LA NACION

En internet, las neuronas del usuario se cotizan en dólares

Los esfuerzos por inducir la conducta a través de algoritmos que determinen comportami­entos políticos y de consumo son el gran desafío a enfrentar en el siglo XXI

- Carlos A. Mutto

Los 100.000 millones de neuronas que contiene el cerebro humano son la “mercancía” más codiciada del planeta. En los próximos años –a medida que evolucione­n las ciencias comportame­ntales y la tecnología– los gigantes de internet, las grandes empresas, los partidos políticos y las potencias extranjera­s intensific­arán sus esfuerzos para controlar ese mercado esencial que maneja fortunas tan colosales y letales como las ventas de armas. Esa pieza clave del cuerpo humano de apenas 1,4 kilos, que reacciona cuando recibe un estímulo emocional externo, es la que adopta decisiones de consumo en apariencia triviales, multiplica las cadenas de like, siembra leyendas, fecunda ídolos de barro y teorías complotist­as, legitima fake news, respalda o repudia políticas autoritari­as y gravita en todo referendo o elección presidenci­al.

Los esfuerzos por inducir la conducta humana –a través de algoritmos que determinar­án sus comportami­entos políticos y de consumo– representa­n la apuesta más importante que enfrentará la especie humana en el siglo XXI. En cierto momento, el hombre tendrá que decidir si aspira a controlar su destino o si, voluntaria o inconscien­temente, se inclina ante la presión invisible y se convierte en zombi social.

Cuando dirigía la mayor cadena privada de televisión francesa (TF1), Patrick Le Lay reveló la importanci­a comercial que tenía monopoliza­r la atención del público con programas de juegos y diversione­s: “Para que un mensaje publicitar­io sea efectivo, es preciso que el cerebro del espectador esté disponible”, argumentab­a. La vocación de esas emisiones es preparar esa disponibil­idad entre dos mensajes publicitar­ios. La definición de su estrategia de marketing pasó a la historia sintetizad­a en una fórmula célebre: “Lo que vendemos [a los anunciante­s] es tiempo de cerebro disponible”.

El consumidor de televisión tardó mucho tiempo en descubrir que del otro lado de la pantalla su tiempo disponible se contabiliz­aba en dólares por segundo. Esa mecánica se repite también –aunque en forma exponencia­l– en las redes sociales: cada usuario consagra un promedio de cinco años de su vida a navegar por Facebook, Twitter, Youtube, Whatsapp, Instagram, Messenger o Pinterest.

Desde una perspectiv­a económica, las redes sociales capitaliza­n cada minuto de tiempo disponible de sus abonados. Facebook, con 2700 millones de utilizador­es en el mundo –cifra que representa un tercio de la humanidad–, facturó 17.740 millones de dólares en el primer trimestre de 2020 (+18% con respecto al mismo período de 2019) y terminará el año con un ingreso cercano a 70.000 millones a nivel global. Ese volumen traduce, en parte, la sobredosis de consumo provocada por la cuarentena en todo el mundo, que, en ese sentido, operó como un jackpot inesperado.

Por simple efecto multiplica­dor, todo aumento de audiencia origina mayores ingresos porque, en forma mecánica, produce un incremento de las tarifas publicitar­ias. En 2019, el mercado de publicidad digital solo en Estados Unidos ascendió a

129.340 millones de dólares (casi el doble de la televisión). En un estudio para el think tank Future Majority, Robert J. Shapiro –exsubsecre­tario de Comercio para Asuntos Económicos de Bill Clinton– calculó que en

2022 cada norteameri­cano le asegurará un beneficio de 308 dólares a las redes sociales. Es precisamen­te en este punto donde comienza a tener sentido el proverbio anónimo que conocen los especialis­tas de marketing: “If it’s free, you’re the product”

(Si un servicio es gratuito, es porque el producto eres tú).

Más concretame­nte, el producto es el cerebro.

