Nuevo disco de los Stooges que muestra la potencia de una banda única
Es una suerte que un artista consagrado y con una obra tan sólida como Jack White también le dedique tiempo a la tarea de rescatar materiales fundamentales a la hora de analizar y entender la gran tradición de la música popular de los Estados Unidos. No hay ninguna duda sobre la marca indeleble que The Stooges dejó en la historia del rock, y Funhouse (1970) es una pieza clave para confirmarlo. Son las canciones de ese disco cargado de anarquía apocalíptica las que formaron parte del intenso concierto con el que Iggy Pop y sus secuaces provocaron a un público que en agosto de 1970 todavía escuchaba los ecos del hippismo en el Goose Lake International Music Festival, un evento llevado a cabo no muy lejos de Ann Arbor, localidad de los suburbios de Detroit en la que creció Iggy.
La música salvaje de los Stooges era la contracara del forzado buen rollo permanente de los hippies, y las performances de la banda fueron siempre un aquelarre fuera de control, con Iggy por lo general pasado de pastillas o heroína deambulando por el escenario como un zombi, desnudándose, zambulléndose encima de sus fans sin calcular riesgos y desparramando los efectos de una neurosis que anticipó la mala leche del punk.
Este registro no tiene ni por asomo una calidad premium, pero sí revela con claridad no solo el poder de fuego de los Stooges en vivo, sino también la insólita capacidad de Iggy para crear climas muy diferentes, siempre balanceándose entre la rabia y el ensueño (su interpretación narcótica en “Dirt” es realmente notable). No toda la banda estaba en su mejor día, y eso también se nota. Los pifies, cuelgues y divagues del bajista Dave Alexander no son pocos, algo tan evidente como para que Iggy decidiera echarlo del grupo después de este show, con un argumento atendible: adujo que él también se drogaba pero eso no interfería en su rendimiento. La potencia de los Stooges funcionando a pleno era tal en esos inicios que el productor Don Gallucci decidió reflejarla lo más fielmente posible en la grabación de Funhouse, un álbum incendiario que le agregó al magma de energía del debut -The Stooges (1969)- un saxo alucinado que Steve Mackay exportó del free jazz. Los hermanos Asheton eran los responsables más patentes del sonido mugriento y sombrío que tiñe los temas de ese disco y también obviamente de este rescate recién editado por Third Man Records a partir de unas cintas restauradas por el experimentado productor Vance Powell, habitual cómplice de las aventuras arqueológicas de Jack White: una batería brutal y siempre en trance aportada por Scott y los ramalazos esquemáticos combinados con solos psicodélicos de Ron que aquí se escuchan encapsulados en un ambiente turbio, muy alejado de la alta fidelidad, el entorno en el que la banda se movió siempre como pez en el agua, en definitiva.