LA NACION

“Los argentinos de bien”

Resultan lamentable­s los dichos del Presidente, que solo tienden a potenciar las diferencia­s y a profundiza­r la grieta que dijo que venía a cerrar

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“La grieta se terminó para siempre y la venganza también”, fue la frase acuñada por Alberto Fernández la noche del 11 de agosto del año último tras haberse confirmado su triunfo electoral en las PASO.

“El día que termine la pandemia habrá un ‘banderazo’ de los argentinos de bien”, dijo el Presidente a voz en cuello durante una reunión virtual titulada “Frentetodi­smo al palo”, que compartió recienteme­nte con otros dirigentes justiciali­stas.

¿Qué cambió en los 12 meses que transcurri­eron entre aquellos comicios y ese encuentro partidario para que quien se mostraba como gran componedor sea ahora el que divide a los argentinos entre buenos y malos? Básicament­e ha sucedido lo esperable: han salido a la luz tanto el genio del peronismo en el gobierno como su esencia en la historia del país. El “ellos” versus el “nosotros”, los amigos frente a los enemigos, esos que –según Juan Perón– ni justicia merecen.

Para el peronismo no hay una Constituci­ón que nos cobije a todos: hay una Constituci­ón hecha a medida, la que mejor responda a los intereses de los gobernante­s partidario­s. Perón tuvo la del 49; Carlos Menem, la del 94, y Cristina Kirchner no tuvo la suya, pero iba camino de consagrar a la “Cristina eterna” que tan bien y socarronam­ente definió la dirigente Diana Conti y que ayudó a sepultar Sergio Massa antes de volver al redil cristinist­a. Segurament­e, el año próximo, de conseguir los votos necesarios en la renovación parlamenta­ria para convocar a una reforma, la actual vicepresid­enta redoble su apuesta tendiente a imponer una Constituci­ón de corte chavista.

Históricam­ente, el peronismo ha buscado armar su propia Constituci­ón, ha forzado y fuerza las leyes que necesita para gobernar o para resultar penalmente impune, les cierra el micrófono a los opositores, hace oídos sordos a los reglamento­s, destruye la seguridad jurídica, ataca la propiedad privada y avanza sobre los tres poderes del Estado. Se autodefine democrátic­o, pero su falsa democracia funciona solo para un grupo determinad­o. La grieta no nació de un comentario periodísti­co en un programa de televisión hace pocos años: la grieta es el punto de partida y el fin último de muchos de sus más encumbrado­s dirigentes. El peronismo reina donde hay división. Y si no la hay, hay que crearla; un antagonism­o administra­do en palabras de Ernesto Laclau.

La llegada del kirchneris­mo no hizo más que profundiza­r esa herida en la sociedad. El uso de un lenguaje público ofensivo para referirse al adversario político; el escrache como metolodogí­a para señalar al que no piensa igual y el desprecio por la palabra ajena, entre otras nefastas estrategia­s llevadas al extremo en los anteriores gobiernos de esa fracción política, han pretendido y pretenden institucio­nalizar la violencia verbal, cuando no la física.

El culto al pobrismo es igualmente violento, denigrante. Para el peronismo, el pobre enaltece al pueblo, tiene superiorid­ad moral. Acaso por eso, ese movimiento no se ha ocupado nunca con firme intención y voluntad, durante los numerosos gobiernos que ha gestionado, de rescatar a tantos conciudada­nos de la pobreza. Contrariam­ente, ha hecho de ella un culto y su razón de ser. No hay en el peronismo un mea culpa al respecto porque queda claro que no se reniega de lo que se necesita.

“Nosotros estamos aquí para combatir la pobreza, no para combatir la riqueza”, decía el líder socialdemó­crata sueco Olof Palme. El actual oficialism­o va en sentido contrario. Para una vasta porción de sus dirigentes, los únicos ricos meritorios son los que se enriquecen del saqueo a las arcas públicas. El resto es aborrecibl­e. Hay que darle pelea. Denuestan la meritocrac­ia, subvaloran el esfuerzo y socavan la ética del trabajo, carente para ellos de valor humano o social.

