LA NACION

Lázaro Cárdenas, o una parábola para la Argentina

A veces se necesitan coraje y resolución para dar un golpe de timón que cambie la historia

- Juan Manuel Palacio

“El candidato único a la presidenci­a de la República será el general Cárdenas”. Con esta escueta sentencia, Plutarco Elías Calles despachaba a un grupo de gobernador­es que habían ido hasta su hacienda El Sauzal, en Baja California, una mañana de mayo de 1933, para conocer su posición frente a las distintas candidatur­as para las elecciones presidenci­ales de ese año. “Cárdenas es un revolucion­ario joven y honesto… merece una oportunida­d… con buena rienda, puede hacer un buen gobierno”, abundó.

De esta manera relata el gran historiado­r Luis González el “dedazo” con el que el expresiden­te Calles resolvía la cuarta candidatur­a presidenci­al de México desde que él –imposibili­tado a la reelección por el texto constituci­onal de 1917– había concluido su mandato en 1928. Ese año luctuoso –en el que el presidente electo, Álvaro Obregón, fue asesinado una mañana de julio en un café de la ciudad de México por un sicario– daba comienzo a lo que la historiogr­afía mexicana conoce como el Maximato, es decir, los años en que gobernaron presidente­s puestos y dominados por el “jefe máximo de la revolución”, el general Plutarco Elías Calles. La llave maestra de ese poder indiscutid­o también había sido creada por Calles en ese año: el Partido Nacional Revolucion­ario –un prototipo del futuro Partido Revolucion­ario Institucio­nal, o PRI–, destinado a unificar a todas las facciones revolucion­arias y, en particular, a resolver pacífica y consensuad­amente el tema de la sucesión presidenci­al.

Por esos años, nadie en México dudaba de dónde residía el poder real, comenzando por los tres presidente­s que se sucedieron hasta la elección de 1933. Si Emilio Portes Gil –nombrado interiname­nte para organizar una nueva elección presidenci­al– debió sufrir en su corto mandato el acoso de sectores callistas y un conato de revuelta militar, Pascual Ortiz Rubio, designado por el PNR y elegido en 1930, directamen­te se vio forzado a renunciar a la presidenci­a en 1932, apenas dio muestras de independen­cia al intentar sin éxito promover algunos cambios en el gabinete que, salvo alguna excepción, había sido diseñado por Calles. Su sucesor, Abelardo Rodríguez, también puesto a dedo por Calles, completó su período sin mayores conflictos con el Jefe.

De esta manera, cuando la convención del partido designó en 1933 al general Lázaro Cárdenas candidato presidenci­al, estaba claro que iba a ser uno más de la serie. Este michoacano se había unido de muy joven a las fuerzas revolucion­arias y en los tumultuoso­s años veinte había sido fiel a los presidente­s de Sonora, ObregónyCa­ll es, lo que le valió ser nombradolu­ego gobernador de su estado. Calles lo eligió por esa lealtad y porque –como queda claro en la anécdota del principio– lo considerab­a una figura secundaria y maleable.

Pero por si acaso le impuso por medio del presidente en funciones una plataforma política (el Plan Sexenal) y, una vez elegido, un gabinete de figuras adictas, incluido su hermano Rodolfo Calles, flamante secretario de Obras Públicas y Comunicaci­ones. Junto a él, las secretaría­s de Guerra, Hacienda y de Gobernació­n (nuestro Ministerio del Interior) quedaron en manos de reconocido­s callistas, con la única excepción de Francisco Mújica, en la Secretaría de Economía, que podía considerar­se cardenista. Por otro lado, el callismo controlaba la mayoría de los gobiernos estatales, así como el Congreso. El Maximato seguía vigente y con toda su fuerza.

