LA NACION

Un superpoder al alcance de todos

- Ariel Torres

No estamos hechos sino de tiempo. Creemos que huye sin remedio, como alertó Virgilio en las Geórgicas con un verso que leí en mi adolescenc­ia y que los siglos redujeron a la frase tempus fugit. Durante mucho tiempo lo asocié con lo que sostenía mi bisabuela: “El tiempo no enreda con nadie”.

Pero junto con los latines llegaron las clases de física, y un buen día, gracias al incomparab­le profesor Perazzo, nos apartamos de Newton y asomamos la mirada todavía tierna e inexperta al tiempo de Einstein. Esa noche me costó mucho dormir.

Con los años (“años” escribo, y me río solo) conseguí reconcilia­rme con la idea de que el tiempo era impiadoso, y los trabajos y los días empañaron el dilema. atravesé así esa llanura a la que llamamos juventud, en la que cada hora hiere, pero no llegamos a advertirlo. El tiempo volvió adonde pertenecía. a los relojes y a mi obsesiva puntualida­d.

Entonces ocurrió. De la nada, como es costumbre de los destellos, entendí que no hacemos cosas en el tiempo, sino con el tiempo. Que es como arcilla o, más bien, como una partitura. El truco no estaba en capturarlo, sino en todo lo opuesto.

Intentar siquiera atraparlo con una red, como observaba la abuela, era como enredarse con uno mismo.

Llegó entonces una temporada extraña, en la que se puso de moda sacarle todo el provecho posible a las horas. Un poco todavía es así, y lo sigo encontrand­o no sé si cómico o insolente. Veía el otro día una gráfica que mostraba cómo Mozart (supuestame­nte) distribuía sus tareas cotidianas. Pero Mozart no fue Mozart por lo prolífico, sino por lo genial. Es imposible saber –lo anoto por si acaso– de qué está hecho el genio, pero todos hemos experiment­ado el tiempo de los sueños; no podemos a la vez soñar y medirlo. asistimos a instantes perfectos, que duran y sin embargo no duran. Sabemos (o intuimos) que algo pasa en el cosmos intemporal de la inconscien­cia, porque una mañana nos despertamo­s y tenemos la solución para ese problema, la frase para empezar un artículo, la palabra justa para dirimir un conflicto. Porque somos eso, tiempo. John Dunne, cuya obra borges recomendab­a, fue uno de los que intentó probar que el

Todos hemos experiment­ado el tiempo de los sueños; no podemos a la vez soñar y medirlo

tiempo no transcurre, que es eternament­e presente, y que, por eso, a veces, tenemos sueños premonitor­ios, como los que este ingeniero aeronáutic­o registró durante años.

Mamá solía tener esta clase de anticipaci­ones, excepto que con su adorable desfachate­z, les restaba importanci­a. Pero no era inusual que al levantarse contara lo que había soñado y que más tarde, ese día u otro, sus prediccion­es (porque así las considerab­a, persuadida, aunque sin sonrojarse y sin solemnidad alguna) se cumplieran con alarmante detalle.

Hace unos días, una persona muy querida se encontraba inquieta por una transmisió­n en vivo que debía hacer, en estos tiempos de pandemia. Me llamó la atención su desasosieg­o. ama hablar en público y nunca antes la había notado en tal estado de crispación. Pero exactament­e cinco minutos antes de que la transmisió­n arrancara, se cortó la luz. ahí estaba quizá (quizá) la explicació­n de su intranquil­idad durante las jornadas previas. De algún modo, presentía que algo malo iba a pasar. Lo sabía sin saberlo, porque uno trata de no pensar en estas cosas. Estas cosas raras.

Hace unos ocho meses puse en un frasco con agua el penacho de un ananá. De a poco, semana tras semana, las hojas se echaron a perder. antes del confinamie­nto, una docena de amigos y parientes me instaron a claudicar:

–Tirá eso, ariel, por favor. Pero desde aquel verso de Virgilio he aprendido algunas lecciones. De todas, la más valiosa es esperar. Poco a poco, tras seis meses de silencio y quietud, junto al penacho reseco fueron brotando unas hojitas tímidas que ahora, ya en tierra, se despliegan con vigor. Saber esperar. Ese sí que es un superpoder.

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