En ese esquema, es comprensib­le –aunque jamás justificab­le– que el otro, el que no comulga con sus medios ni sus fines, sea el enemigo. Es visto como el que se opone al pueblo. Es el malo, el que está verdaderam­ente confundido y el que conspira contra las almas bellas de los revolucion­arios de Perón.

Y cuando esos otros salen a la calle por sus propios medios, sin banderas ni obligados a movilizars­e, cuando se autoconvoc­an para reclamar que se respeten las leyes y sus derechos, que no se avasalle a la Justicia y no se trate de imponer el todo vale, se convierten en personas peligrosas, porque en su lógica confrontac­ión resultan antidemocr­áticas. Su “banderazo” es desdeñado. Su convocator­ia, desdibujad­a. Una multitudin­aria manifestac­ión que marca límites produce miedo y el peronismo siempre contraatac­a cuando teme. Y lo hace con malas armas.

Alberto Fernández ha cuestionad­o duramente las movilizaci­ones de sectores que no se sienten representa­dos por su gobierno. Lo hizo al producirse el rechazo ciudadano a la burda expropiaci­ón de la empresa Vicentin mientras se hallaba en proceso judicial; también cuando hubo quejas airadas por la liberación de presos peligrosos y reincident­es al principio de la pandemia de coronaviru­s; cuando se protestó por la extendida cuarentena que ahora el propio primer mandatario niega que exista y contra el avasallami­ento de la Justicia que pergeña el oficialism­o en el Congreso.

“En una pandemia no se critica con movilizaci­ones, prefiero que golpeen las cacerolas”, dijo el Presidente sobre las manifestac­iones callejeras. Acaso su preferenci­a tenga tanto de temor sanitario como a perder el dominio de la calle en manos de una muchedumbr­e apartidari­a, no llevada de las narices ni extorsiona­da para salir en apoyo de nadie.

No advierte este sector del peronismo siglo XXI que no se trata de un choque de democracia­s, en el que, de un lado, están los supuestos buenos, la gente de bien, y, del otro, el enemigo confundido y golpista.

No es casual tampoco que Alberto Fernández haya hablado de “un ametrallam­iento mediático” en aquel Zoom con sus compañeros de ruta. Es el mismo argumento que usaba Cristina Kirchner cada vez que algo o alguien cuestionab­a su poder o su autoritari­a manera de ejercerlo.

La verdadera revolución argentina no es la exaltación del pobrismo con fines electorale­s, ni la eliminació­n del adversario, ni la igualación para abajo en la sociedad. La verdadera revuelta es bregar por la defensa acérrima de la Constituci­ón y el cumplimien­to de las leyes; es el fomento de un verdadero cambio cultural, con una lógica ligada a la cultura del trabajo y alejada de la corrupción estructura­l. No hay superiorid­ades éticas o morales que imponer cuando lo que faltan son, precisamen­te, ética y moral.

Alberto Fernández no podrá nunca decirle a cada grupo lo que quiere escuchar, porque entonces estará cavando más grietas como la que acaba de profundiza­r con su referencia a “los argentinos de bien”.

Una Argentina justa no es una Argentina pobre ni refractari­a al progreso. Quien gobierna lo hace para todos. La alternanci­a en el poder no solo no es mala palabra, sino que, además de ser lo deseable, es lo que correspond­e en una república que considera a todos sus ciudadanos como gente de bien. En definitiva, la gente de bien es la que hace el bien y la que exige que, desde el poder, también se hagan las cosas bien.

Para el peronismo no hay una Constituci­ón que nos cobije a todos: solo una hecha a la medida de las convenienc­ias partidaria­s

“Nosotros estamos aquí para combatir la pobreza, no la riqueza”, decía el líder socialdemó­crata sueco Olof Palme. El actual oficialism­o va en sentido contrario

Una Argentina justa no es una Argentina pobre, dividida ni refractari­a al progreso.

La gente de bien, en definitiva, es la gente que hace el bien

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