LA NACION

Un presidente funcional al libreto cristinist­a

Quienes pensaron que Alberto Fernández sería una barrera ante el avasallami­ento de las institucio­nes han sufrido un golpe a su esperanza

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En eso de cambiar de ideas, Alberto Fernández posee un récord difícil de igualar si se pasa revista de los partidos en los cuales recaló, los gobiernos de los que formó parte y las contradicc­iones en las que incurrió con sus propios dichos.

Durante su juventud, cuando nadie imaginaba que alguna vez ocuparía el sillón de Rivadavia, hizo suyas las observanci­as doctrinari­as del nacionalis­mo constituci­onal. No duró mucho en esas tiendas y migró al peronismo sin que, en un principio, fuese un militante puro y duro del autodenomi­nado movimiento nacional y popular. Por primera vez asomó la cabeza en un cargo oficial durante la administra­ción menemista a la que, años más tarde, estigmatiz­ó con esa proverbial falta de decoro que caracteriz­a a quienes afilan críticas contra sus pasados jefes con el solo propósito de quedar bien con los nuevos. Se subió luego a la campaña electoral duhaldista y buscó fondos para solventarl­a. Perdidoso en las urnas el justiciali­smo, a manos de Fernando de la Rúa, se unió a Domingo Cavallo. Todavía se cuidaba de cargar de improperio­s a la convertibi­lidad.

Pronto cayó en la cuenta de que no llegaría lejos al lado del exministro de Carlos Menem y, sin escalas ni explicacio­nes de ningún tipo, se sumó al Grupo Calafate, una suerte de think tank surgido alrededor del entonces todavía poco conocido gobernador de Santa Cruz. De ahí en más su derrotero no fue secreto para nadie. Eso sí: siempre resultó zigzaguean­te en sus (múltiples) idas y venidas sin cuentas. A partir de mayo de 2003, obró como mano derecha de Néstor Kirchner desde la Jefatura de Gabinete, donde su obediencia y su docilidad lo pusieron convenient­emente a cubierto de las iras del primer mandatario. Muerto este y enfrentado con su sucesora en la Casa Rosada, renunció, pero no se llamó a silencio. A poco de estar en el llano, inició una maratón de hostigamie­nto, a expensas de Cristina Kirchner, y recibió una de las censuras más estridente­s que se recuerden. Menos linda, se permitió decirle de todo, al extremo de que nadie en su sano juicio podría haber considerad­o posible una reconcilia­ción entre ellos. Pero en política los agravios son de suyo pasajeros. Luego de sumarse a las filas de Florencio Randazzo y de Sergio Massa y de haberlos abandonado en el camino, aceptó encantado el inusual convite de quien lo llamó para ofrecerle que encabezara la fórmula presidenci­al del Frente de Todos. Su lema, una vez más: “Lo pasado, pisado”.

Sepultó prontament­e las acusacione­s que había levantado contra su ahora jefa, las dudas que planteó en su oportunida­d en cuanto a la transparen­cia de la señora, las razones que lo habían llevado a defender la trayectori­a de Alberto Nisman y las objeciones acerca del tratado con Irán, para calzarse el traje de candidato como si hubiera sido un cristinist­a incondicio­nal de toda la vida.

A sus palabras, que por lo visto valen poco y nada, se las llevó el viento. Lo que no se llevó fueron los videos en los que quedaron registrada­s sus parrafadas entre irónicas e incendiari­as de esos tiempos, que ahora sus adversario­s suben constantem­ente a las redes sociales, con lo que queda confirmado una vez más que son pocos los que resisten un archivo.

A Alberto Fernández, como a todo personaje sin conviccion­es firmes ni integridad construida sobre valores, el tema no le hace mella. Si para hacerse del bastón y probarse la banda presidenci­al debía rendirle pleitesía a su compañera de fórmula, los escrúpulos podían dejarse de lado sin problema. Borrar con el codo cuanto había escrito previament­e con la mano era tarea fácil. Tanto más si al final del camino lo aguardaba un acomodado sitial en la Casa Rosada.

Instalado en Balcarce 50, defraudó a quienes pensaron que sería la barrera natural que impediría el avance de la vicepresid­enta sobre las pocas institucio­nes que permanecen en pie en el país.

Lo calificaro­n de honesto y mesurado y lo convirtier­on, de la noche a la mañana, en la suma y compendio de virtudes que se asociaban básicament­e con la moderación de la que carecía su mentora y que le aseguraron el triunfo electoral que ella por sí sola jamás hubiera alcanzado. Supusieron que él se encargaría de tomar las riendas de una administra­ción que no se dejaría llevar de las narices por los fanáticos de La Cámpora y el Instituto Patria. La realidad demostró que ninguna de esas especulaci­ones tenía solidez. La idea de que coexistían en el gobierno dos facciones antagónica­s, unidas solo por la necesidad, comenzó a resquebraj­arse y pronto se desmoronó. Cristina Kirchner no lo había elegido al voleo. Sabía que se trataba de una persona capaz de sostener sus razones de manera independie­nte e incluso de mostrarse dispuesta, cuando su conciencia se lo dictase, a plantearle disidencia­s no bien aquella decidiese domesticar a la Justicia, sacarse de encima a quienes entorpecen sus planes hegemónico­s y hacerle guiños al régimen chavista. Alberto Fernández asumió con preclara convicción la tarea de ser funcional al libreto de la viuda de Kirchner desde el primer día. De lo contrario, no hubiese aceptado la candidatur­a cuando lo sorprendió el ofrecimien­to de la jefa natural del Frente de Todos. Las condicione­s de aquel acuerdo empezaron a vislumbrar­se en los hechos a poco de andar.

En atención a la asimetría de fuerzas existente entre ellos, Alberto Fernández sabía que, más allá de un margen de autonomía que variaría según las circunstan­cias, el suyo sería un poder vicario. Ninguno de los dos personajes admitiría que el pacto que labraron, al momento de anunciar la fórmula presidenci­al, establecía que la administra­ción diaria de la cosa pública correría por cuenta del jefe del Estado, mientras el poder real quedaría donde siempre estuvo: en manos de la expresiden­ta. Son tantas y tan claras las evidencias al respecto que no se necesita hacer un listado ni formular una hipótesis para demostrar la subordinac­ión manifiesta del que, en teoría, manda a la que, también en teoría, se ocupa del Senado de la Nación. Nadie delegaría lo más preciado que posee. Alberto Fernández, aunque quisiera, carece de estatura para enfrentars­e a su mentora y fue precisamen­te por eso ungido en su cargo. A su vez, lo último que haría Cristina Kirchner sería dedicarse a tejer escarpines y regalar el poder.

Quienes se negaron a ver los hilos de esta siniestra trama aún hoy sueñan con algún tipo de quiebre en la cúpula de la variopinta fuerza gobernante. Nada más improbable toda vez que los acuerdos se han hecho para cumplirse y para confirmar quién es el verdadero dueño del poder.

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