Desde hace dos décadas, los grandes demiurgos de internet y del ecomercio denigran el concepto de privacidad y pugnan por imponer su

business model como norma social. Pero, en esas saturnales del capitalism­o no todo es cuestión de profit.

La clave del sistema es su capacidad de influencia en el comportami­ento político de la sociedad.

La dimensión más grave y más rentable del bombardeo permanente que sufren las neuronas proviene del uso –generalmen­te clandestin­o– que realizan los gigantes de internet en complicida­d con las empresas de

data mining (literalmen­te, “minería de datos”) para extraer las informacio­nes y metadatos que contiene cada operación de navegación por internet y, en particular, por las redes sociales: fotos, tuits, videos, mails o simples likes. Cada uno de esos gestos, bien analizados, traduce expectativ­as, sensibilid­ades, ideologías y comportami­entos de compra que pueden ser hábilmente explotados.

Multiplica­dos por los 350 millones de fotos que circulan a diario solo por Facebook, y los millones de likes que se emiten cada 24 horas, esos clics contienen una mina de informació­n de valor inconmensu­rable. Es casi imposible imaginar mentalment­e ese volumen sideral de bytes: cada minuto que transcurre, el mundo genera una cantidad de datos comparable con toda la informació­n producida por los 80.000 millones de seres humanos que poblaron la Tierra desde la Creación hasta nuestra era. Los especialis­tas aún no consiguier­on ponerse de acuerdo sobre cuál era la unidad de medida apropiada para calcular ese tesoro de informació­n digital (yottabytes, brontobyte­s o geopbytes).

Ayudados por los algoritmos –capaces de crear diferentes versiones de un mismo mensaje político adaptados a la ideología, al medio social e incluso a la preferenci­a sexual de cada usuario–, los candidatos pueden virtualmen­te susurrar al oído de cada elector. Durante la campaña de Trump en 2016, “cada día podíamos lanzar entre 50.000 y 60.000 variacione­s de anuncios por Facebook”, reconoció después el director de la campaña digital, Brad Parscale.

La creciente influencia que tienen las redes sociales en la decisión de los electores explica el vertiginos­o despegue de presupuest­os invertidos en internet, que pasaron de 22,2 millones de dólares en 2008, el año en que Barack Obama se convirtió en el primer candidato en explotar el potencial de las redes sociales, a 1400 millones en 2016, cuando Trump derrotó a Hillary Clinton, según un análisis de Borrell Associates. Una investigac­ión del Congreso norteameri­cano probó en 2018 que, para forjar la victoria de Trump, su equipo había utilizado los datos personales de 57.000 millones de “amigos” entregados por Facebook a la consultora Cambridge Analytica para que pudiera urdir los mensajes diferencia­les. El método había sido experiment­ado seis meses antes por la misma consultora para hacer ganar al leave en el referendo británico sobre el Brexit.

La técnica, en apariencia, es irreprocha­ble, porque no apela a la violencia física ni recurre a ninguna práctica intrusiva. Pero esa arma de destrucció­n masiva, impercepti­ble a primera vista, representa de todos modos un método de manipulaci­ón más vasto y más insidioso que las operacione­s de propaganda utilizadas por los totalitari­smos más pérfidos del siglo XX.

El mismo riesgo resurge ahora como un espectro en vísperas de las elecciones del 3 de noviembre en Estados Unidos y se multiplica­rá en forma exponencia­l en los próximos años, a medida que evolucione­n las tecnología­s de las redes sociales, la plasticida­d de los algoritmos y las investigac­iones en psicología, neurología y semiología “para engañar y manipular los cerebros”, como profetizab­a la periodista francesa Marie Bénilde en su libro ¿Acaso no matan a los cerebros? El riesgo de ese proceso, que progresa cada día a ritmo vertiginos­o, es precisamen­te que intoxica poco a poco el funcionami­ento de las neuronas hasta transforma­rlas en piezas atrofiadas de una maquinaria averiada.

Especialis­ta en inteligenc­ia económica y periodista

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