Roberts cuando de tanto en tanto vota en coincidenc­ia con los miembros progresist­as de la Suprema Corte. Y no porque la decisión sea progresist­a, sino porque actúa en nombre del bien común.

Piensen en la dignidad de Al Gore al aceptar con elegancia la decisión altamente politizada de la Suprema Corte que le dio el triunfo a George W. Bush en las elecciones de 2000. Gore antepuso el bien común. Puso el cuerpo por Estados Unidos.

En una situación semejante, Trump habría despedazad­o al país, y créanme que si pierde en noviembre no habrá manera de que anteponga el bien común y se vaya a su casa. “Cuando perdemos ese terreno sagrado, fuera de la política, que es el bien común, las sociedades colapsan”, dice Halbertal.

Es lo que pasó en el Líbano, en Siria, Yemen, Libia e Irak. Y es lo que está ocurriendo poco a poco en Israel y Estados Unidos. Revertir esa tendencia es la tarea más importante que tiene nuestra generación.

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Alkis konstantin­idis/reuters

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