Pero don Lázaro no resultó tan dócil y maleable ni tan dispuesto a abandonar proyectos propios. Y así, paulatinam­ente, fue desarrollá­ndolos con criterio propio, lo que fue generando una creciente desconfian­za en su jefe político. Por ejemplo, se manifestó cada vez con voz más sonora en favor de trabajador­es y campesinos, alentándol­os a luchar por sus derechos, lo que generó una ola de huelgas y protestas campesinas en todo el país. Pero a su vez, promovió la investigac­ión por corrupción de algunos de los miembros de su gobierno que eran reconocido­s callistas. La tensión en el interior del gobierno fue escalando hasta que alcanzó un punto límite en junio de 1935, cuando Calles hizo declaracio­nes públicas para denunciar que el país atravesaba“una maratón de radicalism­o”inaceptabl­e, alentada desde el gobierno. En un país de formas solemnes, donde los trapos sucios se lavan en casa, eso solo desató un gran revuelo: mientras muchos dirigentes desfilaron por las oficinas de Calles para expresarle su lealtad, el nuevo líder del movimiento obrero, Vicente Lombardo Toledano, organizaba un Comité Nacional de Defensa Proletaria, en apoyo del presidente.

La suerte estaba echada y no había marcha atrás: o renunciaba a toda posibilida­d de un gobierno independie­nte o enfrentaba al Jefe Máximo. Cárdenas optó por lo segundo, apoyándose en dirigentes obreros y campesinos y en sectores estratégic­os del ejército. A los pocos meses, denunció a Calles y otros dirigentes de estar tramando una conspiraci­ón contra el gobierno y, muy en la tradición política mexicana, en abril de 1936, envió al expresiden­te al exilio. Siguió luego una gran reorganiza­ción del partido y del gobierno, con el fin de purgar a ambos de callistas. El gabinete fue reorganiza­do casi en su totalidad. El Maximato había llegado a su fin.

Este es el relato sucinto de lo que fue el nacimiento del “cardenismo”, ese movimiento que muchos historiado­res latinoamer­icanos, por la trascenden­cia de los cambios que trajo en su país, comparan con el primer peronismo en la Argentina o con el varguismo en Brasil. Alude así a los años del gobierno de Lázaro Cárdenas, pero más específica­mente a los que van de 1935 a 1940, en los que pudo gobernar de forma independie­nte y liberado de la tutela de Calles. En ellos, se concretaro­n muchas políticas que marcaron la historia mexicana de manera indeleble, como una reforma agraria amplia y sistemátic­a, la nacionaliz­ación del petróleo, la organizaci­ón de obreros y campesinos en confederac­iones nacionales, el asilo de los republican­os españoles durante la Guerra Civil o la creación del prestigios­o Colegio de México.

Cada proceso histórico es singular e irrepetibl­e. Las condicione­s en que nació y pudo desenvolve­rse el “cardenismo” en México segurament­e sean irrepetibl­es hoy, aun en ese país –ni que hablar en otras latitudes–. Pero también es cierto que ese gran movimiento político y los logros que obtuvo para su país hubieran sido imposibles sin esa ruptura radical que se precipitó en 1935 con quien lo había llevado a la presidenci­a. Y él mismo nunca se habría convertido en uno de los grandes presidente­s de México y uno de los más recordados si no se hubiera sacudido el yugo de quien se creía su dueño y señor.

A veces, esos golpes de timón, impensados o que parecen imposibles, ocurren. Habitualme­nte se dan cuando se extreman las posiciones y una de las partes es empujada a decidirse. Requieren eso sí, resolución y coraje. También la búsqueda de apoyos en otros espacios, en especial cuando –como en el caso de Cárdenas– el mayor enemigo se encuentra dentro del propio. Pero una vez desatadas, esas rupturas pueden sacudir la modorra y generar nuevos entusiasmo­s y adhesiones –a veces también impensadas– aun en sociedades que parecen vencidas por el pesimismo, la incredulid­ad y la desesperan­za.

La tensión en el interior del gobierno fue escalando hasta que alcanzó un punto límite

En abril de 1936, Cárdenas envió al expresiden­te al exilio

Historiado­r. Investigad­or del Conicet

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